El 2 de julio de 1816,
la fragata francesa Medusa, el buque insignia de una pequeña flotilla de barcos
cuya misión era colonizar los territorios recién recuperados por Francia en
África, tras el Tratado de Viena, encalló en el banco de Arguin frente a la
costa occidental de este todavía poco explorado continente, un incidente que se
transformó en una espantosa tragedia al ir sucumbiendo, en las peores
condiciones imaginables, la mayoría de los náufragos, abandonados a su suerte.
La magnitud de las pérdidas humanas, pero, sobre todo, la criminal negligencia de
los responsables de la embarcación, causante del naufragio, y su posterior
comportamiento, que antepusieron su propio salvamento al de los demás
pasajeros, la mayoría de ellos civiles, produjo un formidable escándalo en la
opinión pública de la época, que se exaltó al conocer los detalles del suceso
por el testimonio escrito por dos de los supervivientes, Alexandre Corréard y
Jean Baptiste Henri Savigny, dado a conocer en 1818 con el título Naufragio de
la fragata La Medusa, que formó parte de la expedición a Senegal en 1816 […]. De
todas formas, por muy terrible que fuera lo acaecido y su ruidosa repercusión
mediática en la Francia del momento, no nos interesaría ahora tanto […] de no
haber ejecutado, en 1819, inspirándose en ese escrito, el pintor Théodore
Géricault (1791-1824) el celebérrimo cuadro monumental titulado La balsa de la
Medusa, transformando de esta manera una locura del día en una inmortal obra
maestra.
Ciento veintiún años
después de la catástrofe náutica, tras el bombardeo aéreo de la villa vasca de
Guernica el 26 de abril de 1937, otro suceso que conmovió al mundo al tratarse
de la total destrucción de una población sin interés estratégico alguno, Pablo
Picasso (1881-1973) pintó otro cuadro todavía más monumental, entre el 1 de
mayo y el 4 de junio de ese año, titulado lacónicamente Guernica, donde también
se transfiguró este trágico incidente bélico en un símbolo de alcance
universal. Tras este avieso castigo sobre la indefensa población civil, la
desoladora táctica de bombardear ciudades para socavar la moral de la
retaguardia se generalizó durante la II Guerra Mundial y desdichadamente se ha
convertido en una odiosa costumbre hasta hoy mismo. […].
Etimológicamente, el
término catástrofe procede del griego como un compuesto de “kata”, una
preposición que puede significar “de arriba abajo”, y del verbo “strefo”,
“voltear”, todo lo cual cuadra a la perfección con un naufragio y, aún mejor,
con un bombardeo aéreo; en cualquier caso, como un ineluctable castigo de
cualquier más allá incontrolable para el vulnerable ser humano mortal […]. En
este sentido, unas catástrofes como las descritas son un tema perfecto para el
arte, tal y como lo apuntó Nietzsche en su obra juvenil El origen de la
tragedia, pues solo a través de ella, que es capaz de movilizar el pensamiento
con la imaginación, puede el hombre sublimar con sentido el dolor de existir
haciendo que este sea reversible […]. En efecto, Géricault y Picasso lograron
transformar una catástrofe no solo en algo hipotéticamente evitable, sino
aleccionador, pues, actualizando la tragedia clásica, convirtieron las víctimas
físicas en vencedores morales y de una vez para todas.
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