[...] Las historias de artistas y escritores, desde el
Romanticismo, suelen acentuar el heroísmo de la desmesura: la vida de Morandi,
igual que su pintura, parece la búsqueda obstinada del mayor grado posible de
limitación. No solo vivió en Bolonia toda su vida sino que además no cambió de
domicilio desde que era niño. El
mayor viaje formativo de su juventud lo hizo a Florencia, que estaba a poco más de una hora de tren.
Probablemente la mayor influencia moderna que recibió fue la de Cézanne, pero
la primera vez que viajó a París, ese destino obligatorio de cualquier artista
de entonces, tenía sesenta y seis años. En Florencia, los volúmenes austeros y
los colores amortiguados de los frescos de Giotto y Masaccio le dejaron una
influencia que iba a durarle toda la vida. Muchas veces, pintado al óleo,
Morandi elige tonos tenues, incluso apagados, que se parecen a los de los frescos
deteriorados por los siglos en las iglesias de Florencia. Y esas botellas, esas
aceiteras y jarras, se yerguen en un espacio despojado como santos de Giotto,
como figuras cubiertas por mantos y togas en los frescos de Masaccio y de Piero
della Francesca.
[...] Decía el físico Richard Feynman que no hay nada que
mirado con algo de atención no pueda resultar apasionante. Como un científico
que ahonda durante muchos años en un ámbito muy reducido de la experimentación,
o un músico que explora las posibilidades de un tema musical breve y muy
simple, Morandi resume el mundo no
ya en su ciudad natal o en la casa donde ha vivido siempre, sino, más limitadamente aún, en una mesa común de
cocina, sobre la que se agrupan, se separan, se cambian de disposición, unos
cuantos objetos. El efecto es como el de ese gusano o esa abeja o mariposa que
en un poema breve de Emily Dickinson comprime todo el espectáculo de la
naturaleza. En una foto célebre se ve a Morandi, ya viejo, vestido con
formalidad, observando algo con las gafas levantadas sobre la frente, con una
expresión absorta y un aire como de asombro y de capitulación, como
reconociendo que después de tantas tentativas, de tantas horas, de tantos años,
el misterio de la presencia visual de las cosas siguiera siendo inabordable.
[...] Con los años, Morandi se fue emancipando de la
rotundidad de Cézanne, o más bien se aproximó a lo que había hecho Cézanne con
las acuarelas y los dibujos. Las figuras primero se despojan de peso y luego
van perdiendo el volumen, igual que el espacio ya no ofrece la ilusión de la
profundidad. La mesa no es una superficie plana y definitiva, sobre la cual se
asientan firmemente las cosas, sino una franja de color o un horizonte brumoso.
Eso tan cercano es una gran lejanía. Lo concreto y tangible se disuelve en
veladuras como sombras, en extensiones delicadas de materia que le hacen a uno
pensar en otro místico y otro recluso, Mark Rothko. Pero lo contenido de la
escala lo mantiene todo a ras de tierra, en el ámbito atemperado de lo familiar
y de los saberes prácticos y poéticos del oficio. [...]