Munch. Ashes. 1894 |
Hace
ya muchos años, en una exposición celebrada en París, pude ver algunas obras de
Edvard Munch: El grito, Madonna, varios retratos y autorretratos,
grabados, dibujos. La seducción fue instantánea y de una especie particular que
no puedo llamar sino abismal: como asomarse a un precipicio. Desde entonces la
pintura de Munch no cesó de atraerme, La verdadera revelación la experimenté
más tarde. En el verano de 1985 mi mujer y yo pasamos una corta temporada en
Oslo y uno de los primeros lugares que visitamos fue el Museo Edvard Munch.
Volvimos varias veces: no sólo es uno de los mejores del mundo, entre los
consagrados a un artista y su obra, sino que puede verse como una sorprendente
asamblea de retratos simbólicos. Aclaro: esos
cuadros no cuentan una vida sino que nos revelan un alma. Nuestra impresión
fue más honda porque recorrimos las salas del museo bajo el imperio del verano
nórdico. La pasión que atraviesa la pintura de Munch nos pareció una respuesta
a la intensidad de la luz y a la vehemencia de los colores. Erupción de vida:
los árboles, las flores, los animales, la gente, todo, estaba animado por una
vitalidad a un tiempo inocente y terrible. […] Pensé: el solsticio de verano y
su vegetación de sangre es un acorde de ritmo cósmico; el otro son los
desiertos blancos, azules y negros del solsticio de invierno. Ambos combaten y
se funden en la obra de Munch.
Munch. Nietzsche. 1906 |
Hay
artistas que se desarrollan en múltiples direcciones, como árboles de muchas
ramas; otros siguen siempre la misma ruta, guiados por una fatalidad interior.
Munch pertenece a la segunda familia. Aunque pintó durante más de sesenta años
y su obra es extensa, no es variada. En su evolución se advierten titubeos,
períodos de búsqueda y otros de plenitud creadora, no esos cambios buenos y
esas rupturas que nos sorprenden en Picasso y en tantos otros artistas
modernos. Su relativa simplicidad estilística contrasta con su complejidad
psicológica y espiritual. Pero al hablar de "simplicidad estilística"
temo haber cometido una inexactitud; debería haber escrito unidad: las obras
pintadas en 1885 prefiguran a las que pintaría toda su vida. Esta unidad no es
carencia técnica; Munch utilizó diversos medios, del óleo al grabado, y en
todos ellos reveló maestría. Fue un innovador en el dominio del grabado en
madera y como dibujante nos ha dejado obras memorables, en las que no sé si
admirar más la seguridad de la línea o la emoción del trazo. Fue un verdadero
colorista, no por el equilibrio de los tonos o la delicadeza de la paleta sino
por la vivacidad y energía del pincel. […]
En
sus comienzos, después de un breve período naturalista, hizo suya la lección de
los impresionistas. Por muy poco tiempo, pues muy rápidamente dio el gran salto
hacia su propia e inconfundible manera: un expresionismo avant la lettre. Es comprensible que su ejemplo haya influido
profundamente en los expresionistas de Die Brücke, como Nalde y Kirchner, en
Max Beckmann y en los austríacos Kokoschka y Schiell. […] Munch fue un
precursor del expresionismo pero esta tendencia no lo define enteramente; no es
difícil percibir en su pintura la presencia de una corriente antagónica: el
simbolismo. Extrañas nupcias entre la realidad más real y la transrealidad.
Munch fue un heredero de Van Gogh y de Gauguin: más tarde, se interesó en el
fauvismo, con el que tiene más de una afinidad. Pero la "ferocidad"
de los fauves es más epidérmica y carece de la angustiosa ambigüedad
psicológica de Munch. […] La intervención de las potencias nocturnas -el sueño,
el erotismo, la angustia, la muerte- une a Munch con la tradición visionaria de
la pintura. Así anunció, oblicuamente, algunas tentativas del surrealismo.
Munch. Madonna. 1894 |
Su
gran período creador se inició en Alemania, en 1892. Fueron los años de su
amistad con Strindberg y de su interés por el pensamiento Nietzsche; asimismo,
los de la serie de esas obras maestras, por su intensidad y por su hondura, que
él llamó El friso de la vida. Antes
había frecuentado, en sus años de París, la poesía de Mallarmé (nos dejó un
retrato del poeta) y siempre la de Dostoievski. […] El pensamiento anarquista
lo marcó, como a otros artistas de esa época. Estas influencias literarias y
filosóficas tuvieron la misma función que las pictóricas: iluminarlo por
dentro. En pocos artistas las fuerzas instintivas e inconscientes han sido tan
poderosas y contradictorias como en Munch; también en muy pocos ha sido tan
lúcida y valerosa la mirada interior. Vasos comunicantes: el alma, y sus
conflictos, se transformó en la línea sinuosa y enérgica; el hervor de la
pasión se volcó en el chorro de pintura. El crítico Arne Eggun subraya que en
1893 Munch empezó a salpicar sus telas con pigmentos para utilizar las manchas
e incorporarlas a la composición. Medio siglo antes de André Masson y de David
Alfaro Siqueiros, reconoció y usó las posibilidades del accidente en la
creación artística. Strindberg fue sensible a las experiencias de su amigo y
dos años después, señala Eggun, "publicó un ensayo con el título de El azar en la creación artística".
A Munch no le interesaba la invención por sí misma; buscaba la expresión:
"Al pintar una silla -dijo alguna vez- lo que debe pintarse no es la silla
sino la emoción sentida ante ella". […]
En la
pintura de Munch aparecen una y otra vez, con escalofriante regularidad,
ciertos temas y asuntos. Repeticiones obsesivas, fatales, pero, asimismo,
voluntariamente aceptadas y quizá buscadas. Munch llamó a estas repeticiones copias radicales. Por una parte, son
documentos, instantáneas de ciertos estados recurrentes, unos de extrema
exaltación y otros de abatimiento no menos extremo; por otra, son revelaciones
del misterio del hombre, perdido en la naturaleza o entre sus semejantes.
Perdido en sí mismo.
Para
Munch el hombre es un juguete que gira entre los dientes acerados de la rueda
cósmica. La rueda lo levanta y un momento después lo tritura. En esta visión
negra del destino humano se alían el determinismo biológico de su época y su
cristianismo protestante, su infancia desdichada -las muertes tempranas de su
madre y de una hermana, la locura de otra- y el pesimismo de Strindberg, su
creencia supersticiosa en la herencia y la sombra de Raskolnikov (el
protagonista de Crimen y Castigo de
Dostoyevski), sus tempestuosos amores y su alcoholismo, su profunda
comprensión del mundo natural -bosques, colinas, cielos, mar, hombres, mujeres,
niños- y su horror ante la civilización y el feroz animal humano.
Munch
trasciende su pesimismo a través de la misión transfiguradora que asigna a la
pintura. El artista no es el héroe solitario de los románticos; es el testigo,
en el antiguo sentido de la palabra: el que da fe de la realidad de la vida y
del sentido redentor del dolor de los hombres. El arte es sacrificio y la obra
es la transustanciación de ese sacrificio.
Munch. Death of Marat. 1907 |
[…] Una
de las copias radicales más repetidas
y turbadoras de Munch es la pareja Marat y Carlota Corday, llamada también La
asesina o El asesinato. La primera versión es de 1906 y al principio tenía como
título Naturaleza muerta. Su
comentario es revelador: "He pintado una naturaleza muerta tan bien como
cualquiera de Cézanne -se refiere a un plato de frutas que aparece en el primer
plano- con la única diferencia de que, en el fondo del cuadro, pinté a una
asesina y a su víctima". Las últimas versiones de este cuadro son de 1933
y 1935, un poco antes de su muerte. La comparación con el célebre óleo de David
es instructiva: los personajes abandonan el teatro de la historia, dejan de ser
personajes y se convierten en personas comunes y corrientes. Así, alcanzan una
ejemplaridad más profunda e intemporal […]
La
mujer es uno de los ejes del universo de Munch. El otro es el hombre o, más
exactamente, su soledad: el hombre solo ante la naturaleza o ante la multitud,
solo ante sí mismo. Sus autorretratos son numerosos y pertenecen a todas sus
épocas. Nunca cesó de fascinarlo su persona, pero en esa fascinación no hay
complacencia: es un juicio más que una contemplación y más que un juicio una
disección.
Prometeo
no encadenado a una roca sino sentado en una silla y picoteado no por un águila
sino por su propia mirada. Prometeo es un hombre de hoy, uno de nosotros, no ha
robado el fuego y paga una condena por un pecado sin remisión: estar vivo. El
lugar de su condena no es una montaña en el Cáucaso ni las entrañas de la
tierra: es una habitación cualquiera en esta o aquella ciudad. O una calle por
la que desfilan transeúntes anónimos.
Munch
fue uno de los primeros artistas que pintó la enajenación de los hombres
extraviados en las ciudades modernas. Su cuadro más célebre, El grito, parece una imagen anticipada
de ciertos paisajes de The Waste Land
(obra cumbre de de T. S. Eliot).
Nada
de lo que han hecho los pintores contemporáneos, por ejemplo Edward Hopper,
tiene la desolación y la angustia de esa obra. Oímos El grito no con los oídos sino con los ojos y con el alma. ¿Y qué
es lo que oímos? El silencio eterno. No el de los espacios infinitos que aterró
a Pascal sino el silencio de los hombres. Un silencio ensordecedor, idéntico al
inmenso e insensato clamor que suena desde el comienzo de la historia. El grito es el reverso de la música de
las esferas. Aquella música tampoco podía oírse con los sentidos sino con el
espíritu. Sin embargo, aunque inaudible, otorgaba a los hombres la certidumbre de
vivir en un cosmos armonioso. El grito
de Munch, palabra sin palabra, es el silencio del hombre errante en las
ciudades sin alma y frente a un cielo deshabitado.