'Sin título', 1969. Mark Rothko
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[…] Para la Antigüedad el mundo conforma un cosmos finito, cuya belleza
reside en la limitación. Lo ilimitado, lo infinito son siempre sospechosos para
el griego, porque remiten a una situación caótica, monstruosa, previa a la
determinación de las leyes naturales. El arte no debe tratar de inventar nada,
sino imitar la bella perfección de una naturaleza preexistente. Incluso para Longino lo sublime se integra en lo
bello y se puede hablar con propiedad en él de una belleza sublime. Pero es
cierto que en su tratado (capítulos 35 y 36) encontramos expresiones que
parecen subvertir este orden clásico porque sugieren la insuficiencia de la
naturaleza para un poeta inflamado que, “abandonando las fronteras del mundo”,
alcanza una grandeza supranatural que, a pesar de su imperfección, es sublime.
Aquí se apunta la posibilidad de una sublimidad antibella y antinatural, sin
imitación, que la modernidad, leyendo a Longino a su conveniencia, convertirá
en canónica.
Longino
llegó a la Europa moderna, tras siglos de olvido, por la traducción de su
tratado que en 1674 hizo el académico francés Boileau-Despréaux. Pronto se
apropió del concepto el pensamiento inglés, que lo trasplantó desde los
dominios de la retórica, su lugar original, a los de la psicología de las artes
visuales. Para Addison, en Los
placeres de la imaginación (1712),
estos placeres son de tres clases según los objetos que comparecen a la vista:
lo bello, lo singular y lo grande (los dos últimos acabarán recibiendo el
nombre de pintoresco y sublime, respectivamente). Ante lo grande, dice, “caemos
en un asombro agradable y sentimos interiormente una deliciosa quietud (stillness) y
espanto (amazement)”. Burke,
autor de De lo bello y lo sublime (1757), el texto más influyente en la
materia junto al de Longino, permutará la tríada de Addison por un dualismo
insuperable, definitivo, entre sólo las dos categorías del título, cuyo
antagonismo exaspera hasta el extremo. Lo bello es una sensación sociable, de
placer o amor, que suscita la vista de determinados cuerpos pequeños, graciosos
y delicados. Lo sublime, en cambio, es un deleite solitario. Y en su analítica
de lo sublime Burke caracteriza esta categoría con propiedades romantizadas
contrapuestas a su visión neoclásica o rococó, muy siglo XVIII, de la belleza.
Produce asombro y admiración la contemplación de esos grandiosos fenómenos
desatados en la naturaleza -tempestades, huracanes, terremotos, volcanes en
erupción, la pavorosa majestad de la noche oscura- cuando observamos la
proximidad del peligro que nos amenaza, pero al mismo tiempo nos sabemos a
salvo de él. Y ninguna fuente mayor de lo sublime que el vislumbre de lo que,
por no poder percibir sus límites, presentimos infinito. “La infinidad”,
escribe Burke, “tiene una tendencia a llenar la mente con aquella especie de
horror delicioso (pleasing horror) que
es el efecto más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime”.
Monje al borde
del mar, 1809. Friedrich
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Aquí se
consuma el giro moderno de lo sublime. Por un lado, una belleza natural seca,
simétrica y ornamental; por otro, una sublimidad infinita, en trance,
sobrenatural y por eso mismo deforme o informe. El más consecuente corolario de
este presupuesto lo hallamos, dentro de las artes visuales, en el expresionismo
abstracto norteamericano. En un texto de 1947, The sublime is now, Barnet Newman escribió que “la única pregunta que se
impone hoy es cómo crear un arte de lo sublime”, lo cual requiere, afirma con
radicalidad, una previa destrucción de la belleza. Y ese designio lo creía
cumplido en el arte abstracto de su país, sin imitación de bellas formas
naturales, que “reafirma el deseo natural del hombre por lo exaltado y nuestra
relación con las emociones absolutas”. Y el crítico Rosenblum en The abstract sublime (1961)
conecta Luz y verde sobre azul de
Rothko (1954) con Monje al borde
del mar de Friedrich (1809) para argüir que las raíces
comunes del expresionismo abstracto y la pintura de paisajes del romanticismo
se hallan en el arte de lo sublime.
En su Crítica del juicio (1790) Kant confirma el antagonismo burkeano entre lo
bello y lo sublime, así como la intimidad del segundo con la infinitud. Para
Kant lo sublime -“aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña”-
es un sentimiento despertado por la idea de infinito, una idea que, por el mero
hecho de poder ser pensada por la razón, demuestra la superioridad de nuestro
espíritu sobre la precaria naturaleza. Si la naturaleza es bella por su forma y
su limitación, lo sublime invierte los términos y participa de lo informe e
ilimitado que la idea de infinitud lleva en su vientre. Sólo que ahora, a
diferencia de lo que sucedía en la Antigüedad, esa idea de infinitud no denota
carencia sino, al contrario, plenitud máxima. […]
Font:
Javier Gomá Lanzón. El País.