26 d’abr. 2016

Juan Claudio de Ramón. ¿A qué llamamos arte?

Duchamp. Fountain. 1917, replica 1964
[...] Desde que Marcel Duchamp introdujo un urinario en un museo, se cerró el hiato que separaba el objeto cotidiano del objeto de arte: todo puede ser arte. Poco importa que el propio Duchamp, presintiendo que su gesto conducía al arte a un callejón sin salida, dijera que nunca hubiera esperado que alguien se tomara en serio su travesura. En serio se la tomó Joseph Kosuth, teórico del arte conceptual, que fue quien extrajo, en su ensayo Art after philosophy de 1967, la consecuencia lógica del ready-made: el arte nada tiene que ver con la estética. Desde entonces, desasidos del deber de causar en el espectador una impresión, de belleza o de zozobra, los artistas, orgullosos, han tirado por un lado y el público, desobediente, por otro. La enésima muestra de Velázquez o de un impresionista congrega miles de visitantes, en contraste con las semidesérticas salas de arte contemporáneo y sus instalaciones, solitarias como ermitaños.

Borrell del Caso. Huyendo de la crítica, 1874
Naturalmente, los callejones sin salida tienen una salida: por donde se ha entrado. Para reflotar un arte encallado, confinado en un fortín elitista, se ha de iniciar el camino de regreso. A la belleza, a la representación -como decía Matisse, no existe arte abstracto o todo el arte lo es-, al trabajo bien hecho. Sencillamente, el gusto no es infinitamente elástico. Frente al derrotismo cognitivo que afirma que el arte no puede definirse, lo cierto es que todos tenemos un conocimiento preteórico de lo que merece el calificativo de artístico. Lo explica Dennis Dutton en su importante libro El instinto del arte: llamamos arte a aquello que reúne todas o algunas de estas propiedades arracimadas: es fuente de placer, exige una ejecución habilidosa, obedece a un estilo, es original y capaz de sorprender, se deja comentar por un lenguaje crítico, provoca una emoción, representa o imita experiencias, expresa una personalidad individual, presenta un desafío intelectual, obtiene su identidad del diálogo con la tradición, ocurre en la imaginación y -sobre todo- queda excluido de la vida cotidiana y por lo mismo requiere una atención especial.

[…] Y yo añadiría un atributo más: el arte ilumina una parte de la realidad que estaba en penumbra.

13 d’abr. 2016

Degas. Monotipos. Antonio Muñoz Molina

[...] El monotipo es una técnica de grabado en la que se produce una sola copia: se dibuja en negativo y con tinta negra sobre una plancha de cobre o de zinc a la que se adhiere una hoja de papel, y la plancha y el papel se aplastan juntos en una prensa. Al no usar un buril que hienda el metal con las líneas del dibujo, el monotipo no facilita la precisión, sino más bien la fluidez y la mancha, el trazo expresivo, volúmenes y sombras. Su rapidez de ejecución es tentadora y arriesgada: no hay manera de remediar un error.

[...] Degas, que era muy aficionado a explorar nuevas técnicas y nuevos materiales, en una época en la que la revolución industrial estaba ya deshaciendo las seguridades académicas del arte, descubrió el monotipo hacia 1880 y se dedicó a él con un entusiasmo obsesivo que a sus amigos les parecía alarmante, una manía, una locura. Untaba la tinta directamente con los dedos sobre el metal liso, o con una espátula, o con un trapo cualquiera que estaba a mano en el estudio. Había tenido una formación ortodoxa como dibujante, grabador y pintor, y empezó reverenciando a Ingres y a Rembrandt. Pero quería atrapar el espectáculo de resplandor y fugacidad, de vulgaridad extrema y rara belleza de la gran ciudad contemporánea, ser el pintor de la vida moderna que había reclamado Baudelaire, un equivalente visual de las rápidas estampas escritas del Spleen de París. En esas páginas, publicadas en otro producto moderno de la tecnología, el periódico de difusión masiva, Baudelaire había querido contar lo que todavía era tan nuevo que apenas había sido tratado por el arte: la gran novedad urbana de los bulevares anchos y rectos, flanqueados no por monumentos históricos, sino por grandes cafés, teatros de variedades, galerías comerciales; y no la luz solar de la gran pintura mitológica o heroica o los claroscuros tenebristas de los cuadros religiosos, sino el fulgor todavía reciente de la iluminación artificial que transformaba la noche, los globos amarillentos de los faroles de gas en las calles y en los escaparates de las tiendas; y no mucho después, cuando Baudelaire ya había muerto, pero Degas todavía era un hombre en su plenitud, la transformación todavía más radical que trajo consigo la luz eléctrica.

Era preciso inventar otros colores que revelaran el nuevo aspecto de las figuras humanas y de los objetos. Hacía falta un arte que fuera igual de rápido y entrecortado que los espectáculos que ahora decía representar. El grabado y la fotografía multiplicaban industrialmente el catálogo de las imágenes posibles. La pintura, el dibujo, tenían que sugerir lo fugitivo y lo inacabado, lo visto y no visto, un rostro desconocido en una calle o en un café, un perfil en la ventanilla de un ómnibus, un coche de caballos lanzado al galope por una avenida, el salto de un trapecista bajo los globos de gas en un circo, la cara empolvada y con los labios maquillados de rojo de una cantante de cabaret, iluminada desde abajo por las luces del escenario.

Durante años, en largas temporadas febriles, el monotipo fue la técnica preferida de Degas. Satisfacía su fascinación doble por la inmediatez del dibujo y los efectos de la tecnología. El primer impulso del que mira esas obras es quedarse sobrecogido por su temeridad formal, su originalidad absoluta. No se parecen a casi nada anterior o contemporáneo a ellas. Y dan la impresión de saltar en el tiempo hasta muy avanzado el próximo siglo, como ciertas sonatas de piano y largos pasajes de los cuartetos últimos de Beethoven. [...]