[...] El monotipo es una
técnica de grabado en la que se produce una sola copia: se dibuja en negativo y
con tinta negra sobre una plancha de cobre o de zinc a la que se adhiere una
hoja de papel, y la plancha y el papel se aplastan juntos en una prensa. Al no
usar un buril que hienda el metal con las líneas del dibujo, el monotipo no
facilita la precisión, sino más bien la fluidez y la mancha, el trazo
expresivo, volúmenes y sombras. Su rapidez de ejecución es tentadora y
arriesgada: no hay manera de remediar un error.
[...] Degas, que era muy
aficionado a explorar nuevas técnicas y nuevos materiales, en una época en la
que la revolución industrial estaba ya deshaciendo las seguridades académicas
del arte, descubrió el monotipo hacia 1880 y se dedicó a él con un entusiasmo obsesivo
que a sus amigos les parecía alarmante, una manía, una locura. Untaba la tinta
directamente con los dedos sobre el metal liso, o con una espátula, o con un
trapo cualquiera que estaba a mano en el estudio. Había tenido una formación
ortodoxa como dibujante, grabador y pintor, y empezó reverenciando a Ingres y a
Rembrandt. Pero quería atrapar el espectáculo de resplandor y fugacidad, de
vulgaridad extrema y rara belleza de la gran ciudad contemporánea, ser el
pintor de la vida moderna que había reclamado Baudelaire, un equivalente visual
de las rápidas estampas escritas del Spleen
de París. En esas páginas, publicadas en otro producto moderno de la
tecnología, el periódico de difusión masiva, Baudelaire había querido contar lo
que todavía era tan nuevo que apenas había sido tratado por el arte: la gran
novedad urbana de los bulevares anchos y rectos, flanqueados no por monumentos
históricos, sino por grandes cafés, teatros de variedades, galerías
comerciales; y no la luz solar de la gran pintura mitológica o heroica o los
claroscuros tenebristas de los cuadros religiosos, sino el fulgor todavía
reciente de la iluminación artificial que transformaba la noche, los globos
amarillentos de los faroles de gas en las calles y en los escaparates de las
tiendas; y no mucho después, cuando Baudelaire ya había muerto, pero Degas
todavía era un hombre en su plenitud, la transformación todavía más radical que
trajo consigo la luz eléctrica.
Era preciso inventar
otros colores que revelaran el nuevo aspecto de las figuras humanas y de los
objetos. Hacía falta un arte que fuera igual de rápido y entrecortado que los
espectáculos que ahora decía representar. El grabado y la fotografía
multiplicaban industrialmente el catálogo de las imágenes posibles. La pintura,
el dibujo, tenían que sugerir lo fugitivo y lo inacabado, lo visto y no visto,
un rostro desconocido en una calle o en un café, un perfil en la ventanilla de
un ómnibus, un coche de caballos lanzado al galope por una avenida, el salto de
un trapecista bajo los globos de gas en un circo, la cara empolvada y con los
labios maquillados de rojo de una cantante de cabaret, iluminada desde abajo
por las luces del escenario.
Durante años, en largas
temporadas febriles, el monotipo fue la técnica preferida de Degas. Satisfacía
su fascinación doble por la inmediatez del dibujo y los efectos de la
tecnología. El primer impulso del que mira esas obras es quedarse sobrecogido
por su temeridad formal, su originalidad absoluta. No se parecen a casi nada
anterior o contemporáneo a ellas. Y dan la impresión de saltar en el tiempo
hasta muy avanzado el próximo siglo, como ciertas sonatas de piano y largos
pasajes de los cuartetos últimos de Beethoven. [...]
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