A los
grandes artistas es mejor verlos que oírlos, porque cuando explican sus obras
suelen ser bastante menos convincentes que cuando pintan o esculpen; algunos,
entre los mejores, resultan incluso tan confusos que, oyéndolos o leyéndolos,
se tiene la impresión de que son apenas conscientes de lo que han logrado, o de
que están garrafalmente equivocados sobre las maravillas que producen sus manos
y sus instintos, o de que su genio pasa casi excluyentemente por su
sensibilidad y su intuición, sin tocar su inteligencia.
No es el caso de Eduardo Chillida, desde
luego, a quien, hace unos diez años, dialogando con un crítico en el auditorio
de la Tate Gallery de Londres, oí describir con claridad luminosa su
trayectoria artística, desde sus inicios, cuando esa vocación fue imponiéndose
al estudiante de arquitectura y al portero de fútbol de la Real Sociedad que
era entonces y precipitándolo en una aventura creadora que ha marcado como
pocas el arte de su tiempo. […]
Los
críticos y el propio Chillida han hablado siempre de la manera como este
artista ha buscado hacer emerger la luz escondida en la materia que trabaja, y
es cierto que en sus granitos, alabastros y tierras cocidas hay una luminosidad
a flor de piel que es como la manifestación de una vida secreta, enterrada en
el fondo de la materia, que la destreza y el talento han conseguido desvelar.
Pero, casi tanto como la luz, el viento
parece un habitante obligatorio de las esculturas de Chillida. Por los
pasadizos que abre en la piedra, y que constituyen a veces pequeños laberintos
misteriosos, o en esas elegantes ventanas geométricas que parecen estar allí
para que por ellas se asomen al mundo exterior las criaturas que, según las
leyendas más antiguas, han sido secuestradas y habitan en el corazón de las
rocas y los grandes pedruscos, y aun en las ligeras incisiones que recorren las
estelas o las cúpulas, avenidas, recintos de aire que circundan los gigantescos
brazos de hormigón o de hierro de las obras públicas de gran tamaño, circula
siempre el viento, hálito refrescante, animador, que alegra y aligera el
tremendo volumen. Son piezas imponentes, pero uno no se siente aplastado ni
atemorizado por su potencia, gracias a esa respiración que las humaniza. En las
más grandes, además de circular por toda su geografía, el viento también silba
y canta. [...]
Font: Vargas Llosa. Peinar el viento. El País 8 de julio de 2001
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