Manet. El Bar del Folies Bergère
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[...] Un
día de finales de agosto de 1865, seguramente el jueves 31, hacia las 8 y media
de la mañana, el pintor Édouard Manet desembarcaba en la Estación del Norte,
después de treinta y seis horas de viaje en tren desde París. El motivo de
aquel viaje, por el que había arrastrado la fatiga, la falta de sueño y todas
las incomodidades de un departamento de segunda clase, era su obsesión por
contemplar, en el Museo de Madrid, la obra de Velázquez, “el pintor de los
pintores”, “la realización de mi ideal en pintura”. En el Gran Hotel de París
de la Puerta del Sol (que todavía existe, aunque ya no sea como entonces el
mejor hotel de la capital), Manet se encontró, por un extraño azar, con el
político y empresario de coñac Théodore Duret, que desde entonces se convirtió
en uno de sus más íntimos amigos y en un apasionado coleccionista y crítico de
arte. Juntos irían, al día siguiente, a visitar el Real Museo de Pintura y
Escultura, entonces recién reformado, y la visita superó todo lo esperado. En
una carta a Baudelaire, Manet le contaría con entusiasmo que había visto
treinta o cuarenta cuadros de Velázquez, “todos ellos obras maestras”. Al lado
de Velázquez, “el más grande pintor que haya habido”, Ribera y Murillo le
parecieron “pintores de segundo orden”. Con cierto exceso de celo, Manet
declaró que junto al retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, el Carlos V
en Mühlberg de Tiziano no era sino “un maniquí sobre un caballo de madera”. En
cambio apreció la obra de El Greco, y elogió a Goya como el segundo después de
Velázquez, al que a veces imitaba demasiado.
Manet. El Balcón |
[...] ¿Qué
sería Manet sin el Museo? Un brillante ilustrador de la vida moderna, pero nada
más. Sus mayores provocaciones, como el Almuerzo
en la hierba (nutrido
de El juicio de Paris de Rafael y el Concierto campestre de Tiziano) y la Olimpia (homenaje algo perverso a la Venus de Urbino de Tiziano) no son sino arriesgadas incursiones en el Museo.
Desde hace un siglo, Manet ha sido víctima de su anexión a la generación de los
impresionistas (con los que tuvo una relación fecunda pero nunca exenta de
cierta distancia, en la última década de su vida) y de este modo hemos
terminado viendo en él sólo a un pintor de manchas, que desprecia el tema y la
composición, y destruye con cierta brutalidad la ciencia del claroscuro para
exaltar el carácter plano de la tela como la máxima virtud de la pintura. Pero
si Manet fue un revolucionario lo fue, en alguna medida, a su pesar. Su
modernidad no nace de la ficción de ignorar que haya habido otros pintores
antes que él, sino del afán de medirse con los habitantes del Museo sin
renunciar a sí mismo y a su tiempo. Su empeño es una lucha denodada con los
maestros antiguos [...] que le consagra
incluso cuando sale derrotado. Como Degas o Whistler, compañeros suyos de
generación, se lanza a una ambiciosa revisión de toda la tradición pictórica
europea. Incluida la línea más clásica desde Rafael en adelante. E incorporando
otras tradiciones más o menos relegadas por la Academia: Tiziano y Venecia,
Rembrandt y Holanda y, por supuesto, Velázquez y la tradición española. [...]
Font: Guillermo Solana. Manet entre los suyos
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