Elmyr de Hory |
Hemos podido ver, al
fin, una exposición de Elmyr de Hory, el más célebre de los falsificadores de
obras de arte. No ha sido fácil, nos dicen los organizadores, porque de ese
pintor se conservan más falsificaciones que originales. Este de Hory, judío,
apátrida, playero, fue toda una leyenda, pregonada por la película que
hizo sobre él Orson Wells y abrochada por su suicidio, la víspera de ser
extraditado a su país de origen, donde lo reclamaba la justicia. Cuando yo vi
la exposición, estaba abarrotada de gente, casi tanta como en las otras dos
exposiciones celebradas al mismo tiempo, en las que se exponían muchos de los
pintores que de Hory falsificó.
Elmyr de Hory |
Presumía de Hory, al
que las fotos delatan como un hombre vanidoso, de tener en museos de todo el
mundo cientos de sus cuadros, atribuidos a Modigliani, Monet, Sisley, Pisarro,
Picasso, Matisse y muchos otros. Era la ocasión de mirar detenidamente sus pinturas.
¿Son en verdad iguales que las de los maestros a los que tratan de imitar? Las
pocas que tienen un tema original, algunos retratos de amigos suyos, son
mediocres. Las que imitan el estilo de otros, resultan aún más penosas: si
Picasso levantase la cabeza y viera los pulpos que de Hory quiere hacer pasar
por manos, lo habría denunciado no por fraude, sino por calumnia. Bien. Si uno,
que no es un experto, se da cuenta de esas pifias, no cree que no se dieran
cuenta los conservadores, galeristas y directores de los museos. Es probable
que haya alguna falsificación suya, pongamos por caso, en Barranquilla o en
Astorga. Ahora, duda uno mucho que las encontremos en el Quai d’Orsay. Y
bastaría para saber si son o no falsos no tanto con mirar las pinturas, sino la
gente que rodea al autor en las fotos de época donde aparece, nigromantes y
echadoras de cartas, playboys, cortesanas y petrolistas, en fin, el público al
que suelen recurrir los directores de los museos serios cuando tratan de
dilucidar autorías dudosas.
Elmyr de Hory |
Y claro que los
grandes pintores pueden pintar de vez en cuando un cuadro suyo fallido (que son
los que plagiaba de Hory, especializado en eso, en falsificar todo aquello que
los maestros habrían desechado de sí mismos), pero no se conoce ni una sola
obra maestra de Hory, ni propia ni atribuida a otro, porque lo verdaderamente
original no se puede plagiar; se plagia el estilo, el envoltorio, pero el
sentimiento es el adn de una obra. La exposición de Elmyr de Hory es una de las
más tristes que hayamos visto, y no sólo porque se siga abusando de la buena fe
de los incautos. Lo peor es que con ella se trata de alimentar “el
resentimiento de las masas” hacia lo original, sembrando la duda de que todo
puede ser falso o, al revés, que no hay nada verdadero y genuino en este mundo.
Ha salido uno de allí, sí, un poco irritado, pero no con el pintor, sino con
uno mismo: al fin y al cabo nos hemos dejado arrastrar a una barraca de feria,
en la que hemos visto un drama: el de alguien que no se contentó con empezar de
cero, como aquellos a los que falsificó. Buscaba los aplausos, (¡y de qué
publico!), no el arte, pero la posteridad también ha sido cruel con él: hoy
sabemos que Van Gogh, a quien Hory trató de plagiar su muerte también, no se
suicidó. ¿Qué le queda entonces? Una pobre barraca de feria y el elogio de las
masas.
Font: Andres
Trapiello. La barraca de los falsos. Magazine de La Vanguardia. 3 de marzo de 2013
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