Cuando
Giorgio Morandi murió, el 18 de junio de 1964, en el caballete de su estudio se
encontró su última obra, pulcra y terminada, un lienzo de formato pequeño, como
casi todos los suyos, con una firma nítida en el ángulo inferior izquierdo,
"Morandi", escrita con una caligrafía algo escolar, la firma de
alguien acostumbrado a escribir con letra grande y clara en una pizarra.
Morandi, que apenas salió de Bolonia y vivió siempre en el mismo apartamento
familiar, se ganó la vida muchos años dando clases de dibujo en escuelas
primarias. [...]
Durante
mucho tiempo se preparó él mismo los colores; se complacía en las tareas
manuales, en tensar el lienzo sobre el bastidor, en disponer sobre la mesa del
estudio los objetos que iba a pintar. Giorgio de Chirico dijo de él que vivía
sumergido en la astronomía de las cosas: las más cercanas y vulgares, botellas,
latas panzudas de aceite, jarras, tazas de porcelana, tarros de alimentos,
cajas. [...]
Giorgio
Morandi, después de un periodo juvenil excepcionalmente corto de incertidumbre
y tanteo, se convirtió muy pronto en lo que ya iba a ser siempre, pero en esa
fidelidad a sí mismo no hay ni un rastro de autoindulgencia, igual que no hay
repetición ni receta en el laconismo visual de su mundo: dos o tres
autorretratos, algunos paisajes, una astronomía de objetos dispuestos sobre una
mesa más frugal todavía que las de nuestro Sánchez Cotán. Umberto Eco ha
comparado las naturalezas muertas de Morandi a las variaciones inagotables que
Bach establece a partir de temas muy sencillos. Como en El arte de la fuga o
en las variaciones Goldberg, la sensación que tenemos al mirar uno tras otro
los cuadros de Morandi es la de una familiaridad construida a base de
reiteraciones que están hechas de cambios muy sutiles, como los que observamos
en las formas de la naturaleza, en la perpetua transformación y novedad de lo
mismo. [...]
|
Morandi, Still Life. 1964. Último cuadro
|
El
último cuadro de Morandi lo he visto en el Metropolitan de Nueva York, una
mañana de noviembre, de niebla y llovizna, una niebla que atenuaba los colores
y preparaba la pupila para las tonalidades de una pintura hecha de tenues amarillos
y azules, de grises, de blancos de porcelana y nácar de conchas, de ocres y
marrones que se parecen a los de la tierra otoñal y a los de las hojas
empapadas de lluvia. El cuadro, como casi todos, se llama Natura morta, y
desprende una serenidad que se va volviendo más misteriosa según me voy dejando
atraer por él. Las pinceladas son amplias y ligeras: se ve muy clara su
caligrafía, el modo en que el pincel ha rozado la superficie del lienzo sin
llenarlo de materia cremosa. Es la mano de un hombre de 74 años al que le queda
muy poco tiempo de vida, al que la vista le viene fallando desde hace mucho
tiempo. Una franja horizontal sin volumen ha de ser la mesa; el fondo es otra
franja más ancha, marrón claro. En el centro hay tres objetos, formas rotundas
que sin embargo tienen la más sumaria indicación de volumen, una especie de
ancha botella cónica, una caja vertical junto a ella, de un color azul claro, y
delante un pequeño objeto casi esférico que puede ser un cascabel o quizás
algún tipo de molde de repostería. Las tres mismas cosas aparecen en otros
cuadros de Morandi, y también en las fotografías que se conservan de su
estudio, que parecía más bien una celda, la de un monje o la de un recluso
voluntario, el cuarto con la cama estrecha que hace de sofá y que tal vez es la
misma en la que este hombre durmió de niño, en el principio de su vida quieta,
de su carrera de funcionario menor en una capital de provincia. [...]
"Mi
única ambición", dijo una vez, "es disfrutar la calma que necesito
para trabajar". Tenía la paciencia de dejar que el polvo fuera cubriendo
sus botellas y tazones, amortiguando su brillo, que la luz gastara los colores
de las cajas. Botellas, jarras, cajas, adquirían el perfil de las torres de las
ciudades medievales italianas o de los minaretes y cúpulas de un Oriente
inventado. Por la ventana del estudio entraría una luz nublada de patio
interior. Sus gafas de concha de observador absorto eran el telescopio de
examinar las galaxias que caben en una alacena. [...]
Font: Antonio Muñoz Molina. Astronomía
de Morandi. El País, 15 de noviembre de 2008