Fernando Checa.
El caballero de Toledo
En 1724, cuando
el tratadista español Antonio Acisclo Palomino publicó sus famosas biografías
de artistas españoles, una fuente fundamental para el estudio del arte en
nuestro país, no sólo consagró a Diego Velázquez como el mejor pintor en la
Historia de España y a Las Meninas como su mejor pintura, inaugurando así un lugar
común que llega hasta nuestros días, sino que insertó en su colección una
reticente biografía de El Greco, cuyos ecos resuenan hasta la actualidad. “Pero
viendo -dice- que sus pinturas se equivocaban con las de Tiziano, trató tanto
de mudar de manera, con tal extravagancia, que llegó a hacer despreciable y
ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo, como en lo desabrido
del color”.
El juicio de
Palomino a inicios del siglo XVIII no es el primero de los negativos en torno a
la figura del maestro, que ya había sido criticado, aunque no con tanta
rotundidad, por las plumas del Padre Fray José de Sigüenza o de Carducho ya en
el siglo XVII. Son todos ellos ejemplos, que se podrían prolongar hasta inicios
del siglo XX, del severo juicio y de la incomprensión que buena parte de la crítica europea
experimentó ante la desconcertante pintura del cretense.
El Greco había
nacido en Candia (Creta) el año de 1541 y allí se educó en la tradición
pictórica de la isla, absolutamente versada hacia los modos bizantinos y con
una muy escasa influencia veneciana. Hasta hace muy pocos años no
se conocían pinturas de esta primerísima etapa del artista. Con todo, lo auténticamente excepcional de la
carrera de El Greco fue su transformación de artista bizantino en pintor a la
manera occidental, un caso único en la Historia del Arte.
Esta evolución
tuvo lugar en Italia, país al que El Greco se trasladó seguramente en el año
1567, a Venecia. No sabemos a ciencia cierta si trabajó o no en el taller de
Tiziano, aunque resulta claro que la pintura tonal que practicaba el maestro y
su uso del color le influyó de manera decisiva. De todas maneras, no debemos
olvidar que El Greco escribió que La Crucifixión que Tintoretto
había pintado para la Sala del Albergo de la Scuola de San Rocco le impresionó
tanto que pensaba que era la mejor pintura del mundo. Los diez años de estancia veneciana fueron
decisivos, ya que fue allí donde aprendió a valorar una pintura que no daba
tanta importancia al dibujo como sucedía en Roma o en Florencia en aquella
época.
Pero una
experiencia italiana no era completa en la Italia del Renacimiento sin un
conocimiento de Miguel Ángel Buonarrotti y de la pintura romana. Allí se
encaminó Dominico en 1570 recomendado por un miniaturista croata servidor de la
familia Farnesio, Giulio Clovio, del que realizó un fenomenal retrato. Esta
familia era entonces la más influyente de Roma, incluso uno de sus miembros,
Paulo III, había llegado al trono de San Pedro. Varios años antes, en 1541, se
había inaugurado El Juicio Final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, y todavía
se consideraba este gran fresco la auténtica escuela del mundo. Protegido por
los Farnesio y, sobre todo, por su erudito bibliotecario Fulvio Orsini, El Greco realizó varias obras en Roma, tanto
retratos como, sobre todo, escenas religiosas con temas como La expulsión de
los mercaderes en el Templo, La Curación
del ciego o La Anunciación, de los que
ejecutó varias versiones.
En 1576 abandonó
la Ciudad Eterna para viajar a España. Antes había dicho, al parecer, que
Miguel Ángel era un buen hombre que no sabía pintar. Semejante afirmación ha
hecho correr ríos de tinta hasta la actualidad. Pero Xavier de Salas, en 1947,
estudió lo complejo de las relaciones de El Greco y Miguel Ángel situando el
tema en sus verdaderos términos. Lo que el cretense afirmaba no era otra cosa
que su preferencia por la pintura veneciana, es decir, una pintura basada en el
color y su expresividad, antes que por la pintura romana de Miguel Ángel y discipulos,
fundamentada en el dibujo. Esta era una de las polémicas fundamentales del arte
de la época y El Greco, como otros, tomaba partido.
Instalado en
España en 1576, El Greco experimentó la gran transformación. Abandonando el pequeño
formato realizó obras capitales siguiendo su peculiar interpretación de lo
veneciano, pero sin olvidar nunca la lección romana. El Expolio de la
Catedral de Toledo, el Retablo de Santo Domingo el Antiguo o El
Martirio de San Mauricio para El Escorial son las obras capitales de sus
primeros años españoles. No es posible
resumir las polémicas, controversias y admiraciones que produjeron estas obras.
Es este el momento del inicio de sus fenomenales series de retratos encabezados
por el célebre Caballero de la mano en el
pecho del Prado, presente, junto a otros muchos, en
esta exposición, pero también del rechazo de la mencionada obra de El Escorial
por parte del rey Felipe II. Si a este rechazo, unimos los violentos pleitos
con el Cabildo de la Catedral Primada a cuenta de El Expolio, nos daremos cuenta de lo difícil que se
pusieron las cosas en España para El Greco a poco de su llegada a nuestro país.
Pero ya era demasiado tarde para
rectificar y aquí se quedó hasta su muerte en 1614.
En su biblioteca no tenía ni un sólo libro en
español. La
mayor parte de los 130 volúmenes que llegó a reunir El Greco, una biblioteca
bastante completa para la época, estaban en griego (27) e italiano (67). Entre
los volúmenes clásicos: la Ilíada, Orlando furioso, las obras de Petrarca, Amadís
de Bernardo Tasso... Llegó a tener 19 libros de arquitectura, el arte por
antonomasia entonces, más cinco manuscritos. En uno de ellos trabajaba cuando
murió y su contenido y paradero hoy se desconocen. Tenía volúmenes de perspectiva,
aritmética y geometría. Es curioso saber también que sólo 11 libros eran de
religión y, poco devocionales: 5 de Padres de la Iglesia, pero de la griega,
los que más reflexionaron sobre el papel que desempeñan las obras de arte y su
relación con la divinidad. Tampoco abundaban en su biblioteca los tratados de
arte: sólo uno, el de Giovanni Paolo Lomazzo, justamente el más especulativo de
finales del XVI...
Carmen
Garrido. El Greco, un genio errante
Domenikos
Theotokopulos nació en la antigua Jándaka (Cittá de Candía) alrededor de 1541. Pocos son los datos documentales
y las obras que existen de los inicios de su carrera artística en Creta,
dominada por la República veneciana (1211-1669), aunque el ambiente cultural
que envuelve al pintor en estos años marcará muchos de los rasgos que le acompañaran
durante su carrera. En los pocos iconos que de él se conservan, ya se observan
estos rasgos peculiares derivados de la pintura veneciana, que definen las
diferencias entre las pinturas de sus coetáneos y las suyas: interés por el
mayor movimiento frente al estatismo de la pintura de iconos, por medio de la
disposición de las figuras y el tratamiento del color, a través de la luz que
iluminan sus escenas y realza los detalles.
Aunque su periodo de formación
sigue siendo una incógnita, muchos autores coinciden en relacionar a El Greco
con la elite académica del momento, una corriente que miraba a Occidente, atraída por la nueva pintura del
Renacimiento y las inquietudes intelectuales de los artistas. La herencia
bizantina de su país se mezclaba en estos talleres con los numerosos grabados
que circulaban desde occidente. Este período de juventud es el de la
“transformación de pintor bizantino a artista occidental”, en feliz expresión
de Willumsen.
En 1567 El Greco parte para
Venecia, en
donde, a pesar de ser ya “maestro pintor” desde 1562, quiso formar parte del
más prestigioso taller del momento, el de Tiziano, tal como comenta Giulio
Clovio al Cardenal Farnesio en una carta en donde le recomienda como un joven
de Candía “discípulo de Tiziano”, que era “raro” en la pintura, y al que
avalaba también un magnífico autorretrato.
El
bilingüismo estético que practicó antes de su traslado al Véneto se fue
tornando en un estilo híbrido, donde la influencia veneciana iba haciéndose
cada vez más fuerte, por deseo propio antes de salir de Creta y lo sería
irremediablemente de una manera muy particular más tarde en España. El sentido de la composición y la
búsqueda del espacio, conseguidas a través de su técnica prodigiosapor
el manejo de los materiales y los pinceles, tiene los ojos puestos en Tiziano,
Tintoretto y Jacobo Bassano.
La
evolución que va produciéndose en su técnica pictórica de significación
espiritual, a veces ensimismada y a veces dramática, no perderá el referente de
la gran pintura veneciana que asimiló como propia para siempre en los apenas
tres años que debió de permanecer en la bellísima ciudad.
De todos
es sabido, que El Greco reunió a lo largo de su vida un importante número de
libros en su biblioteca. Gracias a las anotaciones marginales que hizo en las Vidas de Vasari conocemos la opinión que tuvo de
los grandes artistas del momento. Si la admiración superior corresponde a Tiziano, no menos impresión debió
de causarle la grandeza y la audacia de la pintura de Tintoretto (perjudicado al “faltarle el favor de los
prinzipes”; algo fundamental, como reconocería más tarde). También tuvo
elogios, dentro de esta escuela, para Bassano, sobre todo porque “ha tenido la
mayor manera de colorido”.
El
Tríptico de Módena (Galleria Estense, Módena),
magnífico conjunto de transición entre Creta e Italia, con otras obras que le
siguen, como la pequeña tablita de La Anunciación (Museo del Prado) o La
expulsión de los mercaderes del templo (National Gallery, Washington), muestra la
evolución que se evidencia en el terreno de la perspectiva y la expresividad
narrativa. A medida que el tiempo discurre, sus cuadros van haciéndose “mayores” además de en tamaño, en grandeza y
ambición, como una manera de entender el trabajo artístico y al propio artista,
aspectos en el que Venecia -qué duda cabe- tenía mucho que enseñar a El Greco.
Su
periodo romano transcurre entre 1570 y 1576. Él no tenía demasiado que ofrecer a la pintura veneciana ni a sus
clientes, por eso resulta natural que quisiera probar fortuna
con un mecenas poderoso como el Cardenal Alessandro Farnesio, a la vez que
completar su formación académica con el conocimiento del mundo clásico que le
aportaría la ciudad de Roma. Gracias a la carta antes mencionada del
miniaturista Giulio Clovio al cardenal, en la que daba noticia de que el
prometedor artista ya estaba en Roma y que era “asombro de los pintores”, fue
acogido en el Palacio que éste tenía en la ciudad eterna. El cardenal estaba
interesado en terminar la decoración de la pintura al fresco de la Villa
Farnese en Caprarola, para la que no le servía de ayuda el cretense, y los
cuadros que realizó El Greco en este entorno, tales como La
curación del ciego (Galleria
Nazionale, Roma), Retrato de Giulio Clovio o El Soplón (ambas en la Galleria Nazionale de
Capodimonte, Nápoles), aunque eran obras de calidad, no nos hablan de la
rentabilidad de su genio.
Sin
embargo, en esos momentos, pintó una serie de retratos, entre ellos el Retrato
de un arquitecto (Statens
Museum, Copenhague) y el Retrato de Giulio Clovio, que
inducen a no desechar la idea de que fuera acogido en el Palacio
fundamentalmente como retratista, tal como se elogiaba en la carta de
recomendación mencionada. Tras ser expulsado del Palacio en 1572, por una acusación falsa, según
él, paga el ingreso en la Academia de San Lucas en Roma, paso
necesario para abrir tienda y ejercer libremente la pintura en la ciudad, lo
que indica que pensaba ganarse la vida como pintor independiente. El futuro en
Roma, o en Venecia, de un pintor maduro expulsado del Palacio Farnese con un estilo difícil de doblegar a
otros intereses más que los artísticos, la impertinencia de su
orgullo irascible, las airadas críticas a otros pintores (recuérdese que
calificó a Miguel Ángel como ese “buen hombre que no supo pintar”) debieron obligarle a entender que
era necesario abrirse camino en un lugar diferente, y en realidad ninguno era
mejor que España, donde el Monarca más poderoso del mundo,
Felipe II, el mayor cliente de Tiziano, estaba envuelto en la colosal
decoración del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ávido de pintores
italianos.
A pesar
de sus comentarios sobre el pintor de la Capilla Sixtina, en los inicios de su
etapa española se deja sentir con fuerza su influencia, especialmente en la
voluminosidad y corporeidad de sus figuras. La mezcla de las dos escuelas
italianas fue fundamental para el desarrollo de su pintura.
Al
llegar a España, sus primeros encargos documentados los hizo para Toledo,
concretamente el retablo mayor de Santo Domingo el Antiguo y El Expolio de la Sacristía de la Catedral de Toledo,
empezando con este último el primer pleito de una larga lista de
confrontaciones y litigios que le persiguieron toda su vida. Al no agradar al
Cabildo, no volvió a pintar para ellos.
Por otra
parte, la esperanza de entrar a formar parte del círculo del artista que
participaba en la decoración del Monasterio escurialense, se desvaneció después
de realizar El martirio de San Mauricio y la
legión tebana, para ser
expuesto en uno de los altares de la iglesia. Tal vez su marcado estilo y
ciertos aspectos iconográficos, estaban lejos del “oficial” de la corte y la
fórmula manierista de la contrarreforma, que dirigía con rigor su política de
propaganda y adoctrinamiento por encima de todo. Tras la breve incursión en la
corte, El Greco se
instalaría definitivamente en Toledo, estableciendo un taller relativamente
estable y del que
formaron parte, entre otros, Francisco Proboste, Luis Tristán y su hijo Jorge
Manuel, que nació al año siguiente de su llegada a España.
El Greco fue valorado por un
sector de la intelectualidad y el clero toledano, lo que le permitió
continuar, hasta su muerte en 1614, su desarrollo como artista. Algunos de
ellos le posibilitaron sus grandes realizaciones, como El
entierro del Señor de Orgaz en
1586 para la iglesia de Santo Tomé, y en 1600 el gran retablo del Colegio de
Doña María de Aragón, junto al Alcázar de Madrid.
De su
amistad con algunos eruditos y personalidades del ámbito universitario,
eclesiástico y político surgieron algunos de sus mejores retratos, como los de
Covarrubias, Paravicino o Cevallos. También hizo otros como el del Cardenal
Niño de Guevara, en donde se reflejan las diferencias personales que tenían, lo
que demuestra su facilidad para captar la personalidad y el carácter de cada
uno.
Su
actividad artística transcurría entre la realización de los lienzos para la
Iglesia de la Caridad de Illescas, además de los antes citados, los de la
Capilla de San José (Toledo) y los cuadros de altar, entre los que podríamos
destacar La Inmaculada
Oballe (Museo de Santa
Cruz) o el gran lienzo de la Adoración de los pastores, pintado para decorar la capilla que
cobijaría el enterramiento familiar en el convento de Santo Domingo el Antiguo,
el mismo en donde recibió su primer encargo en Toledo, cerrando así el ciclo
tanto en la vida del pintor como en su trayectoria artística.
El Greco creó y desarrolló
numerosos temas religiosos recurrentes entre los que se
encuentran las representaciones de santos, escenas marianas y de la vida de
Cristo. Temas iconográficos, como el de Las lágrimas de San Pedro, La
Magdalena penitente, La Sagrada Familia, San Francisco y sus apostolados...La
repetición de estos modelos fue una constante en su producción y en la de su
taller, por el éxito que alcanzaron sus imágenes ciertamente “icónicas”.
El Greco
creó un nuevo lenguaje pictórico en Toledo, partiendo de lo aprendido en
Italia. Quizá los grandes lienzos utilizados para los retablos fueron desde el
inicio el marco idóneo para desplegar todo su conocimiento y talento pictórico.
Desde sus pequeñas obras pintadas sobre tabla en Creta e Italia, donde fue
incorporando el lienzo como soporte, hasta los de mantel, tan utilizados por
los pintores del Véneto para conseguir escenas de gran formato sin hacer
costuras. Las grandes pinturas toledanas fueron hechas sobre este mismo tipo de
telas, aunque las españolas no son tan gruesas, y crean junto con la
imprimación un movimiento sobre la superficie pictórica que reverbera por la
incidencia de la luz. La tonalidad del fondo óptico -que va del gris al naranja
oscuro- fue esencial para el pintor, recurso que aprende de sus admirados
artistas venecianos, ya que este tono se suma a los del resto de la obra al
quedar visible en muchas zonas.
Los
materiales que empleó fueron los que se usaban en la época, pero sus métodos de
trabajo, las mezclas de pigmentos y el aglutinante de gran pureza, así como la
manera genial de aplicarlos, es lo que hace que sus obras sean diferentes.
Es el maestro del color. Por
medio de la luz con la que invade sus escenas consigue que la propia materia
desprenda una intensa luminosidad desde adentro hacia afuera. Pinta por transparencias,
al superponer sobre capas más compactas otras de glacis y veladuras. Esto crea
una traslucidez de la materia por la que podemos penetrar en profundidad en las
obras. Sus oscurecimientos con las lacas rojas, los verdes de cobre o los
negros, hacen que nuestra visión penetre por sugerentes sombras. Al mismo
tiempo, los realces de las luces con el albayalde o el amarillo de plomo y
estaño hacen salir hacia fuera lo que le interesa, al puntualizar las zonas más
iluminadas. Las superposiciones de tonos diferentes son muy comunes en su
pintura.
Es también un maestro de la
composición, y a través de las luces y las sombras modela las figuras y sus
vestiduras, crea
los diferentes planos de la escena y la perspectiva, que si bien comenzó en
Venecia siendo lineal, en Toledo la consigue a través de la atmosfera y el
espacio. Los personajes se imbrican unos con otros, llenando todo el espacio y
amoldándose en algunos casos incluso al formato de los propios lienzos, para lo
que no dudaba en deformar las figuras. Este genio, que trabajó “a la prima”,
con pinceles y pinceladas de todas formas y maneras, hizo avanzar la pintura,
influyendo en Velázquez y Goya, y en el desarrollo de la pintura del siglo XX.
José Riello. Un raro
autodidacta
El caso del Greco es uno de los
más peculiares para analizar el arduo camino que un pintor de su tiempo tenía
que recorrer desde la condición de artesano a la de artista.
Perteneció a una familia de confesión ortodoxa dedicada al comercio marítimo
cuyos miembros, como el resto de habitantes de Creta, eran súbditos de la
República de Venecia, en cuya administración trabajaron algunos familiares del
pintor. En el interior de la isla abundaba el pastoreo y la agricultura además
de cierto comercio artesanal, mientras las actividades relacionadas con la
pesca se desarrollaban en la costa. Se ha supuesto que recibió una formación humanística
que incluía el estudio del griego, el latín y el italiano pero, sin embargo, y
aunque sea seguro que habló y escribió griego y que hablaría dialecto
veneciano, no parece que aprendiera latín. Lo más probable es que no tuviera recursos para financiarse una formación
esmerada y que, por contra, sólo aprendiera
primeras letras y matemáticas elementales.
Hay que
considerar que una educación humanística tampoco le serviría de mucho para
ejercer su oficio de pintor como se entendía en Creta durante su juventud, para
lo que lo único preceptivo era aplicar las fórmulas de representación de la
pintura de iconos, luego más bien habría que suponerle una cultura autodidacta y no por lo que vivió en su isla
natal, que no fue mucho ya que se trasladó a Italia con 26 años, sino por lo que le tocó vivir y cómo
le tocó vivir en Venecia y en Roma.
A
Venecia debió de llegar en 1567. Tras la caída de Constantinopla en manos de
los turcos en 1452, la ciudad sufrió una profunda crisis económica que se
agravaría con el tiempo aunque, al calor de la Universidad de Padua y de la
reconversión agraria que la aristocracia promovió en sus propiedades de la
terraferma, siguió
siendo un destacadísimo foco cultural en el que, además, la imprenta había
alcanzado un nivel difícilmente parangonable. Son muchas las especulaciones
sobre el cambio que la pintura del Greco experimentó tras su llegada y aún son
numerosas las dudas sobre con quién contactó en la ciudad y con quién culminó
su formación. A pesar de lo dicho tradicionalmente, es probable que no tuviera una
relación profesional con Tiziano y, de hecho, las pinturas que hizo en Italia
tienen mayor afinidad con las de Tintoretto y los Bassano, aunque tampoco quepa establecer una relación de
discipulado. Fueron muchas las dificultades que un pintor como el Greco pudo
encontrar al intentar prosperar en el ambiente artístico veneciano que,
conservador y artesanal, se basaba en la preponderancia del taller familiar y
del gremio y concebía el arte como una empresa que enmaridaba a oficiales y
aprendices y todos subordinados a las directrices del maestro, circunstancias
que mal se avendrían con el individualismo del Greco.
No hay
noticia de que formara parte de tal ambiente y sólo han podido elaborarse
hipótesis más o menos acertadas; además, a tenor de las obras que se le
atribuyen y que podrían fecharse en esa época veneciana, cabe sospechar una
ausencia casi total de clientela veneciana. El Greco, en Venecia, tenía poco
que ofrecer, pero probablemente hizo un esfuerzo titánico por ponerse al día para dominar
el lenguaje de la pintura y la teoría artística occidental mediante
una labor autodidacta intensísima en la que no solo fueron importantes las
pinturas que pudo ver, sino también los libros que pudo leer para asimilar las
doctrinas artísticas en boga, paliar sus carencias y adaptarse al entourage artístico
en que pretendió medrar.
Era un
lugar común en la época considerar que el conocimiento de las “letras” y el
contacto directo o a través de la lectura con personas letradas eran muy
beneficiosos para un pintor. Desde este punto de vista, es posible que el Greco
conociera a miembros de familias tan importantes como los Calbo, los Michiel o,
sobre todo, los Grimani y que, personalmente o más bien a través de sus obras,
se relacionara con algunos de los hombres más cultos del momento como Daniele
Barbaro o Andrea Palladio, contactos que se acentuarían en la Roma papal.
Cuando el Greco llegó a la ciudad hacia 1570 aún
coleaban las consecuencias del Concilio de Trento, que supuso la escisión de la cristiandad y que
acabaría también repercutiendo en las artes que, desde entonces, hubieron de
ponerse al servicio de la Iglesia católica.
El 16
de noviembre de ese año el miniaturista Giulio Clovio pidió al cardenal
Alejandro Farnesio, uno de los protagonistas de la Contrarreforma, que
concediera una estancia en su palacio romano a “un joven candiota discípulo de
Tiziano, que a mi juicio parece raro en la pintura”. El cardenal atendió los ruegos
de Clovio y el Greco pudo presenciar y participar en los debates del más alto
calado que se daban entre intelectuales del entorno de Farnesio como su
bibliotecario Fulvio Orsini, el arquitecto Vignola y un grupo de españoles
entre los que despuntaban Alfonso y Pedro Chacón, quizá Benito Arias Montano o
Luis de Castilla, quien le procuraría los primeros encargos en España. Aún así, el Greco, en Roma, debió ser
considerado también como un pintor arcaico que, por lo demás, era un fanático
del color y del estudio de la naturaleza, considerados aspectos superficiales en el contexto
artístico romano. Por si fuera poco, era un foráneo extraño y pretencioso, y
acabaron echándolo del palacio en 1572 aunque todavía no se conozca el motivo
concreto de su expulsión. En todo caso, el pundonor autodidacta del Greco debió
de enfatizarse al amparo de la corte Farnesio, máxime si era consciente, como
debía serlo, de que entonces tenía ya 30 años.
Algunos de los integrantes de ese
círculo le convencerían para que se mudara a España con la promesa de que
encontraría una situación profesional provechosa. Son conocidos los relativos fracasos del Greco
ante Felipe II y el cabildo toledano, pero lo cierto es que llegó a Toledo con
37 años y allí permaneció hasta el final de sus días, pues Toledo era entonces
Sede Primada de las Españas, es decir, primera entre los arzobispados
hispánicos y segunda más rica después de la de Roma y, como tal, la ciudad más
importante del país incluso por encima de Madrid, donde Felipe II había establecido
su corte de forma permanente en 1561. No en vano trabajo tuvo por demás, aunque
muriera casi pobre, y congenió con algunos eruditos como los hermanos Antonio y
Diego de Covarrubias, Pedro Salazar de Mendoza, Hortensio Félix Paravicino y,
acaso, Góngora, más
otros pocos que supieron apreciar su rara pintura, hasta que falleció el 7 de
abril de 1614 a los 73 años.
Entre los bienes que dejó había
130 libros que probablemente comenzó a adquirir cuando llegó a Venecia y cayó en la cuenta de que tenía que ponerse al día
en el dominio de la pintura, harto distinta a como la había concebido hasta
entonces. Siguió comprando libros en Roma y su biblioteca no dejó de crecer
hasta el final de su vida en Toledo. Lo que destaca en ella es su variedad lingüística y temática, pues tenía
libros en griego, italiano y “de romance” y, además de algunos libros
relacionados con las artes, sobre todo de arquitectura, clásicos antiguos como Homero, Aristóteles,
Flavio Josefo, Jenofonte, Luciano, Plutarco o Esopo, y modernos como Petrarca o
Ariosto, junto con textos de santos como Justino, Dionisio, Juan Crisóstomo o
Basilio, hagiografías y los decretos del Concilio de Trento, libros que
consideraría esenciales para representar los asuntos religiosos con decoro.
Entre todos los volúmenes destacan dos: la edición del tratado de arquitectura
de Vitruvio que Daniele Barbaro publicó en 1556 y la segunda edición de las Vidas
de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos de
Giorgio Vasari, publicada en 1568. En sus márgenes el Greco fue anotando las
reflexiones que la lectura le motivaba y en ellas cabe atisbar a un artista
culto y preocupado por el alcance teórico y las maravillas de la pintura, que
juzgaba como una “ciencia especulativa”, pero sobre todo a un artista seguro de
unas convicciones a las que había llegado con su propio estudio y su trabajo.
No
puede extrañarnos que él mismo se considerara un extravagante y que en ciudades
tan dispares como Candia, Venecia, Roma, Madrid o Toledo, siempre proyectara de
sí mismo una imagen de artista singular o, por decirlo con sus propias
palabras, se mostrara como uno de esos hombres eminentes “que no se hallan sino
rara vez”.
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