Hay
azules que no se olvidan. El mar de Formentera. La mirada de Julie Christie en Doctor Zhivago. El
azul de los ojos de Miró: cristalino, limpio, casi transparente y al mismo
tiempo vital, vigoroso, alegre. El mismo azul que vieron en las constelaciones
sus Constelaciones, ya
inseparables unas de otras. El mismo azul que inventó los colores de un lapidario
poético, como el ojo del joyero ve jardines y arborescencias donde los demás no
vemos nada. El mismo azul que descifró un huerto como una fórmula alquímica de
la felicidad, piedras y trozos de madera como anatomías mágicas o la tierra
como el lugar de donde surgen todos los sueños. “Hay que mirar al suelo o al cielo:
ahí está todo”, decía, y cuando conocí a Joan Miró sólo habló de poesía:
Max Jacob, René Char y J.V. Foix fueron los nombres.
Nunca he sabido discernir, en el caso de Miró, dónde
estaban los límites entre pintura y poesía o si esos límites existían. Si las Constelaciones no
eran más que otro alfabeto y cada una de ellas un poema misterioso, con los
Stukas al fondo, sobrevolando el cielo francés, o una sucesión de paisajes
celestes que hacían estallar el firmamento de la pintura desde dentro. Como
nunca he sabido tampoco, si los títulos de sus cuadros eran poemas en sí para
atrapar e indicar el territorio que iba a contemplarse, tan hipnótico como sólo
puede llegar a serlo la naturaleza. Hace años compuse un puzzle con varios títulos
de pinturas de Miró: “La Reina Luisa de Prusia contempla las constelaciones,
mientras las libélulas de madame K se guían por el guante blanco del acomodador
del music hall entre
los pájaros del carnaval de Arlequín”. Sólo añadí alguna preposición y luego me
acordé de los largos títulos crípticos de los poemas de Foix, uno de los poetas
que Miró había citado en su casa. Pero, ¿no era eso limitar la poesía de Miró,
el lenguaje de Miró?.
Hay un alfabeto mironiano, unos signos que forman “la
invención de una escritura” -el término es del poeta Jacques Dupin, su mejor
hermeneuta-, cuya sencillez oculta la complejidad que late bajo el mismo.
Como en su mirada azul, casi transparente y lo que no veíamos tras ella. ¿Basta
el surrealismo para definir a Miró? ¿El mismo surrealismo que acabó
calcificando la poesía francesa del siglo XX? ¿El mismo surrealismo que abrió
algunas ventanas en la poesía española de la época -Aleixandre, o el Lorca de
Poeta en Nueva York- para quedar luego en corrientes de aire y algún portazo de
vez en cuando? La poesía de Miró se escapa incluso a esos límites informes
y magmáticos. Hay una revelación en las Constelaciones que marca toda la obra posterior y que va más allá
de cualquier límite para ingresar en el territorio de lo clásico. Es decir, de
lo eterno. Y eso sucede en el comienzo de la ocupación de Francia, mientras
Miró intenta huir con su mujer y su hija, lejos de dónde. “Lo veía todo
perdido... -dirá el pintor-. Tenía la certeza de que no me dejarían pintar ya
más, de que sólo podría ir a la playa a dibujar en la arena o trazar figuras
con el humo del cigarrillo”. Y en sus Cuadernos escribe sobre esos nuevos signos
que lo salvarían: “Que sean poesía pura” ... “Que sean desinteresados como un
buen poema o como el sonido del aire y el vuelo de un pájaro”. Años después
dirá: “Ya no me quedaba en el mundo nada más que la poesía”. Como una oración.
En esa poesía sin límites seguimos viviendo nosotros: en la luz de Miró y la
ironía de Miró, en el color y la sensualidad de Miró, en el misterio y la
revelación inagotable de Miró. Y en el mar, los sueños. “Hay que mirar al suelo
o al cielo: ahí está todo”.
Font: http://www.elcultural.es/version_papel/ARTE/29845/Mironiana
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