21 de juny 2014

Marguerite Yourcenar. El tiempo, gran escultor

El día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, empieza. Se ha salvado la primera etapa que, mediante los cuidados del escultor, la ha llevado desde el bloque hasta la forma humana; una segunda etapa, en el transcurso de los siglos, a través de alternativas de adoración, de admiración, de amor, de desprecio o de indiferencia, por grados sucesivos de erosión y desgaste, la irá devolviendo poco a poco al estado de mineral informe al que la había sustraído su escultor.

No hace falta decir que ya no nos queda ninguna estatua griega tal y como la conocieron sus contemporáneos: apenas sí advertimos, por aquí y por allá, en la cabellera de algún Core o de algún Curos del siglo VI, unas huellas de color rojizo, semejantes hoy a la más pálida alheña, que atestiguan su antigua cualidad de estatuas policromadas, vivas con la vida intensa y casi terrorífica de maniquíes e ídolos que, por añadidura, fueron también obras de arte. Estos duros objetos, moldeados a imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia. Han cambiado igual que el tiempo nos cambia a nosotros. Las sevicias de los cristianos o de los bárbaros, las condiciones en que pasaron bajo tierra sus siglos de abandono hasta el momento del descubrimiento que nos los devolvió, las restauraciones buenas o torpes que sufrieron o de las que se beneficiaron, la suciedad o la pátina auténticas o falsas, todo, hasta la misma atmosfera de los museos en donde hoy yacen enterrados, contribuye a marcar para siempre su cuerpo de metal o de piedra

Algunas de estas modificaciones son sublimes. A la belleza tal y como la concibió un cerebro humano, una época, una forma particular de sociedad, dichas modificaciones añaden una belleza involuntaria, asociada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. Estatuas rotas, sí, pero rotas de una manera tan acertada que de sus restos nace una obra nueva, perfecta por su misma segmentación: un pie descalzo apoyado sobre una baldosa, una mano pura, una rodilla doblada en la que reside toda la velocidad de la carrera, un torso al que ningún rostro nos impide amar, un seno o un sexo en el que reconocemos mejor que nunca la forma de flor o de fruto, un perfil en el que sobrevive la belleza en una completa ausencia de anécdota humana o divina, un busto de rasgos corroídos, a mitad de camino entre el retrato y la calavera. Tal cuerpo comido por el tiempo recuerda a un bloque de piedra desbastado por las olas, tal fragmento mutilado apenas difiere del guijarro o de la piedrecilla pulida recogida en una playa del Egeo. El perito, sin embargo, no lo duda: esa línea borrosa, esa curva que allá se pierde y más allá se recupera, sólo puede provenir de una mano humana, y de una mano griega que trabajó en tal lugar y en el curso de tal siglo. Todo el hombre está ahí, su colaboración inteligente con el universo, su lucha contra el mismo, la derrota final en que el espíritu y la materia que le sirve de soporte perecen casi al mismo tiempo. Su intención se afirma hasta el final en la ruina de las cosas.

Algunas estatuas expuestas al viento del mar poseen la blancura y la porosidad de un bloque de sal que se desmorona; otras, como los leones de Delos, dejaron de ser efigies de animales para convertirse en fósiles blanqueados, en huesos expuestos al sol a la orilla del mar. Los dioses del Partenón, a los que ataca la atmósfera londinense, se van convirtiendo en algo parecido a un cadáver o a un fantasma. Las estatuas restauradas y a las que los restauradores del XVIII añadieron una falsa pátina, con objeto de ponerlas a tono con los parquets relucientes y los pulidos espejos de los palacios de papas y príncipes, tienen en su aspecto una pompa y una elegancia que no es antigua, pero que evoca las fiestas a las que asistieron, dioses de mármol retocados según el gusto de los tiempos y que se codearon con efímeros dioses de carne. Hasta sus hojas de parra los visten como si fuesen un traje de época. Obras menores a las que nadie se preocupó de resguardar en galerías o pabellones hechos para ellas, dulcemente abandonadas al pie de un plátano, a la orilla de una fuente, adquieren a la larga la majestad o la languidez de un árbol o de una planta; ese fauno velludo es un tronco cubierto de musgo; esa ninfa inclinada se parece a la madreselva que la besa.

Hay otras que sólo a la violencia humana deben la nueva belleza que poseen: el empujón que las tiró del pedestal, el martillo de los iconoclastas, las hicieron lo que son. La obra clásica se impregna de patetismo, de este modo, los dioses mutilados parecen mártires. En ocasiones, la erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que ya no pertenece a escuela alguna ni a ningún tiempo: sin cabeza, sin brazos, separada de su mano recientemente hallada, desgastada por toda las ráfagas de las Espóradas, la Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y de cielo. […]

18 de juny 2014

El Greco. Félix de Azúa. Deconstruyendo a Theotocópuli

[...] A lo largo del siglo XX el Greco no fue sino un "intérprete del alma castellana" (Cossío), cuando no un meteoro de Asia: "Lo oriental, lo occidental, todo se anega en el españolismo de la obra del Greco" (Gómez de la Serna). Nada de eso es congruente con el análisis actual de su pintura, ni con la simple visión de su biblioteca.

[...]En el primer inventario, el de 1614, figuran ciento treinta libros. Es una biblioteca considerable para un pintor. La de Velázquez ("erudito pintor", le llamaba Palomino) tenía ciento cincuenta y cuatro. La de Rubens, el más rico e instruido de los pintores de su época, contaba quinientos. Esa pasión estudiosa responde al proceso (que conoció en Venecia, hacia 1567) de ascenso intelectual de los pintores, los cuales, de pertenecer a los gremios artesanos (mecánicos) se alzarían a ser "artistas" (liberales) en un doloroso calvario de doscientos años. No en vano Pacheco dijo de él que era "gran filósofo de agudos dichos", sentencia que hay que tomar con prudencia porque Theotocópuli, en los treinta y pico años que vivió en España, sólo logró farfullar un español plagado de italianismos.

Modigliani se inspiró en 'El caballero de la
mano en el pecho' para su cuadro 'Paul Alexander'
¿Qué queda cuando al Greco le amputamos la mística, la espiritualidad flamígera y el delirio pío? Queda la pintura. Una de las más singulares de la historia. Algo así como si al Tintoretto de San Rocco le hubieran injertado el cielo estrellado de Van Gogh. Pintura saturada de color, pero no la limpia coloratura florentina y ni siquiera la más oscurecida de Roma, sino otra inventada por el griego, un cromatismo único, inconfundible, espectral: la dramática luminosidad del nocturno toledano, verdadero hápax del paisajismo. Es esa originalidad portentosa, "la falta de simetría, la distorsión de las proporciones, las incongruentes libertades iconográficas, la negación del espacio, el trabajo directo sobre el lienzo con manchas de color" (Hadjinicolau), lo que ha emocionado tan poderosamente a los artistas modernos. 

[...]Tras un periodo de olvido, la pintura de Theotocópuli regresó de la mano del romanticismo tardío, pero después de seducir a los ochocentistas siguió su camino a lo largo del siglo XX y entró de lleno en la invención de las vanguardias. Su obra es una de las presencias antiguas más extensas: cubismo, expresionismo, surrealismo, abstracción, su espíritu reaparece en casi todos los movimientos. [...]

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