El día en que una estatua está
terminada, su vida, en cierto sentido, empieza. Se ha salvado la primera etapa
que, mediante los cuidados del escultor, la ha llevado desde el bloque hasta la
forma humana; una segunda etapa, en el transcurso de los siglos, a través de
alternativas de adoración, de admiración, de amor, de desprecio o de
indiferencia, por grados sucesivos de erosión y desgaste, la irá devolviendo
poco a poco al estado de mineral informe al que la había sustraído su escultor.
No hace falta decir que ya no nos
queda ninguna estatua griega tal y como la conocieron sus contemporáneos:
apenas sí advertimos, por aquí y por allá, en la cabellera de algún Core o de
algún Curos del siglo VI, unas huellas de color rojizo, semejantes hoy a la más
pálida alheña, que atestiguan su antigua cualidad de estatuas policromadas,
vivas con la vida intensa y casi terrorífica de maniquíes e ídolos que, por
añadidura, fueron también obras de arte. Estos duros objetos, moldeados a
imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo
equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia. Han cambiado igual
que el tiempo nos cambia a nosotros. Las sevicias de los cristianos o de los
bárbaros, las condiciones en que pasaron bajo tierra sus siglos de abandono
hasta el momento del descubrimiento que nos los devolvió, las restauraciones
buenas o torpes que sufrieron o de las que se beneficiaron, la suciedad o la
pátina auténticas o falsas, todo, hasta la misma atmosfera de los museos en
donde hoy yacen enterrados, contribuye a marcar para siempre su cuerpo de metal
o de piedra
Algunas de estas modificaciones
son sublimes. A la belleza tal y como la concibió un cerebro humano, una época,
una forma particular de sociedad, dichas modificaciones añaden una belleza
involuntaria, asociada a los avatares de la historia, debida a los efectos de
las causas naturales y del tiempo. Estatuas rotas, sí, pero rotas de una manera
tan acertada que de sus restos nace una obra nueva, perfecta por su misma
segmentación: un pie descalzo apoyado sobre una baldosa, una mano pura, una
rodilla doblada en la que reside toda la velocidad de la carrera, un torso al
que ningún rostro nos impide amar, un seno o un sexo en el que reconocemos
mejor que nunca la forma de flor o de fruto, un perfil en el que sobrevive la
belleza en una completa ausencia de anécdota humana o divina, un busto de
rasgos corroídos, a mitad de camino entre el retrato y la calavera. Tal cuerpo
comido por el tiempo recuerda a un bloque de piedra desbastado por las olas,
tal fragmento mutilado apenas difiere del guijarro o de la piedrecilla pulida
recogida en una playa del Egeo. El perito, sin embargo, no lo duda: esa línea
borrosa, esa curva que allá se pierde y más allá se recupera, sólo puede
provenir de una mano humana, y de una mano griega que trabajó en tal lugar y en
el curso de tal siglo. Todo el hombre está ahí, su colaboración inteligente con
el universo, su lucha contra el mismo, la derrota final en que el espíritu y la
materia que le sirve de soporte perecen casi al mismo tiempo. Su intención se
afirma hasta el final en la ruina de las cosas.
Algunas
estatuas expuestas al viento del mar poseen la blancura y la porosidad de un
bloque de sal que se desmorona; otras, como los leones de Delos, dejaron de ser
efigies de animales para convertirse en fósiles blanqueados, en huesos
expuestos al sol a la orilla del mar. Los dioses del Partenón, a los que ataca
la atmósfera londinense, se van convirtiendo en algo parecido a un cadáver o a
un fantasma. Las estatuas restauradas y a las que los restauradores del XVIII
añadieron una falsa pátina, con objeto de ponerlas a tono con los parquets
relucientes y los pulidos espejos de los palacios de papas y príncipes, tienen
en su aspecto una pompa y una elegancia que no es antigua, pero que evoca las
fiestas a las que asistieron, dioses de mármol retocados según el gusto de los
tiempos y que se codearon con efímeros dioses de carne. Hasta sus hojas de
parra los visten como si fuesen un traje de época. Obras menores a las que nadie se
preocupó de resguardar en galerías o pabellones hechos para ellas, dulcemente
abandonadas al pie de un plátano, a la orilla de una fuente, adquieren a la
larga la majestad o la languidez de un árbol o de una planta; ese fauno velludo
es un tronco cubierto de musgo; esa ninfa inclinada se parece a la madreselva
que la besa.
Hay otras que sólo a la violencia
humana deben la nueva belleza que poseen: el empujón que las tiró del pedestal,
el martillo de los iconoclastas, las hicieron lo que son. La obra clásica se
impregna de patetismo, de este modo, los dioses mutilados parecen mártires. En
ocasiones, la erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres
se unen para crear una apariencia sin igual que ya no pertenece a escuela
alguna ni a ningún tiempo: sin cabeza, sin brazos, separada de su mano
recientemente hallada, desgastada por toda las ráfagas de las Espóradas, la
Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y de cielo. […]
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