Madame Cézanne en el
invernadero. 1891
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La señora Cézanne se
ponía un vestido, se sujetaba el pelo en un moño, se sentaba en una silla o en
un sillón con las manos juntas sobre el regazo y se quedaba inmóvil durante
horas, nunca sabía con antelación cuántas, inmóvil y callada, porque a su marido
no le gustaba que lo distrajeran, mirando al vacío, o mirándolo a él de
soslayo, casi siempre cuando él no tenía los ojos alzados hacia ella, los ojos
fijos y a la vez tan ausentes, entre la observación casi clínica y el puro
ensimismamiento. Una vez él le había ordenado a una modelo: “¡Sé una manzana!”.
A su mujer no tenía que darle esas instrucciones, porque llevaba viviendo con
él y posando para él desde que ella tenía 19 años, una de esas muchachas de
clase obrera a las que los pintores usaban como modelos y a las que hacían sus
amantes. Ella posaba en una escuela de pintura y ganaba algo más de dinero
trabajando como encuadernadora. En muchos de los retratos que le hizo él tiene
las manos juntas, en el regazo del vestido, unas manos fuertes que se ven más
detalladas en los dibujos.
En alguno de los
retratos al óleo está cosiendo, sin duda porque él le había indicado que lo
hiciera. Sería un alivio ocuparse con algo, distraer la mirada y las manos,
aunque lo más probable es que él no le permitiera coser de verdad, ya que
cualquier movimiento o cualquier ruido alterarían su concentración. Él elegía
el vestido que debía ponerse y la silla recta o el sillón más confortable en el
que debía sentarse, y también el fondo, casi nunca el mismo de un retrato a
otro, una cortina, una pared con un dibujo de papel pintado barato, una tapia
de jardín. Unas veces ella tenía que mantener la cabeza erguida y mirando al
frente. Otras le pedía que la ladeara, lo hacía él mismo, sujetando con sus
dedos la fuerte barbilla hasta que alcanzara la postura exacta. Y quizás
también había veces en que esperaba a que ella fuera cambiando de posición de
manera inconsciente, ofreciera un escorzo inesperado al volverse hacia un
ruido, se quedara absorta por completo en algo, con esa expresión tan seria,
con esos rasgos tan sólidos que él conocía de memoria, y que se ajustaban tan
útilmente a su deseo de simplificar las formas y hallar la osamenta de lo
duradero bajo las percepciones fugaces, las que habían seducido a los
impresionistas hasta un cierto grado de superficialidad, para él irritante, una
fascinación frívola por lo azaroso y lo instantáneo.
Madame Cézanne con un
vestido rojo. 1890
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A otros los estimulaba lo extraordinario o lo desconocido. Él buscaba
ahondar una y otra vez en lo más cercano, lo familiar, unas manzanas sobre un
lienzo blanco o en un frutero, en la mesa de la cocina, un camino que recorría
a diario, la misma montaña vista todos los días desde la ventana de su casa en
el campo. Y casi más que nada, que nadie, esa presencia tan asidua en su vida,
Madame Cézanne, que en realidad sólo adquirió legalmente ese título cuando
llevaban ya muchos años juntos y tenían un hijo de 16. Cuando la pintó por
primera vez mostraba una cara desconcertada y redonda, todavía algo infantil.
La pintó en un boceto al óleo, con el pelo suelto y los hombros desnudos, y
aunque no se ve nada más se nota la incomodidad de la pose, el pudor de
encontrarse desnuda, no en la tarima de un aula sino en el cuarto de un hombre,
mayor que ella, de una clase muy por encima de la suya, que la ha hecho o va a
hacerla su amante, y que cuando la deje embarazada no se casará con ella, y
menos aún la presentará a sus padres, burgueses adinerados y católicos que ven
a su hijo más o menos como un inútil encaprichado con la pintura, al que le
pasan una ayuda mezquina para que no se muera de hambre.
Madam
Cézanne in a Red Armchair. 1877
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Cézanne retrató a su
mujer 29 veces a lo largo de unos treinta años. Pero son innumerables los
dibujos a lápiz que hizo de ella, en cuadernos de apuntes, en grandes hojas de
cuaderno, en los reversos de otros dibujos. En los retratos al óleo Madame
Cézanne es una figura maciza, con algo de estatua, retraída en sí misma, a
veces tan impenetrable en su solidez como un árbol o una montaña. La evidencia
de lo idéntico vuelve más rico el despliegue de las variaciones, un contraste
de obstinación y novedad, de monotonía y rareza, al que yo sólo le encuentro
comparación en los bodegones de Morandi y en las series de variaciones
musicales de Beethoven. Igual que Beethoven explora todas las posibilidades que
caben en un vals muy simple, Cézanne observa a una sola mujer a lo largo de
treinta años y cada vez que le pide que se quede inmóvil y se pone a retratarla
encuentra la perduración de lo mismo y las facetas inagotables de lo que parece
que no cambia, las modificaciones continuas de cualquier presencia observada
con algo de atención. Cambia un gesto, se ensancha o se endurece una cara,
cambia la moda, todo es distinto si esa mujer de vestuario tan severo se pone
de pronto un vestido rojo, si se hace otro peinado, si le da el sol en un
jardín, si la cal de los muros y la policromía de las flores llenan el aire de
reflejos. Algunas veces la mujer es retratada en presente: su aspecto se
corresponde con la edad que tenía cuando se pintó el retrato. Pero otras veces,
en un retrato fechado años después, resulta ser mucho más joven, como si
Cézanne, aunque la tiene delante, estuviera pintando un recuerdo.
Las reproducciones tergiversan la pintura de Cézanne: la hacen parecer más
grave, más laboriosa, más espesa de materia. Vistos en la realidad los cuadros
revelan una ligereza inusitada, como de acuarela, como de bocetos al pastel. […]
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