Velázquez. Retrato de Inocencio X
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[…] El
lienzo más inquietante de Velázquez, el Retrato de Inocencio X, forma parte de la
colección de la Galleria Doria Pamphili, situada en la romana Via del Corso. El
propio papa Inocencio expresó al contemplarlo. “Troppo vero!”. Demasiado veraz.
Josep Pla en el homenot dedicado al pintor Sisquella opina que la veracidad del
rostro papal se hace patente cuando se compara con la “bella forma” habitual en
la pintura anterior y posterior a Velázquez. También defiende Pla una paradoja:
la verdad de este rostro es hija de una técnica negligente. Y es que la
revolución de Velázquez, como tantas otras revoluciones estéticas, proviene del
desprecio del estilo amanerado o preciosista. Pla destaca asimismo el
formidable colorido de este cuadro. En Aigua
de mar, elogia los salmonetes que, después de pasar por las brasas,
adquieren “un rojo intenso, suntuoso, cardenalicio, un rojo que mantiene un
parecido extraordinario con los rojos inmortales que Velázquez puso en el
retrato del papa Inocencio X de la Galleria Doria en Roma”.
Se
trata, en efecto, de una pintura en llamas. Inocencio, con la cabeza y el torso
cubierto por las prendas rojas (que contrastan con el blanco del roquete que
aparece en la parte inferior), contempla el mundo con una mirada a la vez
insegura y desafiante: la mirada del poder. Como exigían las normas no escritas
del retratista de corte, Velázquez tuvo que disimular la fealdad de aquel Papa,
pero, por encima de las obligaciones del oficio, supo atrapar lo más profundo y
lo más universal de su personalidad: una mezcla de recelo, temor y suspicacia.
Nadie es menos libre y más desconfiado que el hombre poderoso.
Francis Bacon. Pope Innocent X. 1953
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Siglos
más tarde, otro gran artista de origen católico, el irlandés Francis Bacon,
quedó tan impresionado por este retrato que dejó su prometedora carrera de diseñador
para dedicarse en cuerpo y alma a la pintura. “Es el mejor retrato de la
historia de la pintura”, dijo. Y también: “Es más milagroso que Rembrandt. Es
asombroso que Velázquez haya sido capaz de mantenerse tan cerca de lo que
llamamos una ilustración y al mismo tiempo revelar tan profundamente las cosas
más grandes o más insondables que pueda sentir el hombre”.
Diego
Velázquez era el prototipo del pintor cortesano: laborioso y callado. Mientras
que Francis Bacon, extremista y atormentado, fue el prototipo del artista
moderno. Católico y homosexual, alcohólico y sadomasoquista, subyugado por un
religioso sentido de culpa, encarnó la sed de nuestro tiempo: un deseo
insaciable, tan exigente como frustrante. Un deseo que, a pesar de las murallas
que derriba en su búsqueda constante de experiencias de placer, nunca se sacia.
La obra de Bacon, una de las más relevantes del arte contemporáneo, expresa el
desgarramiento y el rabioso inconformismo del individuo actual: un individuo
que aspira a la libertad pero choca contra las paredes de la cárcel de sus
propios límites. […]
Antoni Puigverd. La Vanguardia.
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