En Gauguin casi nada es lo que parece. Una leyenda
desfigura su persona y su arte, pero él fue el primero que alimentó esa
leyenda. Decía que su propensión hacia lo primitivo y lo que llamaba sin reparo
lo salvaje le venía de su origen inca, pero en realidad era sobrino nieto del
último virrey español en el Perú colonial. Atravesó más de medio mundo en busca
del paraíso terrenal de Tahití, pero su fascinación por la isla y por Oceanía
la descubrió visitando la gran exposición colonial de París en 1889, en la que
los nativos de diversos dominios eran presentados casi como animales exóticos
en un zoo, en el interior de chozas y vestidos con sus ropas tribales, ocupados
en danzas y en tareas domésticas siempre pintorescas. Había empezado a pintar
justo en el momento en el que los impresionistas celebraban la inmediatez de
las percepciones, la vida contemporánea, los paisajes próximos de la ciudad o
del campo francés; pero él había preferido muy pronto representar lo escondido
y no lo visible, los sueños y las leyendas que forman la raíz de la psique
humana y no las impresiones accidentales y fugaces. Monet pintaba estaciones y
puentes de ferrocarril, atmósferas contaminadas y afantasmadas por los humos
industriales; Seurat o Degas o Toulouse-Lautrec se sumergían en los
espectáculos nocturnos de París y en los cafés alumbrados por las luces de gas,
en una especie de metódica ebriedad del presente. Gauguin buscaba la
perduración del mundo arcaico en las provincias, y las mujeres francesas que le
gustaba pintar no vestían a la última moda, sino con los pesados ropones y las
cofias medievales de las aldeas de Bretaña.
Iba descartando arcadias sucesivas a la misma velocidad
que las descubría: la Martinica, la Bretaña brumosa, la Provenza en la que su
pobre amigo trastornado Vincent van Gogh quiso fundar con él una comunidad de
artistas que trabajarían con una integridad de socialismo primitivo y pintarían
jubilosamente al aire libre y al sol. Pero cuando finalmente lo abandonó todo y
emprendió la travesía a Tahití -había abandonado previamente a su mujer y a sus
hijos- no lo hizo con las manos vacías: llevaba consigo un gran baúl lleno de
libros, de láminas y postales de arte, un catálogo visual de la cultura europea
que dejaba atrás, y con la que no rompió por mucho que fingiera que abjuraba de
ella igual que del orden burgués y de las ortodoxias del catolicismo. El baúl
de Paul Gauguin era quizás el primer catálogo universal de las artes, y él es
el primer artista que se alimenta indiscriminadamente de ellas, con una
ambición que va más allá del orientalismo de los románticos. La fotografía y
los avances en la impresión hacían accesibles por primera vez las imágenes de
cualquier obra de arte, de cualquier paisaje o cualquier edificio. Gauguin
aprovechó esa innovación tecnológica con la misma desenvoltura con que se
aplicaba él mismo a la artesanía obsoleta del grabado en madera. Gracias a las
postales y a las reproducciones podía trabajar teniendo delante de sí un
bajorrelieve egipcio o un friso de jinetes del Partenón o de esculturas de
dioses hindúes o una estela budista o una momia indígena de Perú. Gracias a las
formas en apariencia toscas o crudas de la xilografía podía haber grabados que
poseían una fuerza primitiva de claridades y sombras, que invocaban los mundos
de la mitología, del sueño, de las divinidades esculpidas en troncos o en
grandes bloques de piedra.
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