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El «tormento
y el éxtasis» lucharon
entre sí durante tres largos años en las alturas de unos andamios que fueron
potro de tortura del mayor artista de la historia. Miguel Ángel,
enrolado por el Papa Julio II«a punta de arcabuz» para
pintar la bóveda de la Capilla Sixtina, trabajó absolutamente sólo,
atormentado, y con frecuencia dolorido por el esfuerzo y las incomodidades.
Al cabo de contratiempos, penalidades y amarguras sin
cuento, Miguel Ángel consiguió terminar
la obra al terminar octubre de 1512,de modo que Julio II pudo
inaugurar la capilla el día
de Todos los Santos, uno
de noviembre del 1512.
La historia empezó mal. Julio II era un Papa guerrero y
autoritario, que decidió encargar a Miguel Ángel la decoración de la bóveda sin
molestarse siquiera en consultar al artista. Enfurecido, Miguel Ángel se
dio a la fuga y se refugió en Florencia. Pero no era fácil
escapar de Julio II. Tuvo que volver a Roma y terminó firmando el contrato el
10 de mayo de 1508. No imaginaba que iba a costarle más de cuatro años
de su vida.
La capilla había sido consagrada el 15 de agosto de
1483 por Sixto IV, quien había embellecido las paredes con
frescos de los mejores artistas de su tiempo como Botticelli, Perugino o Ghirlandaio.
Veinticinco años más tarde, su sobrino Julio
II decidió decorar la bóveda y escogió un tema
poco original: las imágenes de los doce apóstoles. Después
de un tira y afloja, Miguel Ángel consiguió libertad creativa y emprendió un
proyecto mucho más grandioso.
Quería mostrar toda la historia
del mundo y del cosmos antes de Jesucristo, comenzando con
la vigorosa creación del sol y las estrellas, del hombre, de la mujer... Quería
plasmar los momentos más dramáticos: la expulsión del paraíso, el diluvio universal,
rodeando todas esas escenas con una constelación de “precursores” del Verbo: los profetas
judíos, las sibilas grecorromanas…
Miguel Ángel era un escultor genial pero
tenía poco experiencia como pintor. Tardó un año en hacer los bocetos, y cuando
estaba realizando los frescos descubrió, con terror, que expulsaban la
humedad y se cubrían de una capa blanca de sal. Era frustrante. Pasaba frío, sufría
estrecheces económicas por retrasos en los pagos, le dolía la espalda por pasar
demasiadas horas tumbado
a medio metro de la bóveda, se hacía daño en los ojos por la caída de
materiales…era un auténtico infierno.
La bóveda de la Capilla Sixtina es una empresa
sobrehumana, casi
divina, y se comprende el éxtasis que sigue despertando en el espectador al cabo de 500 años.
Sobre todo ahora que la restauración pagada por una empresa japonesa permite
disfrutar la vivacidad de los colores originales. Los 500 metros
cuadrados son, en realidad, toda una pinacoteca, una
constelación de obras maestras incluso en los personajes secundarios: la
bellísima Sibila Délfica,
la atormentada Sibila Cumana, la
Serpiente de Bronce, el profeta Jonás… Es una grandeza que requiere horas de
lectura previa y una larga contemplación en silencio.
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