A los amantes de la pintura francesa del siglo XVIII lo que les sorprende es la variedad. A principios de siglo encontramos a Antoine Watteau (1684-1721), sin duda alguna el dibujante francés más importante de todos los tiempos y autor de L'Enseigne de Gersaint, el cuadro francés más bello del siglo XVIII. Le siguen François Boucher (1703-1770): su gloria fue (y permanece) europea y sus obras fueron incansablemente copiadas, y Jean-Honoré Fragonard (1732-1806), el pintor de la mujer y de los juegos amorosos; posteriormente está Louis David (1748-1825), en cuyas obras rápidamente identificamos los grandes movimientos de la Revolución Francesa y la leyenda napoleónica. Y, por último, Jean-Siméon Chardin, que nació en París en 1699 y murió en la misma ciudad en 1779.
A diferencia de los pintores que acabo de citar, Chardin se consagra de forma más o menos exclusiva a la naturaleza muerta y a las escenas de género (al final de su vida tuvo que renunciar a pintar al óleo -los aceites de las pinturas le quemaban los párpados- y volver al pastel, al retrato al pastel, técnica que utilizó para pintar sus últimas obras de arte). Al contrario que sus ilustres contemporáneos, Chardin no recibió la magnífica formación que en aquella época ofrecía la Academia Real de Pintura y Escultura. Se contentó con pintar lo que sus ojos veían, lo que sus ojos tenían delante: escenas de caza, frutas y verduras, en ocasiones una vajilla de cocina y raramente flores. Pasada ampliamente la treintena, se dedicó a otro tipo de género, el de las escenas íntimas familiares, madres con sus hijos, adolescentes jugando, construyendo castillos de cartas e incluso dibujando.
[…] En sus naturalezas muertas observamos la gran importancia que da a los objetos de la vida diaria, a los más comunes, proporcionándoles presencia, nobleza y monumentalidad. En cierto modo los hace eternos. En efecto, Chardin pinta lo que ve pero no es un copista servil de la realidad. La revela como algo sublime, le da transcendencia y por tanto, y sobre todo, la convierte en poesía. "Nada de esta magia es comprensible", decía quien fuera su gran admirador y gran defensor, Denis Diderot. […]
Font: PIERRE ROSENBERG El País 23/12/2011
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