Ante él Van Gogh sólo podía exclamar: «¡Increíble! ¡Es
increíble!». Todo un Marcel Proust se atrevió a considerarlo «el cuadro más
bello del mundo». Se ofrece a nuestros ojos, instantáneamente enamorados, en el
museo Mauritshuis de La Haya y fue pintado hace aproximadamente trescientos
cincuenta años por el holandés Jan Vermeer. ¿Su tema? Una vista de la pequeña
ciudad de Delft, donde el secreto y prodigioso artista había nacido medio siglo
antes. Las aguas de un canal que refleja el cielo nuboso, en parte plomizo; el
perfil sin estridencias ni gigantismos de los edificios al fondo, casas,
pináculos, embarcaciones; las pequeñas figuras en la orilla, nítidas y modosas,
destacándose merced a una raramente plácida luz amarilla, como amarillo es
también «el pequeño trozo de pared» que allí obsesionaba a Proust. Ni la más
mínima concesión a la estridencia o al pintoresquismo. Todo se hace familiar a
la primera ojeada, como si fuese el pedazo de mundo que vemos desde nuestra
ventana día tras día, hace muchos años. Pero en su plena transparencia todo es
enigmático.
Sería pretencioso hasta lo ridículo por mi parte, que no
soy Marcel Proust ni tampoco Gombrich, ofrecer una nueva clave conjetural de la
sosegada maravilla que nos fascina en este lienzo. Ciertas cosas hay que
verlas: y basta con verlas. Aunque si un amable impertinente me lo pregunta, le
susurraré que Vermeer ha sabido pintar la tierra natal. No su tierra natal
simplemente, sino la emoción de la tierra natal en sí misma, la suya, la mía,
la de todos. El escenario de la infancia, el rincón insustituible en que se nos
manifestó la vida. Algo sencillo, terrible como la fatalidad, hecho de gozo,
rutina y lágrimas. Lo que el tiempo borrará sin misericordia, como a nosotros,
pero lo que en nuestra memoria el tiempo despiadado nunca podrá del todo
borrar. [...]
Lo que más conmueve de la vista de
Delft pintada por Vermeer es que no muestra una perspectiva especialmente bella o suntuosa. Lo que ofrece es lo que es y
como es, ni más ni menos, en el temblor fugitivo de la conciencia que lo
acata, que no pide nada más. «Aquí por vez primera entré en la luz», parece
suspirar el pintor: «Ni las sombras ni la nada podrán arrebatarme la delicia de
esa aurora, limpia y pequeña». Y el milagro imperecedero es
que los pinceles supieron decir mudamente «gracias» y también «bendita sea».
Font: Fernando Savater. Despierta y lee.
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