Patinir. El paso de la laguna Estigia |
Lo
primero que vemos es una barca en medio del río. Sobre ella, un anciano de
considerable estatura, apenas cubierto por una sábana que el viento agita,
parece como si tratara de alcanzar la orilla derecha a golpe de remo atraído
por un breve estuario. Le acompaña un niño minúsculo que mira, no sin aplomo,
las tres cabezas del monstruo que se revuelve en el alpendre adosado a un
castillo en cuyas terrazas están luchando a muerte varios hombres. En esa
orilla debe de haberse desatado una guerra, porque al fondo arde una ciudad.
El monstruo ya ha avistado la embarcación y sin
duda atacará al anciano y al niño en cuanto pisen tierra, pero hay algo extraño
en la mirada del barquero, como si dudara en la resolución que debe tomar. Ese
signo dubitativo nos sugiere que aún no ha decidido si la barca entrará en la
zona donde habita el monstruo y tienen lugar las matanzas, o bien abordará la
otra orilla, allí donde los ángeles acompañan a unas cuantas figuras inocentes
por jardines atestados de frutales. Hay en los fondos del paisaje unas
edificaciones cristalinas que recuerdan las de El Paraíso de El Bosco. Las dos embocaduras son
similares y están la una frente a la otra, pero en la paradisíaca hay una
barrera de rocas. La barca aún no ha tomado una dirección.
El Bosco. El Paraíso |
No es
necesario haber leído estudios especializados sobre Patinir, como el excelente
de Javier Maderuelo, para entender que se nos está exponiendo una figura
universal, la de la salvación y la condena, el Cielo y el Infierno, el amor y
la destrucción. Es un desgarro que todos hemos vivido alguna vez bajo
cualquiera de sus múltiples formas y que reconocemos de inmediato en esta
imagen, aunque no sepamos quién es Caronte, dónde cae la laguna Estigia o qué
clase de monstruo era el Cancerbero. Las imágenes tienen una potencia similar a
la del lenguaje para describir acciones y pasiones. Ciertamente las escenas
pintadas están detenidas, pero podemos darles vida a nuestro antojo, y de hecho
eso es lo que hacemos cuando miramos pinturas, porque esa es la fuente de su
fascinación: no sólo piden admiración, sino que exigen nuestra colaboración
creativa. Nosotros finalmente somos quienes decantamos la barca de Caronte
hacia el Cielo o el Infierno.
La
pintura nos permite ver mundos que nunca han existido, pero que no por eso
dejan de ser reales y verdaderos para el intelecto y para la sensibilidad. [...]
Font:
Félix de Azúa. El País 16 de mayo de 2013
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