Uccello. Battle of San Romano. 1450 (detail) |
Uccello. Perspective Study of a Mazzocchio |
Luego,
semejante al alquimista que se inclina sobre sus crisoles en persecución de la
piedra filosofal, Uccello vertía todas las formas en el crisol de las formas.
Las reunía y combinaba y fundía y refundía, a fin de obtener su transmutación
en la forma simple, esencial, de que dependen todas las demás. Tal era la razón
de que Paolo Uccello viviera como un alquimista en el fondo de su casucha.
Creyó que podría transmutar todas las líneas en un solo aspecto ideal. Intentó
concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve
brotar todas las figuras de un centro complejo. En torno de él vivían Ghiberti,
della Robbia, Brunelleschi, Donatello, todos ellos orgullosos y en posesión de
su arte, haciendo burla del infeliz Uccello y de su locura de la perspectiva,
compadeciendo su casa llena de arañas y exenta de provisiones. Pero Uccello los
superaba con mucho en ambición y en soberbia. A cada nueva combinación de
líneas, esperaba haber descubierto el secreto de crear. La meta a que propendía
su esfuerzo no era la imitación, sino la capacidad de desarrollar soberanamente
todas las cosas, y la extraña serie de tocas que trazaba le parecía más
reveladora que las espléndidas figuras de mármol del gran Donatello.
Uccello. Battle of San Romano. 1450 (detail) |
Así
vivía el Pájaro, semejante en todo a un ermitaño, absorto, sin casi darse
cuenta de lo que comía y bebía, saliendo apenas de su casa, y cuando lo hacía,
tan sólo para vagar por los contornos de la ciudad, observando el zigzag de los
pájaros en el cielo y el juego inextricable de las frondas. Un atardecer,
paseando por una pradera solitaria, junto a un círculo de viejas piedras
hundidas en la hierba, vio de repente a una doncellita que reía, la frente
ceñida de una corona de flores silvestres. Llevaba una túnica hasta los pies,
de color delicado, sujeta al talle por una cinta de seda, y sus movimientos
eran flexibles como los tallos de las flores que sus dedos entretejían en
guirnalda. Su nombre era Selvaggia, y sus labios sonrieron suavemente a
Uccello. Éste anotó maquinalmente la inflexión de su sonrisa. Y, cuando ella lo
miró, observó las menudas líneas curvas de sus pestañas, y el redondel de sus
pupilas, y la comba de sus párpados, y la trama sutil de sus cabellos, e hizo
describir en su imaginación a la corona que le ceñía la frente un sinfín de
posiciones. Pero Selvaggia nada supo de ello, pues tan sólo tenía trece años.
Casi sin saber lo que hacía, tomó a Uccello de la mano, y lo amó. Era hija de
un tintorero de Florencia, y huérfana de madre. Una segunda mujer vino a la
casa, y trató con crueldad a Selvaggia, llegando hasta pegarle. Uccello la condujo
consigo a su taller.
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Selvaggia
se pasaba el día acurrucada ante el muro sobre el que Uccello trazaba,
infatigablemente, las formas universales. Jamás comprendió que Uccello pudiera
preferir perderse en aquel laberinto de líneas rectas y curvas a contemplar el
tierno rostro que se levantaba hacia él. Por la noche, cuando Brunelleschi o
Manetti venían a estudiar con Uccello, ella se dormía, al pie de las líneas
entrecruzadas, en la zona de sombra que dejaba a su alrededor la luz de la
lámpara. Al amanecer, se despertaba antes que Uccello, y se regocijaba de
sentirse rodeada por todos aquellos pájaros y animales pintados. Uccello dibujó
sus labios y sus ojos, y sus cabellos, y sus manos, y fijó todas las actitudes
de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como solían hacer los otros pintores
cuando amaban a una mujer. Pues el Pájaro no conocía el goce de limitarse a la
persona individual; no permanecía en un solo lugar; antes bien quería cernirse,
en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de
Selvaggia fueron arrojadas en el crisol de las formas, con todos los
movimientos de los animales, y las líneas de las plantas y las piedras, y los
rayos de la luz, y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del
mar. Y, sin acordarse para nada de Selvaggia, Uccello parecía permanecer
eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.
Mientras
tanto, no había qué comer en casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decirlo
a Donatello ni a los demás. Calló, y murió. Uccello representó la rigidez de su
cuerpo, y la unión de sus manitos descarnadas, y la línea de sus pobres ojos
cerrados. No supo que estaba muerta, del mismo modo que no había sabido que
estaba viva. Pero arrojó estas nuevas formas entre todas las que hasta entonces
recogiera.
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El
Pájaro envejeció, y nadie comprendía ya sus cuadros. No se veía en ellos sino
una confusión de curvas. No se reconocían ya, en aquella maraña, ni hombres, ni
plantas, ni animales, ni nada que proviniese de la tierra. Desde hacía muchos
años trabajaba en su obra suprema, que escondía celosamente a todas las
miradas. Debía abarcar todas sus investigaciones, cuya imagen visible sería
según su concepción. Era Santo Tomás incrédulo palpando la llaga de Cristo.
Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Mandó, entonces, llamar a
Donatello, y lo descubrió reverentemente ante él. Y Donatello exclamó: «¡Oh Paolo,
vuelve a cubrir tu cuadro!». El Pájaro interrogó al gran escultor; pero éste no
quiso decir nada más. De suerte que Uccello comprendió que había realizado el
milagro. Pero la verdad es que Donatello no había visto sino un confuso amasijo
de líneas.
Pocos
años después, encontraron a Paolo Uccello muerto de inanición sobre su
camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos, fijos en el misterio
revelado. En el puño, apretado con fuerza, se encontró un redondelito de
pergamino cubierto de líneas entrelazadas, que iban del centro a la
circunferencia, y volvían de la circunferencia al centro.
Font: Marcel Schwob. Vidas imaginarias. Ediciones Siruela, 1997. Traducción Ricardo Baeza.
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