30 de des. 2013

El robo de la Mona Lisa. Xavier Antich

[...] 1503. Leonardo empieza a pintar al óleo, sobre una pequeña tablilla de álamo blanco, el retrato de una joven, en posición de contrapposto: cuerpo girado y rostro de frente. No hace dibujo previo y deja muy pocos pentimenti (correcciones). Emplea el sfumato: "usando pinceles de seda de primera calidad para eliminar cualquier huella de pinceladas, aplica capas sucesivas y muy finas de pintura, y veladuras tan delicadas que resultan casi evanescentes" (Scotti). "Acumula capas de pintura de oscuridad decreciente, para que la inferior se transparente, consiguiendo así, mediante la alternancia de luces y sombras, una ilusión de relieve" (Sassoon). La joven está despojada de adornos, nada indica su rango o riqueza. Viste una guarnella, el tul transparente de las mujeres embarazadas en el Renacimiento. "Leonardo tarda años en acabar la pintura, tantos como Miguel Ángel el fresco de la Capilla Sixtina. Por cada metro cuadrado que pinta Miguel Ángel, Leonardo cubre un par de centímetros" (Scotti). Treinta años después, Vasari habla del cuadro como Monna Lisa (la n se perderá). Pronto circula un relato, no verificado, que la identifica con Lisa del Giocondo, esposa de un mercader.

Tras la muerte de Leonardo, el rey Francisco I adquiere la pintura y la ubica en el Appartement des Bains, en Fontainebleau. Después, pasa al Cabinet des Tableaux. Ya en el siglo XVII, se le aplica una gruesa capa de barniz de efectos irreversibles: la superficie se agrieta en forma de retícula (craquelure). Durante décadas pasa inadvertida, hasta que Luis XIV la traslada a Versalles, al dormitorio real, hasta su muerte. Y vuelta al olvido.

Cuando el Louvre se abre en 1793 como museo, Mona Lisa aparece junto a otras obras italianas de las colecciones reales. Cuando Napoleón, ya emperador, se casa en el Salón Carré con María Luisa de Austria, se la lleva al palacio de las Tullerías, al dormitorio, como adivinan. Y tras la derrota de Waterloo, en 1815, la pintura vuelve al Louvre. Ya no saldrá hasta agosto de 1911. [...]

20 de agosto, 1911. Domingo caluroso en París. La Gioconda está en el Salón Carré, vigilada por un viejo guarda que apenas presta atención a los escasos visitantes: un turista alemán y tres jóvenes italianos. La Gioconda, protegida desde hace poco por una caja de cristal muy polémica, está entre un Correggio y un Tiziano. El día después, el Louvre cierra sus puertas por descanso semanal.

22 de agosto, 1911. Martes. Por la mañana, Louis Béroud, uno de los pintores aficionados que hace copias de los maestros antiguos del Louvre, entra en el Salón Carré y descubre que el lugar de la pintura está vacío: solo cuatro ganchos de hierro y la marca de una silueta rectangular. Avisa a los encargados. Georges Bénédite, director en funciones, va al Palacio de Justicia para informar a la policía.

A la una en punto, el prefecto del Sena, Louis Lépine, entra en el museo con un ejército de gendarmes y clausura los ocho accesos: nadie puede entrar ni salir. Se cierran las fronteras de Francia. La noticia se hace pública y provoca un terremoto de consternación planetaria. "El mundo entero contiene la respiración", dice The New York Times. La Gioconda ha desaparecido. Empieza la caza. Se pide paciencia: el Louvre es el mayor museo del mundo, veinte hectáreas que triplican el Vaticano.

29 de agosto, 1911. Martes. El Louvre vuelve a abrir. Miles de ciudadanos esperan a la entrada. La cola recorre varias manzanas. Nunca ha sido necesario esperar para entrar. En el interior, corren hacia el hueco en la pared del Salón Carré. El éxito de la prensa popular da al caso dimensión internacional. Hasta 1857 no se había realizado el primer grabado exacto de la pintura de Leonardo. Mona Lisa era sólo un cuadro más del Louvre: su valor estimado es más bajo que el de otras obras de Rafael, Murillo, Correggio, Tiziano o Veronese. Desde mitad del siglo XIX es admirada por una reducida élite cultural.

7 de septiembre, 1911. La policía arresta al poeta Apollinaire y lo traslada esposado hasta el juez Drioux, que ordena encerrarlo en la cárcel de La Santé una semana. La policía detiene también a Picasso para interrogarlo. Habían participado en el robo de dos estatuillas ibéricas del Louvre, pero no puede confirmarse su participación en el caso de la Mona Lisa. Salen en libertad.

1912 / 1913. Pasan las semanas. Los meses. Ni rastro. La Mona Lisa ha desaparecido. El catálogo del museo de enero de 1913 ya la excluye de la lista. El hueco del Salón Carré lo ocupa una pintura de Rafael. El ministro francés de Bellas Artes confiesa: "No hay fundamento que permita albergar la esperanza de que Mona Lisa regrese a su lugar en el Louvre". Se cierra oficialmente la investigación. Sin noticias de la Gioconda.


11 de diciembre, 1913. Alfredo Geri, un marchante de arte de Florencia recibe una carta firmada por un enigmático Leonardo: le confiesa que tiene la obra robada. Geri contesta por carta y pide ver la obra. El 10 de diciembre, Leonardo se presenta en la galería de Geri. Quedan para el día siguiente. Geri llega con Giovanni Poggi, director de los Uffizi, y se dirigen los tres a un albergo. El ladrón pone sus condiciones: mil quinientas liras. Llegan al hotel. Suben a la habitación. Sin palabras, Leonardo saca una maleta de debajo de la cama. La abre. Vacía su contenido. Levanta una tapa del falso fondo. Saca un paquete envuelto en seda roja. Aparece la Gioconda. Poggi no tiene dudas: es ella. Pide comprobarlo detenidamente, en el museo. Leonardo acepta. Geri y Poggi se llevan el cuadro y avisan a los carabineros. Vincenzo Peruggia, de 32, años es detenido. Inmediatamente, el rey Víctor Manuel, el papa Pío X y el embajador francés reciben la noticia por teléfono. El parlamento italiano interrumpe sus sesiones cuando alguien grita que han encontrado la Mona Lisa. En 24 horas, el mundo conoce la noticia. La pintura reaparece a unas manzanas de la casa donde Leonardo comenzó a pintarla El ladrón había trabajado como cristalero en el Louvre y participado en la colocación del polémico marco de cristal.

14 de diciembre, 1913. Mona Lisa se presenta en los Uffizi, custodiada por una guardia de honor internacional. Recibe a los visitantes que se agolpan a la puerta: más de treinta mil. Cinco días después, empieza su viaje: el 20 de diciembre llega a Roma, cinco días en la Galería Borghese. Las multitudes vuelven a aclamarla. Luego, Milán, dos días en la pinacoteca de Brera, abierta hasta medianoche para acoger a una multitud que supera las sesenta mil personas.

31 de diciembre, 1913. El día de San Silvestre, en un vagón privado del expreso Milán-París, la Gioconda emprende el viaje triunfal de regreso a Francia. Cruza la frontera a las tres en punto de la madrugada de Año Nuevo y llega a la Gare de Lyon, en París, a las dos y media de la tarde. El 4 de enero de 1914 recorre las calles parisinas en una procesión de gala hasta el Louvre: más de cien mil personas harán cola para verla. Mona Lisa salió escondida del Louvre como una simple obra de arte y vuelve convertida en un icono de masas. Hasta el 21 de agosto de 1911, pertenecía al restringido ámbito del arte culto. A partir de ese día, se convierte en un elemento esencial de la cultura de consumo. En enero de 1914, la Gioconda ya es el primer icono global de la incipiente cultura de masas. [...]

Font: La Vanguardia. Mona Lisa. Xavier Antich.

23 de des. 2013

Giotto. Cappella dell'Arena. Proust

Giotto. Cappella dell'Arena
[…] L'année où nous mangeâmes tant d'asperges, la fille de cuisine habituellement chargée de les « plumer » était une pauvre créature maladive, dans un état de grossesse déjà assez avancé quand nous arrivâmes à Pâques, et on s'étonnait même que Françoise lui laissât faire tant de courses et de besogne, car elle commençait à porter difficilement devant elle la mystérieuse corbeille, chaque jour plus remplie, dont on devinait sous ses amples sarraus la forme magnifique. Ceux-ci rappelaient les houppelandes qui revêtent certaines des figures symboliques de Giotto dont M. Swann m'avait donné des photographies. C'est lui-même qui nous l'avait fait remarquer et quand il nous demandait des nouvelles de la fille de cuisine, il nous disait : «Comment va la Charité de Giotto?» D'ailleurs elle-même, la pauvre fille, engraissée par sa grossesse, jusqu'à la figure, jusqu'aux joues qui tombaient droites et carrées, ressemblait en effet assez à ces vierges, fortes et hommasses, matrones plutôt, dans lesquelles les vertus sont personnifiées à l'Arena.
Charité
Et je me rends compte maintenant que ces Vertus et ces Vices de Padoue lui ressemblaient encore d'une autre manière. De même que l'image de cette fille était accrue par le symbole ajouté qu'elle portait devant son ventre, sans avoir l'air d'en comprendre le sens, sans que rien dans son visage en traduisît la beauté et l'esprit, comme un simple et pesant fardeau, de même c'est sans paraître s'en douter que la puissante ménagère qui est représentée à l'Arena au-dessous du nom «Caritas» et dont la reproduction était accrochée au mur de ma salle d'études, à Combray, incarne cette vertu, c'est sans qu'aucune pensée de charité semble avoir jamais pu être exprimée par son visage énergique et vulgaire. Par une belle invention du peintre elle foule aux pieds les trésors de la terre, mais absolument comme si elle piétinait des raisins pour en extraire le jus ou plutôt comme elle aurait monté sur des sacs pour se hausser ; et elle tend à Dieu son coeur enflammé, disons mieux, elle le lui «passe», comme une cuisinière passe un tire-bouchon par le soupirail de son sous-sol à quelqu'un qui le lui demande à la fenêtre du rez-de-chaussée.
Envie
L'Envie, elle, aurait eu davantage une certaine expression d'envie. Mais dans cette fresque-là encore, le symbole tient tant de place et est représenté comme si réel, le serpent qui siffle aux lèvres de l'Envie est si gros, il lui remplit si complètement sa bouche grande ouverte, que les muscles de sa figure sont distendus pour pouvoir le contenir, comme ceux d'un enfant qui gonfle un ballon avec son souffle, et que l'attention de l'Envie -et la nôtre du même coup- tout entière concentrée sur l'action de ses lèvres, n'a guère de temps à donner à d'envieuses pensées.
Malgré toute l'admiration que M. Swann professait pour ces figures de Giotto, je n'eus longtemps aucun plaisir à considérer dans notre salle d'études, où on avait accroché les copies qu'il m'en avait rapportées, cette Charité sans charité, cette Envie qui avait l'air d'une planche illustrant seulement dans un livre de médecine la compression de la glotte ou de la luette par une tumeur de la langue ou par l'introduction de l'instrument de l'opérateur, une Justice, dont le visage grisâtre et mesquinement régulier était celui-là même qui, à Combray, caractérisait certaines jolies bourgeoises pieuses et sèches que je voyais à la messe et dont plusieurs étaient enrôlées d'avance dans les milices de réserve de l'Injustice.
Justice
Mais plus tard j'ai compris que l'étrangeté saisissante, la beauté spéciale de ces fresques tenait à la grande place que le symbole y occupait, et que le fait qu'il fût représenté non comme un symbole puisque la pensée symbolisée n'était pas exprimée, mais comme réel, comme effectivement subi ou matériellement manié, donnait à la signification de l'oeuvre quelque chose de plus littéral et de plus précis, à son enseignement quelque chose de plus concret et de plus frappant. Chez la pauvre fille de cuisine, elle aussi, l'attention n'était-elle pas sans cesse ramenée à son ventre par le poids qui le tirait ; et de même encore, bien souvent la pensée des agonisants est tournée vers le côté effectif, douloureux, obscur, viscéral, vers cet envers de la mort qui est précisément le côté qu'elle leur présente, qu'elle leur fait rudement sentir et qui ressemble beaucoup plus à un fardeau qui les écrase, à une difficulté de respirer, à un besoin de boire, qu'à ce que nous appelons l'idée de la mort. […]


Font: A la recherche du temps perdu (Marcel Proust)
http://alarecherchedutempsperdu.org/marcelproust/018 

14 de des. 2013

El Greco. Fernando Marías

El Greco, pintor que sintetiza las tradiciones de la pintura griega, el color veneciano y el diseño romano, desarrolló una fantástica y cambiante carrera artística en Creta, Roma y Toledo, ciudad donde transcurrió la mitad de su vida. En España, el Griego de Toledo se convirtió en el artista más singular de los reinados de Felipe II y Felipe III, asombrando por sus composiciones complejas, sus colores brillantes, sus juegos de luces, sombras, transparencias y reflejos, su capacidad naturalista en telas o celajes, su imaginación desbordante a la hora de representar lo sobrenatural, su logro de dar vida a las ficciones pictóricas. Nada semejante se había visto antes en España, y por ello su arte complejo, intelectualizado y arrebatador causó asombro y admiración pero también desasosiego y rechazo, sobre todo por su desprecio de ciertas convenciones y la consciente exhibición de su valor y diferencia. El Greco creo con sus pinceles un nuevo mundo de imágenes religiosas y una revolucionaria forma de tratar y mostrar a los individuos divinos o terrenales, de tal fuerza que hoy podemos fácilmente reconocerlo como propio del Griego de Toledo.

El Greco. Inmaculada
Nacido en la capital de la isla de Creta, territorio de la República de Venecia, en el seno de una familia griega, pero probablemente de religión ortodoxa más que católica, y cuyos miembros trabajaban como colaboradores del poder colonial, se formó como pintor de iconos siguiendo los dictados de la tradición artística tardobizantina, para asimilar parcialmente –gracias al uso de grabados italianos- algunas de las fórmulas del Renacimiento, que incorporó de manera aislada. En 1563 era ya maestro de pintura y en 1566 solicitaba permiso para que se le tasara un icono de la Pasión, para poder venderlo en lotería; en 1567 pasó a Venecia donde residió hasta 1570 y donde, más que ser discípulo de Tiziano, pudo aprender su estilo desde fuera de su taller; allí se afianzó lentamente en el dominio del arte occidental de Renacimiento véneto, en su empleo del color, la perspectiva, la anatomía y la técnica del óleo, aunque sin abandonar por completo sus usos tradicionales. Tras un viaje de estudios por Italia (Padua, Vicenza, Verona, Parma, Florencia) se instaló en Roma, donde permaneció hasta 1576-1577, en contacto con el círculo intelectual del Cardenal Alessandro Farnese -que frecuentaban diversos religiosos y hombres de letras españoles- e inicialmente estuvo alojado en el ático de su palacio. En 1572 fue expulsado de la servidumbre del Cardenal e ingresó, con derecho a abrir su propio taller, en la asociación gremial romana, la Accademia di San Luca, trabajando preferentemente desde entonces como retratista y en pequeñas obras religiosas para clientes particulares, en un estilo mucho más italianizado y avanzado; no obstante, no debió conseguir éxitos de envergadura, por lo que decidió emigrar.

El Greco. Antonio de Covarrubias
Desconocemos las razones -es sólo una hipótesis su interés por entrar al servicio de Felipe II, con ocasión de la obra decorativa del monasterio del Escorial- de su viaje a España, donde se encontraba ya en la primavera de 1577, en Madrid y luego en Toledo, donde contrataría con la catedral y el monasterio de Santo Domingo el Antiguo los primeros lienzos aquí documentados, el Expolio para aquella y tres retablos para éste. Consigo trajo y con él vivió hasta su muerte un joven ayudante italiano, Francisco Prevoste; en 1578 nació su hijo Jorge Manuel Theotocópuli (la forma italianizada de su apellido que usaron en España), fruto de unas relaciones efímeras con Jerónima de las Cuevas, mujer que procedía del medio artesanal toledano.

Desde esta fecha, Doménico "El Griego" reside en Toledo, de donde saldrá en escasas ocasiones, siempre por motivos laborales. Su vida transcurre sin pasar por episodios señalados, si descontamos sus nueve pleitos documentados, incoados por él mismo o por algunos de sus clientes, ya fuera a causa del valor y precio por el que se tasaban sus lienzos o por las quejas, de orden técnico o por razones iconográficas, que levantaron algunos de ellos, como el propio Expolio o la Virgen de la Caridad de Illescas, al inicio y final de su carrera.

El Greco. Santiago el Mayor
Tras ver rechazado en 1584, por Felipe II y la congregación jerónima escurialense, su encargo regio del Martirio de San Mauricio, para uno de los altares de la basílica, el Greco amplió su taller, iniciando la producción de retablos -no sólo de lienzos- para conventos y parroquias de la ciudad y del arzobispado toledano, así como de cuadros de dimensiones reducidas para una clientela de carácter privado más que institucional. Naturalmente, sus principales trabajos consistieron en la ejecución global de retablos para monasterios, parroquias y capillas, sucediéndose los de la parroquia de Talavera la Vieja (Cáceres), la Capilla de San José y la Capilla del Colegio de San Bernardino de Toledo, el Colegio de la Encarnación o de doña María de Aragón en Madrid, la iglesia del Hospital de Nuestra Señora de la Caridad de Illescas, la Capilla Ovalle de la parroquia de San Vicente Mártir o los del Hospital de San Juan Bautista o Tavera, también de Toledo, que dejó sin acabar a la hora de su muerte. Contrató, a veces con su hijo, otros muchos que nunca llegó a ejecutar, como el del monasterio regio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres).

En algunas de estas últimas obras, el Greco tendió a proyectar de forma altamente innovadora conjuntos artísticos plurales, en los que se combinan las esculturas, la arquitectura de los retablos con sus lienzos y otras telas empotradas en muros o bóvedas, concibiéndolos como complejos sistemas formales y visuales que debieron producir -hoy es difícil encontrar alguno en su estado original- efectos fascinantes. Proyectó, por lo tanto, obras de escultura y de arquitectura, disciplina ésta que le interesó vivamente a lo largo de su carrera española y en la que, a pesar de no diseñar ningún edificio, adoptó una postura de franca oposición a los postulados locales contemporáneos, marcados desde la corte por el arquitecto real Juan de Herrera y, en Toledo, por sus fieles seguidores.

El Greco. El Cardenal Tavera
En un ambiente refinado, probablemente gastando más de lo que ingresaba por su trabajo, y rodeado por la intelectualidad académica toledana y un breve grupo de amigos italianizados y helenistas, el Greco murió sin dejar testamento el 7 de abril de 1614 dejando una obra elogiada por los poetas culteranos Luis de Góngora y Fray Hortensio Félix Paravicino, y coleccionada por los entendidos en el arte de la pintura; también disfrutó en vida y dejó fama de "extravagante", singular y paradójico por su pensamiento teorético y su estilo personalísimo, fácilmente reconocible como suyo, mitificado por sus colegas a causa de sus tentativas por la dignificación social de la profesión pictórica, criticado también por los más intransigentes teóricos contrarreformistas por sus licencias formales e iconográficas, quienes rechazaban su desmedido interés por los aspectos superfluos, formalistas, de sus obras y el carácter inapropiado de sus realizaciones religiosas desde el punto de vista funcional más importante para la época, que incentivaron en el espectador cultivado los deseos de rezar, como señalara en 1605 el historiador jerónimo del Escorial Fray José de Sigüenza.

El Greco. La Visitación de la Virgen
Su arte, repudiado por la Ilustración dieciochesca, fue redescubierto por los románticos y los pintores franceses del siglo XIX, que produjeron una interpretación concordante con sus propios intereses, iniciándose por parte española la apropiación españolista del hasta entonces tenido por un griego discípulo de Tiziano; también el interés general por la pintura de Velázquez hizo volver los ojos hacia el candiota, el único precedente del sevillano realmente original que se vio en la historia de la pintura española; la Generación del 98 lo entendió como representación del espíritu religioso español del Siglo de Oro, en relación estrecha con los más altos hitos de la cultura religiosa, en su vertiente literaria, de la época: la mística de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; las corrientes pictóricas de comienzos del siglo XX lo vieron como un precedente de sus propias preocupaciones expresionistas, subjetivistas y atormentadas, libres y opuestas a la imitación servil y mecánica de la realidad.

En la actualidad, la interpretación de la pintura del Greco se encuentra en pleno proceso de renovación y debate; han sido puestas en entredicho su vinculación con la espiritualidad de los carmelitas descalzos y su identificación con los valores hispanos, al subrayarse su italianismo artístico y cultural, sobre un estrato griego, y el carácter filosófico de su arte, centrándose en su interés por la función formal y embellecedora del mismo como medio de conocimiento de la naturaleza. Frente al artista místico y arrebatado, ha surgido la figura del pintor esteticista e intelectual, filósofo, que se tuvo a si mismo por "genio", ajeno a las preocupaciones de los devotos y eruditos contemporáneos, bien al servicio voluntario de los intereses de la Contrarreforma católica vigente en la España de Felipe II y Felipe III, de la que se habría convertido en perspicaz intérprete, o bien ajeno a este tipo de problemas y, por lo tanto, dedicado en exclusiva y a contracorriente al desarrollo de una pintura personal y formalista, de acuerdo con sus propios postulados teóricos relativos al arte, que dejó en forma de anotaciones personales en libros de su rica biblioteca, como en los márgenes de las "Vidas" de Giorgio Vasari y del "Architettura" de Vitrubio. Este abanico de posibilidades constituye una respuesta lógica a este personaje, que ya en su tiempo era considerado como singular y paradójico, y demuestra el interés que sus realizaciones han despertado entre críticos e historiadores del arte y la cultura, como en cualquier espectador que se aproxime a sus obras y experimente la atracción y el desconcertante efecto de sus lienzos.

Font: Fernando Marías. http://elgreco2014.com/es/greco.html 

10 de des. 2013

Friedrich. El paisaje romántico. Rafael Argullol

Friedrich. Monk by the Sea
[...] El paisajismo romántico, lejos de ser una genérica «pintura de paisaje», es primordialmente la representación artística de una determinada comprensión -y aprehensión- de la Naturaleza. En otras palabras, la Naturaleza, tal como la ven o, mejor dicho, la interpretan y expresan los pintores románticos, no es puramente un marco físico al que se accede mediante una descripción de su corteza, de su epidermis, sino, al contrario, es un espacio omnicomprensivo, profundo, esencial, con valor cósmico mas, asimismo, con valor civilizatorio. Por ello, el paisaje en la pintura romántica deviene un escenario en el que se confrontan Naturaleza y hombre, y en el que éste advierte la dramática nostalgia que le invade al constatar su ostracismo con respecto a aquélla. Por ello, también, el hombre –romántico- ansía reconciliarse con la Naturaleza, reencontrar sus señas de identidad en una infinitud que se muestra ante él como un abismo deseado e inalcanzable. Y este abismo le provoca terror, pero, al mismo tiempo, una ineludible atracción.

[...] El monje se halla absorto. Su breve silueta es, apenas, un minúsculo accidente que no llega a turbar el predominio de los tres reinos. Tierra, mar, cielo, tres franjas infinitas empequeñecen la presencia del solitario; posiblemente, también el gran ruido del silencio le anonada. La inmensidad le causa una nostalgia indescriptible y, asimismo, un vacío asfixiante. La antigua grandeza, perdida en el horizonte, le es retornada en forma de angustia: el mar se abre a sus pies como un fruto dulce y amargo.

Friedrich. Riesengebirge Landscape with Rising Fog
Cuando Caspar David Friedrich, entre 1808 y 1809, pinta El monje contemplando el mar confirma la desantropomorfización del paisaje. El hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad con la Naturaleza. Tras la gran aventura del Renacimiento y de las Luces, vencido Dios por la Razón, ahora el hombre percibe una nueva angustia, más desmesurada y más titánica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su temeridad, se la ha procurado.

Atrás queda el optimismo antropocéntrico, atrás la frescura fecundísima de aquella Florencia que engendra, como un ser prodigioso, al hombre moderno. Dante, al emprender el viaje a un infierno todavía medieval, demuestra ya el talante de este nuevo hombre. En Santa Maria della Arena de Padua, Giotto lo pinta y, entre sus atributos, el principal de ellos es su predominio, es su autoridad, es ser alter deus erigiendo su trono en un primer plano, arropado pero nunca eclipsado por la Naturaleza.

Friedrich. Morning in the Riesengebirge
El monje de Friedrich sufre su minimización en la inmensidad crepuscular. De ningún artista del Quattrocento puede surgir esta imagen desolada. La dignidad cósmica del hombre-microcosmos proclamado por Pico della Mirandola no tiene quizá equivalencia en la Historia. En la revolución renacentista, los hermosos paisajes toscanos son delicados tapices en los que se proyecta el creciente poder humano.

Piero della Francesca, al modular con vigor sin precedentes la armonía de los cuerpos, no olvida trazar el paisaje de su tierra. Pero éste, aunque tiene un gran valor en sí mismo, con la utilización matemática de la perspectiva, se halla siempre supeditado al objetivo prioritario de representar la vida del hombre. Algo semejante puede decirse de toda la pléyade genial de pintores que durante el siglo xv llena de sus obras las iglesias y los palacios del norte de Italia. Por ejemplo, Benozzo Gozzoli, en el que el paisaje forma parte activa del ornamento de los grupos humanos. O Paolo Uccello, para el que la representación pictórica de la Naturaleza es el escenario en el que se sintetiza y realza la dinámica guerrera de los hombres.

Friedrich. The Riesengebirge
Frente a esta concepción, en la pintura romántica el paisaje deja de entender como necesaria la presencia del hombre. El paisaje se autonomiza y, casi siempre desprovisto de figuras, se convierte en protagonista; un protagonista que causa en quien lo contempla una doble sensación de melancolía y terror. El monje de Friedrich siente sobre sí el peso de un abrumador Weltschmerz, de un pesar cósmico tanto más doloroso cuanto que es indefinido e inaprehensible. Por un lado siente el magnetismo de un infinito parasensual que incita al viaje y a la audacia; por otro, el vacío lacerante de un infinito negativo y abismal en el que la subjetividad se rompe en mil pedazos. Como Leopardi ante el doble sentimiento del Dolor Cósmico y de la Belleza Esencial, el desamparado contemplador del cuadro de Friedrich siente tanto la voluptuosidad de un naufragar dulcísimo como el horror de una inmensidad que desborda su mente.

Friedrich. Morning in the Mountains
En el Romanticismo, el paisaje se hace trágico porque reconoce desmesuradamente la escisión entre la Naturaleza y el hombre. Frente al jardín rococó, mesurado y pastoril, las proporciones se dilatan a través de un vértigo asimétrico. Frente al escenario limitado y tranquilizador, los horizontes se abren hacia el Todo y hacia la Nada con la abrupta alternativa de una sinfonía heroica. En el paisaje romántico, el artista celebra titánicamente la ceremonia de la desposesión.

Sin embargo, esta desposesión, esta pérdida de centralidad por parte del hombre, esta conciencia de la autominimización, el Romanticismo la recibe del propio Renacimiento. Tras la muerte de Rafael, culminada y quebrada la armonía del Quattrocento con el clasicismo apolíneo, el artista renacentista comprende cada vez con mayor dramatismo el verdadero significado de su época. Los cruciales descubrimientos de Colón y Copérnico le han demostrado el enorme poder del nuevo espíritu que ha sabido liberar las ocultas potencias del hombre. En un solo siglo el mundo se ha ensanchado mucho más que en los diez anteriores. El hombre se ha descubierto a sí mismo, ha descubierto su poder. Pero lenta, inconscientemente, embriagado en el brillante torbellino de los hallazgos, el hombre ha debido descubrir su pequeñez, su soledad, su impotencia. Así, el «gran mar del ser» que adelanta Dante implica simultáneamente el poder y la impotencia. Al lado de la Luz, al lado de la fulgurante belleza del espíritu florentino que se corona en el pincel de Rafael Sanzio, se incuba la oscuridad, la distorsión de la forma, la terribilità. Al lado de la concordia, surge la fuerza creativa de la discordia. La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre, entre el macrocosmos y el microcosmos mirandolianos, invade el arte, y el artista pierde la espléndida confianza de un Leon Battista Alberti, convencido de que la representación de la realidad es al mismo tiempo creación y celebración, para sumergirse en la búsqueda manierista de la Idea interior. Il Parmigianino, Tin-toretto, Brueghel o El Greco indican el camino, ya místico, ya apocalíptico, hacia la subjetividad. El mismo camino que ensaya Giordano Bruno con su concepción mágica del devenir o Michel de Montaigne con su prédica del «viaje interior», el mismo que Shakespeare muestra: la tragedia del humanismo renacentista ya despojado de la primitiva ilusión.

Friedrich. The Watzmann
En el paisaje romántico, la Naturaleza es la inabitata piaggia de que habla Torquato Tasso: el hombre la siente exteriorizada, enajenada, alejada. Ha sido expulsado de ella, o más bien se ha autoexpulsado, y ahora se siente como un náufrago errante en su seno. Si comparamos los cuadros de un Antonio Pollaiuolo o un Botticelli, en los que la Naturaleza acaricia y resguarda solidariamente la obra de los hombres, con los desolados panoramas de Riesengebirge pintados por Friedrich, tendremos un testimonio fehaciente del cambio desgarrador acaecido en el sentimiento del hombre moderno. En las visiones del pintor alemán, las profundas perspectivas devastadoras se pierden en una lejanía huidiza e indiferente. Una bruma perpetuamente crepuscular es la única respuesta de las cumbres montañosas al espectador; una bruma que se hará cada vez más densa a medida que avanza la obra de Friedrich y que se hará totalmente insoportable en los últimos cuadros del otro genial paisajista romántico, William Turner.

La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre que atormenta a los manieristas se convierte en definitivamente irreparable para los románticos. Estos desean el retorno al Espíritu de la Naturaleza, porque en él reconocen a aquel dios que en la anhelada e inexistente Edad de Oro alentaba la unión de Belleza, Libertad y Verdad. Desean, como Anteo, retornar a esta Naturaleza saturniana, a esta Madre en cuyo seno reconocen su ansia de plenitud. Mas, en su conciencia trágica, perciben claramente que este camino de retorno se halla obstaculizado por el temible rayo de la impotencia. Junto a la Naturaleza saturniana y liberadora se halla una Naturaleza jupiterina y exterminadora que destruye cualquier proyecto de totalidad. De ahí que sea completamente errónea una interpretación «bucólica» del paisajismo romántico, pues en éste se halla siempre presente una doble faz, consoladora y desposeedora. Por eso, como veremos, en la pintura del Romanticismo son indeslindables el «deseo de retorno» al Espíritu de la Naturaleza y la conciencia de la fatal aniquilación que este deseo comporta.

Font: Rafael Argullol. La atracción del abismo. Editorial El acantilado