Friedrich. Monk by the Sea |
[...] El paisajismo romántico, lejos de ser una genérica
«pintura de paisaje», es primordialmente la representación artística de una
determinada comprensión -y aprehensión- de la Naturaleza. En otras palabras, la
Naturaleza, tal como la ven o, mejor dicho, la interpretan y expresan los
pintores románticos, no es puramente un marco físico al que se accede mediante
una descripción de su corteza, de su epidermis, sino, al contrario, es un
espacio omnicomprensivo, profundo, esencial, con valor cósmico mas, asimismo,
con valor civilizatorio. Por ello, el paisaje en la pintura romántica deviene
un escenario en el que se confrontan Naturaleza y hombre, y en el que éste
advierte la dramática nostalgia que le invade al constatar su ostracismo con
respecto a aquélla. Por ello, también, el hombre –romántico- ansía
reconciliarse con la Naturaleza, reencontrar sus señas de identidad en una
infinitud que se muestra ante él como un abismo deseado e inalcanzable. Y este
abismo le provoca terror, pero, al mismo tiempo, una ineludible atracción.
[...] El monje se halla absorto. Su breve silueta es,
apenas, un minúsculo accidente que no llega a turbar el predominio de los tres
reinos. Tierra, mar, cielo, tres franjas infinitas empequeñecen la presencia
del solitario; posiblemente, también el gran ruido del silencio le anonada. La
inmensidad le causa una nostalgia indescriptible y, asimismo, un vacío
asfixiante. La antigua grandeza, perdida en el horizonte, le es retornada en
forma de angustia: el mar se abre a sus pies como un fruto dulce y amargo.
Friedrich. Riesengebirge Landscape with Rising Fog |
Cuando Caspar David Friedrich, entre 1808 y 1809, pinta El
monje contemplando el mar confirma la desantropomorfización del paisaje.
El hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad
con la Naturaleza. Tras la gran aventura del Renacimiento y de las Luces,
vencido Dios por la Razón, ahora el hombre percibe una nueva angustia, más
desmesurada y más titánica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su
temeridad, se la ha procurado.
Atrás
queda el optimismo antropocéntrico, atrás la frescura fecundísima de aquella
Florencia que engendra, como un ser prodigioso, al hombre moderno. Dante, al
emprender el viaje a un infierno todavía medieval, demuestra ya el talante de
este nuevo hombre. En Santa Maria della Arena de Padua, Giotto lo pinta y,
entre sus atributos, el principal de ellos es su predominio, es su autoridad,
es ser alter deus erigiendo su trono en un primer plano, arropado pero
nunca eclipsado por la Naturaleza.
Friedrich. Morning in the Riesengebirge |
El monje de Friedrich sufre su minimización en la
inmensidad crepuscular. De ningún artista del Quattrocento puede surgir
esta imagen desolada. La dignidad cósmica del hombre-microcosmos proclamado por
Pico della Mirandola no tiene quizá equivalencia en la Historia. En la
revolución renacentista, los hermosos paisajes toscanos son delicados tapices
en los que se proyecta el creciente poder humano.
Piero della Francesca, al modular con vigor sin
precedentes la armonía de los cuerpos, no olvida trazar el paisaje de su tierra.
Pero éste, aunque tiene un gran valor en sí mismo, con la utilización
matemática de la perspectiva, se halla siempre supeditado al objetivo
prioritario de representar la vida del hombre. Algo semejante puede decirse de
toda la pléyade genial de pintores que durante el siglo xv llena de sus obras
las iglesias y los palacios del norte de Italia. Por ejemplo, Benozzo Gozzoli,
en el que el paisaje forma parte activa del ornamento de los grupos humanos. O
Paolo Uccello, para el que la representación pictórica de la Naturaleza es el
escenario en el que se sintetiza y realza la dinámica guerrera de los hombres.
Friedrich. The Riesengebirge |
Frente a esta concepción, en la pintura romántica el
paisaje deja de entender como necesaria la presencia del hombre. El paisaje se
autonomiza y, casi siempre desprovisto de figuras, se convierte en
protagonista; un protagonista que causa en quien lo contempla una doble
sensación de melancolía y terror. El monje de Friedrich siente sobre sí el peso
de un abrumador Weltschmerz, de un pesar cósmico tanto más doloroso
cuanto que es indefinido e inaprehensible. Por un lado siente el magnetismo de
un infinito parasensual que incita al viaje y a la audacia; por otro, el vacío
lacerante de un infinito negativo y abismal en el que la subjetividad se rompe
en mil pedazos. Como Leopardi ante el doble sentimiento del Dolor Cósmico y de
la Belleza Esencial, el desamparado contemplador del cuadro de Friedrich siente
tanto la voluptuosidad de un naufragar dulcísimo como el horror de una inmensidad
que desborda su mente.
Friedrich. Morning in the Mountains |
En el Romanticismo, el paisaje se hace trágico porque
reconoce desmesuradamente la escisión entre la Naturaleza y el hombre. Frente
al jardín rococó, mesurado y pastoril, las proporciones se dilatan a través de
un vértigo asimétrico. Frente al escenario limitado y tranquilizador, los
horizontes se abren hacia el Todo y hacia la Nada con la abrupta alternativa de
una sinfonía heroica. En el paisaje romántico, el artista celebra titánicamente
la ceremonia de la desposesión.
Sin embargo, esta desposesión, esta pérdida de
centralidad por parte del hombre, esta conciencia de la autominimización, el
Romanticismo la recibe del propio Renacimiento. Tras la muerte de Rafael,
culminada y quebrada la armonía del Quattrocento con el clasicismo apolíneo,
el artista renacentista comprende cada vez con mayor dramatismo el verdadero
significado de su época. Los cruciales descubrimientos de Colón y Copérnico le
han demostrado el enorme poder del nuevo espíritu que ha sabido liberar las
ocultas potencias del hombre. En un solo siglo el mundo se ha ensanchado mucho
más que en los diez anteriores. El hombre se ha descubierto a sí mismo, ha
descubierto su poder. Pero lenta, inconscientemente, embriagado en el brillante
torbellino de los hallazgos, el hombre ha debido descubrir su pequeñez, su
soledad, su impotencia. Así, el «gran mar del ser» que adelanta Dante implica
simultáneamente el poder y la impotencia. Al lado de la Luz, al lado de la
fulgurante belleza del espíritu florentino que se corona en el pincel de Rafael
Sanzio, se incuba la oscuridad, la distorsión de la forma, la terribilità.
Al lado de la concordia, surge la fuerza creativa de la discordia. La conciencia
de la escisión entre la Naturaleza y el hombre, entre el macrocosmos y el
microcosmos mirandolianos, invade el arte, y el artista pierde la espléndida
confianza de un Leon Battista Alberti, convencido de que la representación de
la realidad es al mismo tiempo creación y celebración, para sumergirse en la
búsqueda manierista de la Idea interior. Il Parmigianino, Tin-toretto, Brueghel
o El Greco indican el camino, ya místico, ya apocalíptico, hacia la
subjetividad. El mismo camino que ensaya Giordano Bruno con su concepción
mágica del devenir o Michel de Montaigne con su prédica del «viaje interior»,
el mismo que Shakespeare muestra: la tragedia del humanismo renacentista ya
despojado de la primitiva ilusión.
Friedrich. The Watzmann |
En el paisaje romántico, la Naturaleza es la inabitata
piaggia de que habla Torquato Tasso: el hombre la siente exteriorizada,
enajenada, alejada. Ha sido expulsado de ella, o más bien se ha autoexpulsado,
y ahora se siente como un náufrago errante en su seno. Si comparamos los
cuadros de un Antonio Pollaiuolo o un Botticelli, en los que la Naturaleza
acaricia y resguarda solidariamente la obra de los hombres, con los desolados
panoramas de Riesengebirge pintados por Friedrich, tendremos un
testimonio fehaciente del cambio desgarrador acaecido en el sentimiento del
hombre moderno. En las visiones del pintor alemán, las profundas perspectivas
devastadoras se pierden en una lejanía huidiza e indiferente. Una bruma
perpetuamente crepuscular es la única respuesta de las cumbres montañosas al
espectador; una bruma que se hará cada vez más densa a medida que avanza la
obra de Friedrich y que se hará totalmente insoportable en los últimos cuadros
del otro genial paisajista romántico, William Turner.
La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre que atormenta a los manieristas se
convierte en definitivamente irreparable para los románticos. Estos desean el
retorno al Espíritu de la Naturaleza, porque en él reconocen a aquel dios que
en la anhelada e inexistente Edad de Oro alentaba la unión de Belleza, Libertad
y Verdad. Desean, como Anteo, retornar a esta Naturaleza saturniana, a esta
Madre en cuyo seno reconocen su ansia de plenitud. Mas, en su conciencia
trágica, perciben claramente que este camino de retorno se halla obstaculizado
por el temible rayo de la impotencia. Junto a la Naturaleza saturniana y
liberadora se halla una Naturaleza jupiterina y exterminadora que destruye
cualquier proyecto de totalidad. De ahí que sea completamente errónea una
interpretación «bucólica» del paisajismo romántico, pues en éste se halla
siempre presente una doble faz, consoladora y desposeedora. Por eso, como
veremos, en la pintura del Romanticismo son indeslindables el «deseo de
retorno» al Espíritu de la Naturaleza y la conciencia de la fatal aniquilación
que este deseo comporta.
Font: Rafael Argullol. La atracción del abismo. Editorial El acantilado
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