[…] No hay vida más inconspicua, rutinaria y provinciana que la que vivió Johannes Vermeer (1632-1675), maestro y comerciante en pintura, nacido y muerto en Delft y cuya biografía cabe en dos palabras: pintó y procreó. Éstas son las únicas ocupaciones sobre las que sus biógrafos tienen una seguridad incontrovertible: que, en sus 43 años de vida, trabajó mucho pero pintó poquísimo -sólo hay documentados 44 cuadros suyos, de los que han sobrevivido 36- y que fue un marido puntualísimo, pues tuvo 15 hijos con su mujer, Catharina Bolnes, cuatro de los cuales murieron a poco de nacer.
Es casi seguro que viera la luz y pasara sus primeros años en una taberna, El Zorro Volador, que regentaba su padre. Tabernero -era, claro está, una profesión muy respetable en esta ciudad donde, en el siglo XVII, la cerveza, con la cerámica y los paños, constituía la principal fuente de riqueza. A los veinte años, con la oposición de las dos familias, se casó con una muchacha de la minoría católica de Delft (él había sido hasta entonces protestante), para lo cual se convirtió a la "fe papista" (así la llamaban). Ese mismo año fue admitido en la Cofradía de San Lucas, lo que le daba derecho a vender sus pinturas y a comerciar las ajenas. No llegó nunca a la prosperidad de las familias opulentas de esta ciudad de 25.000 habitantes, pero tampoco conoció la miseria. Vivió más o menos bien, aunque con periódicas estrecheces, ayudado por su suegra y mercando de cuando en cuando telas italianas para completar el mes, hasta la tremenda recesión del año 1675, que lo arruinó (se sospecha que este disgusto lo mató). Era tan minucioso y exigente en su trabajo que el nacimiento de cada uno de sus óleos semejaba un parto geológico: el promedio de su producción fue de un par de cuadros por año, a lo más. Aunque respetado como artista en su pequeña ciudad, en vida no fue conocido fuera de ella ni siquiera en Holanda. La gloria tardó un par de siglos en llegar.
[…] Sus motivos son pocos y recurrentes: señoras y muchachas en elegantes interiores mesocráticos, de pulcras baldosas blancas y negras dispuestas en damero, con paisajes y naturalezas muertas vistiendo las paredes y grandes ventanas de cristales límpidos que dejan pasar la luz sin macularla. Se cultiva la música y se lee, pues aparecen libros entre los brocados y sobre los sólidos muebles, y abundan los instrumentos musicales -clavecines, virginales, mandolinas, flautas- con los que las damas distraen el ocio. El amor de las mujeres por los trapos y las joyas se exhibe sin la menor vergüenza, con la buena conciencia que da a los industriosos mercaderes de Delft el éxito de los negocios (los barcos de la Compañía salen cada semana al Oriente cargados de telas y cacharros de la cerámica local y repletos de toneles de espumante cerveza para la larga travesía). Pero, más todavía que los suntuosos vestidos de seda, raso o terciopelo, y los primorosos encajes, lo que deleita a estas acomodadas burguesas son las perlas. Están por todas partes, centelleando en las pálidas orejitas de las muchachas casaderas, enroscadas en los cuellos de las casadas y en todos los adornos imaginados por los astutos joyeros para halagar la vanidad femenina: en broches, diademas, anillos, prendedores y en sartas que regurgitan los tocadores.
Esta prosperidad, sin embargo, no es nunca excesiva, está como contenida en el límite mismo donde la elegancia se convierte en amaneramiento y el lujo en exhibicionismo y frivolidad. Todo parece tan medido y congenian tan bien en estos hogares las personas y las cosas de que se rodean que es imposible no aceptar a unas y otras como unidas por un vínculo secreto y entrañable, por una suerte de necesidad. Es un mundo que se puede llamar culto, respetuoso de la ciencia, curioso de lo que hay al otro lado del mar -figura entre sus personajes un geógrafo rodeado de mapas y armado de un compás- y convencido de que las artes -sobre todo, la pintura y la música- enriquecen la vida.
Ahora bien, describir el mundo de Vermeer como yo acabo de hacerlo es una pretensión inútil. Él fue concebido y realizado con formas y colores, no con palabras, y además, al ser traducido a un discurso conceptual, pierde lo que lo hace irrepetible y único: el ser perfecto. No es fácil definir la perfección, pues las definiciones son imperfectas por naturaleza. La mayoría de los cuadros que pintó el maestro de Delft merecen esta alta y misteriosa calificación porque en ellos nada sobra ni falta, ningún elemento desentona y todos realzan el conjunto. Los pobladores de esas telas -militares de espadón y sombrero de plumas, doncellas de alabastro, mendrugos de pan o diminutas escorias de una pared- están unidos por un vínculo que parece anteceder a lo que hay en ellos de estrictamente plástico, y la belleza que mana de su apariencia no es sólo artística, pues, además de deslumbrarnos, nos inquieta, ya que parece dar sentido y realidad a esas hermosas e incomprensibles palabras que la religión suele usar: gracia, alma, milagro, trascendencia, espíritu.
Cuando un creador alcanza las alturas de un Vermeer descubrimos qué insuficientes siguen siendo, a pesar de todo lo que sabemos, las explicaciones que han dado los críticos, los filósofos, los psicólogos, de lo que es el genio de un artista. Los pinceles de ese metódico y anodino burgués transformaron el mundo pequeño, sin vuelo imaginativo, sin deseos ni sentimientos impetuosos, de mediocres apetitos y aburridas costumbres en el que vivió y en el que se inspiró en una realidad soberana, sin defectos ni equivocaciones, ni ingredientes superfluos o dañinos, en un país de inmanente grandeza y suficiencia estética, colmado de coherencia y dichoso de sí mismo, donde todo celebra y justifica lo existente. No sé si existe el cielo, pero si existe es posible que se parezca al paraíso burgués de Johannes Vermeer.
Font: Mario Vargas Llosa. Un paraíso burgués. El País 19/05/1996
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