8 de maig 2012

Frida Kahlo. Vargas Llosa. Resistir pintando



[…] Vi por primera vez algunos cuadros de Frida Kahlo en su casa-museo de Coyoacán, hace unos veinte años, en una visita que hice a la Casa Azul con un disidente soviético que había pasado muchos años en el Gulag, y al que la aparición en aquellas telas de las caras de Stalin y de Lenin, en amorosos medallones aposentados sobre el corazón o las frentes de Frida y de Diego, causó escalofríos. No me gustaron a mí tampoco y de ese primer contacto saqué la impresión de una pintora naïve bastante cruda, más pintoresca que original. Pero su vida me fascinó siempre, gracias a unos textos de Elena Poniatowska, primero, y, luego, con la biografía de Hayden Herrera quedé también subyugado, como todo el mundo, por la sobrehumana energía con que esta hija de un fotógrafo alemán y una criolla mexicana, abatida por la polio a los seis años, y a los 17 por ese espantoso accidente de tránsito que le destrozó la columna vertebral y la pelvis -la barra del ómnibus en que viajaba le entró por el cuello y le salió por la vagina-, fue capaz de sobrevivir, a eso, a las 32 operaciones a que debió someterse, a la amputación de una pierna, y, a pesar de ello, y de tener que vivir por largas temporadas inmóvil, y, a veces, literalmente colgada de unas cuerdas y con asfixiantes corsés, amó ferozmente la vida, y se las arregló no sólo para casarse, descasarse y volverse a casar con Diego Rivera –el amor de su vida-, tener abundantes relaciones sexuales con hombres y mujeres (Trotski fue uno de sus amantes), viajar, hacer política, y, sobre todo, pintar.

Sobre todo, pintar. Comenzó a hacerlo poco después de aquel accidente, dejando en el papel un testimonio obsesivo de su cuerpo lacerado, de su furor y de sus padecimientos, y de las visiones y delirios que el infortunio le inspiraba, pero, también, de su voluntad de seguir viviendo y exprimiendo todos los jugos de la vida -los dulces, los ácidos, los venenosos-, hasta la última gota. Así lo hizo hasta el final de sus días, a los 47 años. Su pintura es una hechizante autobiografía, en la que cada imagen […] hace también las veces de exorcismo e imprecación, una manera de librarse de los demonios que la martirizan trasladándolos al lienzo o al papel y. aventándolos al espectador como una acusación, un insulto o una desgarrada súplica.

La tremenda truculencia de algunas escenas o la descarada vulgaridad con que en ellas aparece la violencia física que padecen o infligen los seres humanos están siempre bañadas de un delicado simbolismo que las salva del ridículo y las convierte en inquietantes alegatos sobre el dolor, la miseria y el absurdo de la existencia. Es una pintura a la que difícilmente se la podría llamar bella, perfecta o seductora, y, sin embargo, sobrecoge y conmueve hasta los huesos, como la de un Munch o la del Goya de la Quinta del Sordo, o como la música del Beethoven de los últimos años o ciertos poemas del Vallejo agonizante. Hay en esos cuadros algo que va más allá de la pintura y del arte, algo que toca ese indescifrable misterio de que está hecha la vida del hombre, ese fondo irreductible donde, como decía Bataille, las contradicciones desaparecen, lo bello y lo feo se vuelven indiferenciables y necesarios el uno al otro, y también el goce y el suplicio, la alegría y el llanto, esa raíz recóndita de la experiencia que nada puede explicar, pero que ciertos artistas que pintan, componen o escriben como inmolándose son capaces de hacernos presentir. […] Ella no vivía para pintar, pintaba para vivir y por eso en cada uno de sus cuadros escuchamos su pulso, sus secreciones, sus aullidos y el tumulto sin freno de su corazón. [...]

Font: Vargas Llosa. El País, 29 de Marzo de 1998.

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