[…] Vi
por primera vez algunos cuadros de Frida Kahlo en su casa-museo de Coyoacán,
hace unos veinte años, en una visita que hice a la Casa Azul con un disidente
soviético que había pasado muchos años en el Gulag, y al que la aparición en
aquellas telas de las caras de Stalin y de Lenin, en amorosos medallones
aposentados sobre el corazón o las frentes de Frida y de Diego, causó
escalofríos. No me gustaron a mí tampoco y de ese primer contacto saqué la
impresión de una pintora naïve bastante cruda, más pintoresca que original.
Pero su vida me fascinó siempre, gracias a unos textos de Elena Poniatowska,
primero, y, luego, con la biografía de Hayden Herrera quedé también subyugado,
como todo el mundo, por la sobrehumana energía con que esta hija de un
fotógrafo alemán y una criolla mexicana, abatida por la polio a los seis años,
y a los 17 por ese espantoso accidente de tránsito que le destrozó la columna
vertebral y la pelvis -la barra del ómnibus en que viajaba le entró por el
cuello y le salió por la vagina-, fue capaz de sobrevivir, a eso, a las 32
operaciones a que debió someterse, a la amputación de una pierna, y, a pesar de
ello, y de tener que vivir por largas temporadas inmóvil, y, a veces,
literalmente colgada de unas cuerdas y con asfixiantes corsés, amó ferozmente
la vida, y se las arregló no sólo para casarse, descasarse y volverse a casar
con Diego Rivera –el amor de su vida-, tener abundantes relaciones sexuales con
hombres y mujeres (Trotski fue uno de sus amantes), viajar, hacer política, y,
sobre todo, pintar.
Sobre todo, pintar. Comenzó a hacerlo poco
después de aquel accidente, dejando en el papel un testimonio obsesivo de su
cuerpo lacerado, de su furor y de sus padecimientos, y de las visiones y
delirios que el infortunio le inspiraba, pero, también, de su voluntad de
seguir viviendo y exprimiendo todos los jugos de la vida -los dulces, los
ácidos, los venenosos-, hasta la última gota. Así lo hizo hasta el final de sus
días, a los 47 años. Su pintura es una hechizante autobiografía, en la que cada
imagen […] hace también las veces de exorcismo e imprecación, una manera de
librarse de los demonios que la martirizan trasladándolos al lienzo o al papel
y. aventándolos al espectador como una acusación, un insulto o una desgarrada
súplica.
La tremenda truculencia de algunas
escenas o la descarada vulgaridad con que en ellas aparece la violencia física
que padecen o infligen los seres humanos están siempre bañadas de un delicado
simbolismo que las salva del ridículo y las convierte en inquietantes alegatos
sobre el dolor, la miseria y el absurdo de la existencia. Es una pintura a la
que difícilmente se la podría llamar bella, perfecta o seductora, y, sin embargo,
sobrecoge y conmueve hasta los huesos, como la de un Munch o la del Goya de la
Quinta del Sordo, o como la música del Beethoven de los últimos años o ciertos
poemas del Vallejo agonizante. Hay en esos cuadros algo que va más allá de la
pintura y del arte, algo que toca ese indescifrable misterio de que está hecha
la vida del hombre, ese fondo irreductible donde, como decía Bataille, las
contradicciones desaparecen, lo bello y lo feo se vuelven indiferenciables y
necesarios el uno al otro, y también el goce y el suplicio, la alegría y el
llanto, esa raíz recóndita de la experiencia que nada puede explicar, pero que
ciertos artistas que pintan, componen o escriben como inmolándose son capaces
de hacernos presentir. […] Ella no vivía para pintar, pintaba para vivir y por
eso en cada uno de sus cuadros escuchamos su pulso, sus secreciones, sus
aullidos y el tumulto sin freno de su corazón. [...]
Font: Vargas Llosa. El País, 29 de Marzo de 1998.
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