[…] Pocas
cosas hay más fascinantes que ver a Jackson Pollock –por ejemplo, en el mítico
documental de Hans Namuth– pintando
una de sus famosísimas “drip paintings” (algo así como pinturas de goteo). Con
un cigarro siempre en la boca, entra en la tela, la salpica aquí y allá, se
aleja, da la vuelta, arroja un poco más de pintura al tiempo que avanza en una
suerte de pas de bourrée, se levanta, observa el trabajo, toma otra lata
de pintura, regresa a la tela. Como lo vio con claridad Harold Rosenberg, el
crítico legendario del New Yorker, el lienzo era para Pollock más una
arena en la cual actuar que un espacio donde poder reproducir objetos reales o
imaginarios: “lo que tiene lugar en el lienzo no es una pintura sino un
acontecimiento”.
[…] A
diferencia de las primeras aventuras abstractas (en las que por lo menos
quedaba, por así decirlo, el consuelo de las formas geométricas) aquí nos
encontramos ante una pintura en estado salvaje, atolondrada. No hay rastro ya
de simbolismo alguno; del impresionismo, si acaso, rescata la plenitud de la
superficie pictórica –esa voluntad de llenarlo todo–, pero nada más; tampoco se
trata realmente de una abstracción lírica (que retome la lección de Kandinsky,
como hiciera Rothko). Aquí solo hay acción, gesto (de ahí que la suya sea la
única, entre las pinturas del expresionismo abstracto, que verdaderamente
encaja en la definición de action painting: pintura de acción o, mejor, en acción).
[…]
Font: María Minera. Letras
Libres. Mayo 2012
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