Gaya. Chàteau de Cardesse.1939
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¿Qué hacer..?
Crear un mundo nuevo, muy alejado de la desesperación
nihilista donde se precipitan escuelas y artistas de su tiempo: pintar la luz
auroral con la que vestir todas las cosas, naciéndose con dolor en la tierra de
nadie del destierro.
Esa es la luz que entra por las ventanas del Château
de Cardesse (más una
morada de paso que un “castillo”: château, domaine… quinta, casa solariega, posesión,
hacienda, finca que abre sus puertas a un amigo sin tierra ni nada de su
propiedad). Y viene de la huerta de La Fuensanta, del santuario de la Virgen de
la Luz, de los pañuelos de las infantas velazqueñas y del Cántico
espiritual. Es la misma luz sacra de los maestros acuarelistas
chinos. El muro, el sofá, los cuadros, nos recuerdan el paso fugitivo de las
cosas y los seres humanos, cuya ausencia da un melancólico esplendor al blanco
purísimo de la luz.
Los dorados idos de los marcos, el raso y la madera noble
del sofá, el suelo y el muro, están tocados por la solitaria urbanidad en
cuarentena de una patina gris perla, gris ceniza: una paleta de grises que
murmura una plegaria. Sus contornos iluminan el fulgor inmaculado de la luz,
cuya manifestación posee el encanto de lo sagrado, lo divino. Es invisible;
pero todo lo ilumina y lo toca con su esplendor, vistiendo
con sus dones todas las
cosas de la creación.
Gaya. Homenaje a Velázquez. 1951
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El nacimiento de la luz es un acto de fe: fe en la
pintura. Y exige la disciplina más alta: despojar a la pintura de todo lo
accesorio (los maquillajes de la moda, las máscaras del pasado, las pasiones
del artista, las tentaciones visibles e invisibles), hasta encontrar el
diamantino fulgor de un manantial de agua o pintura virginal.
Esa revelación es el fruto de mucho trabajo y dolorida
soledad. Ha sido necesario huir de las tentaciones más prometedoras, cuando y
donde la pintura comenzaba a subastarse por metros. Es imprescindible defender
a cada instante gracias y dones tan frágiles, amenazados por las desalmadas
furias del tiempo y la historia. Consumado con solitario dolor, en un albergue
de paso, tal nacimiento, esa epifanía echa los cimientos de la tarea de toda
una vida: salvar, volver a pintar, buena parte del Museo íntimo, la casa del
ser del artista, la razón última de su paso por la vida. [...]
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