9 de des. 2015

Morandi. Antonio Muñoz Molina

[...] Las historias de artistas y escritores, desde el Romanticismo, suelen acentuar el heroísmo de la desmesura: la vida de Morandi, igual que su pintura, parece la búsqueda obstinada del mayor grado posible de limitación. No solo vivió en Bolonia toda su vida sino que además no cambió de domicilio desde que era niño. El mayor viaje formativo de su juventud lo hizo a Florencia, que estaba a poco más de una hora de tren. Probablemente la mayor influencia moderna que recibió fue la de Cézanne, pero la primera vez que viajó a París, ese destino obligatorio de cualquier artista de entonces, tenía sesenta y seis años. En Florencia, los volúmenes austeros y los colores amortiguados de los frescos de Giotto y Masaccio le dejaron una influencia que iba a durarle toda la vida. Muchas veces, pintado al óleo, Morandi elige tonos tenues, incluso apagados, que se parecen a los de los frescos deteriorados por los siglos en las iglesias de Florencia. Y esas botellas, esas aceiteras y jarras, se yerguen en un espacio despojado como santos de Giotto, como figuras cubiertas por mantos y togas en los frescos de Masaccio y de Piero della Francesca.

[...] Decía el físico Richard Feynman que no hay nada que mirado con algo de atención no pueda resultar apasionante. Como un científico que ahonda durante muchos años en un ámbito muy reducido de la experimentación, o un músico que explora las posibilidades de un tema musical breve y muy simple, Morandi resume el mundo no ya en su ciudad natal o en la casa donde ha vivido siempre, sino, más limitadamente aún, en una mesa común de cocina, sobre la que se agrupan, se separan, se cambian de disposición, unos cuantos objetos. El efecto es como el de ese gusano o esa abeja o mariposa que en un poema breve de Emily Dickinson comprime todo el espectáculo de la naturaleza. En una foto célebre se ve a Morandi, ya viejo, vestido con formalidad, observando algo con las gafas levantadas sobre la frente, con una expresión absorta y un aire como de asombro y de capitulación, como reconociendo que después de tantas tentativas, de tantas horas, de tantos años, el misterio de la presencia visual de las cosas siguiera siendo inabordable.

[...] Con los años, Morandi se fue emancipando de la rotundidad de Cézanne, o más bien se aproximó a lo que había hecho Cézanne con las acuarelas y los dibujos. Las figuras primero se despojan de peso y luego van perdiendo el volumen, igual que el espacio ya no ofrece la ilusión de la profundidad. La mesa no es una superficie plana y definitiva, sobre la cual se asientan firmemente las cosas, sino una franja de color o un horizonte brumoso. Eso tan cercano es una gran lejanía. Lo concreto y tangible se disuelve en veladuras como sombras, en extensiones delicadas de materia que le hacen a uno pensar en otro místico y otro recluso, Mark Rothko. Pero lo contenido de la escala lo mantiene todo a ras de tierra, en el ámbito atemperado de lo familiar y de los saberes prácticos y poéticos del oficio. [...]

23 de maig 2015

Klimt. Antonio Muñoz Molina. Otra modernidad

'Adele Bloch-Bauer I' (1907), de Gustav Klimt
[...] Alex Ross dice agudamente de Ravel que supo revolucionar las profundidades de la música sin agitar la superficie. Hay algo de eso en los cuadros que Klimt pintaba en Viena más o menos al mismo tiempo que Picasso en París. Las reproducciones los han perjudicado, al contaminarlos de una familiaridad engañosa, que además simplifica su complejidad y suaviza sus aristas. Una lámina de El beso o del Retrato de Adele Bloch-Bauer tendrá siempre una lisura decorativa que no existe en la realidad. Es al verlos de cerca cuando se descubre toda su novedad contenida, todo lo que hay en ellos de recapitulación y de ruptura. Picasso levanta una marejada: Klimt revuelve las aguas profundas. Picasso escapa de la tradición gracias al exotismo de las máscaras, como Gauguin había escapado viajando a la Polinesia. Klimt se remonta a un periodo del arte no menos apartado de las referencias habituales, los muros dorados de los mosaicos bizantinos de Rávena. La figura de esa dama de la alta sociedad judía de Viena que tal vez fue su amante emerge de un resplandor liso de oro. Y el vestido, cuando se mira de cerca, es un mosaico alucinante de signos que parecen jeroglíficos egipcios y también células humanas vistas al microscopio y símbolos primitivos de fertilidad. Nada es en principio más convencional en la pintura que el retrato de una mujer rica. Klimt cumple el encargo y a la vez le da la vuelta, mostrando al mismo tiempo el rango social y la belleza y las ansiedades y los deseos que están latiendo por dentro, que se revelan en unos labios entreabiertos, en una mirada demasiado fija, en unas manos delgadas que se retuercen como a punto de quebrarse.

Gustav Klimt. El beso
París es la capital obvia de la modernidad en esos años, pero en Viena estaban sucediendo cosas tal vez de mucho más calado, en las artes y en las ciencias, en los puntos de cruce entre unas y otras. En Viena, en la segunda mitad del siglo XIX, la medicina avanzó más que en ninguna otra parte para convertirse en una disciplina científica. Y es probable que en ninguna otra ciudad de Europa estuvieran tan mezclados científicos, escritores, músicos y artistas. La historia es conocida, y nos atrae más porque sabemos que su esplendor acabará en desastre. Por la Viena de Klimt, de Kokoschka, de Mahler, de Schnitzler, de Adolf Loos, de Freud, deambulaba el joven Hitler resentido y hambriento, privándose de comer para asistir a los montajes revolucionarios de las óperas de Wagner que dirigía Mahler. […]

Las mujeres de Picasso están vistas desde fuera. Tienden a ser modelos en el taller, o prostitutas, o estatuas ensimismadas, o caricaturas. Existen como proyecciones de la mirada del pintor. Las de Klimt habitan en un recinto de intimidad soberana, solas o en parejas, abrazadas a un hombre o a otra mujer, dueñas de su deseo, carnales y enjutas, olvidadas del pintor que las está dibujando o respondiendo a su mirada con otra mirada no menos directa. […]

6 de maig 2015

Van der Weyden. Fernando Checa

Tríptico de Miraflores. […] En el Libro Becerro de Miraflores se lo califica de «pretiosum et devotum», dos precisas denominaciones que nos explican muy bien lo que su autor pretendía y su cliente demandaba. Para Weyden, la cualidad de «pretiosum» tiene que ver con la delicadeza y arte supremo de las figuras, de sus actitudes, de sus trajes, del cuidado máximo a la hora de componer cada una de las escenas y el efecto del tríptico en general. Tiene que ver, igualmente, con el sentido con que ha iluminado los espacios: un interior en el Nacimiento, un exterior en la Piedad o Quinta Angustia, y una combinación de ambos en la Aparición de Cristo a su madre. Nada de esto tiene que ver ya con el sentido espacial del gótico, sino con un nueva y más «realista» captación del entorno. Pero, además, el artista, amigo y colaborador de escultores y pintores en su taller de Bruselas, ha realizado una sabia combinación de arquitecturas en las tres escenas y, sobre todo, una soberana lección de cómo pueden relacionarse las figuras con las arquitecturas y con la naturaleza y el paisaje que, como decimos, adquiere casi total protagonismo en la tabla central. No contento con esto, ha enmarcado las escenas en tres arcos decorados con esculturas resueltas a través de grisallas, demostrando –no tanto con palabras y escritos, a los que tan aficionados eran y serán los italianos– las posibilidades de la pintura como arte primordial sobre arquitectura y escultura. A todo ello, habría que añadir la presencia de la palabra escrita, tanto en el refinadísimo filo del manto de la Virgen en sus tres representaciones, como en la filacterias de los ángeles que culminan los tres arcos, procedentes en su mayor parte del Magnificat, texto a menudo cantado, con lo que, en cierta medida, se alude también a la música y al sonido.

Pero esta obra no sólo fue calificada en su tiempo de oratorio «pretiosum», sino, como decimos, también «devotum». No olvidemos que, como se nos recuerda por dos veces en el texto del Libro Becerro, estamos ante un oratorio, es decir, ante una serie de imágenes cuyo fin práctico expreso era el de excitar la devoción y provocar la oración. Las tres escenas, cuya iconografía detalla igualmente el texto al que venimos refiriéndonos, representan tres de los momentos capitales de la vida de Cristo: el de su nacimiento, el de su muerte y el de su vida gloriosa tras la resurrección. Es, por tanto, toda una historia de la Redención la que se nos muestra en una escasa pero muy intensa superficie pictórica en la que la figura de la Virgen, vestida de blanco, de rojo y de azul, adquiere un especial protagonismo, siempre como madre, dulce y devota en el Nacimiento (blanco), atribulada y sufriente en la Quinta Angustia (rojo), turbada y sorprendida ante su hijo resucitado (azul).[…]

Tríptico de los Siete Sacramentos. […] Las figuras de Los Siete Sacramentos de Van der Weyden poseen hasta tres tipos de escalas y proporción distintas (la de la escena central de la Crucifixión, la de los personajes que escenifican los Siete Sacramentos en los paneles laterales y en el mismo panel central, y la de los ángeles de la parte superior). Todo ello dentro de un interior gótico con el que chocan en sus proporciones de manera deliberada, sobre todo en el grupo de la Crucifixión de la escena central. Sin embargo, todo resulta de una armonía, una concordia y una verosimilitud espectaculares. […]

En este Tríptico de los Siete Sacramentos, Van der Weyden juega incluso, a pesar de todas estas ambigüedades, con el realismo más intenso. La obra fue encargada por Jean Chevrot, obispo de Tournai, que murió hacia 1460, con destino a la capilla de Poligny en el Franco Condado, territorio que por entonces pertenecía al ducado de Borgoña. Sus armas, así como las de la diócesis de Tournai, aparecen en la parte superior de la tabla central y, además, este personaje se halla retratado, pintado de negro, en la tabla izquierda de la composición.

Weyden ideó la iconografía de los Siete Sacramentos –un asunto que debía de ser especialmente querido a Chevrot, ya que encargó también una tapicería sobre este tema– como una sucesión de historias que se desarrollan en el espacio gótico mencionado desde la izquierda hasta la derecha, dedicando la tabla central, en la que se representa la historia de la Crucifixión con Cristo y las Santas Mujeres, al sacramento de la Eucaristía, que aparece en su parte posterior con un sacerdote oficiando en el momento de la consagración. El realismo al que aludíamos se refiere no sólo a la presencia de Chevrot, que parece entrar en la iglesia desde la izquierda, sino en el hecho de que la mayor parte de los rostros de estas historias lo son de personas reales. Estos retratos se han pintado sobre láminas de estaño que más tarde se pegaron a la tabla de roble, lo cual, dicho sea de paso, no ha redundado en la conservación posterior de estas partes, como todavía resulta hoy visible. Por tanto, este realismo no sólo se debe a la minuciosidad y precisión que caracteriza a la obra y a la pintura flamenca, sino a un deseo expreso de integración de personajes reales en la historia.

Esta, por otra parte, posee un alto componente simbólico y significativo. Desde el Sacramento del Bautizo, en la parte más a la izquierda, hasta el de la Extremaunción, en la de la derecha, lo que Chevrot y Weyden nos proponen es un recorrido a través de la existencia humana bajo el signo de la religión cristiana. Es la Iglesia –simbolizada por la presencia absoluta de la arquitectura gótica, que todo lo comprende– la que acoge como escenario «natural» esta historia, y son el sacrificio de Cristo en la Cruz y la acción del oficiante en el momento de la consagración los momentos elegidos, centrales en la vida del cristiano y aun en la propia Historia, concebida como Historia de la Redención.

2 de maig 2015

Van der Weyden. El Descendimiento. Entrevista a Gabriele Finaldi

-Para algunos, El Descendimiento es una de las obras máximas de la pintura flamenca más temprana, 1435...

-Sí, es sin duda una obra esencial. El Descendimiento es un cuadro religioso, un cuadro de altar. Hay que entenderlo en relación con su función. Cuando Cristo muere en la cruz se convierte en el Cuerpo de Cristo. Es una imagen eucarística. Solo hay que entenderlo desde el sacramento del altar: se une a la visión de la Sagrada Forma elevada por el sacerdote con el cuerpo de Cristo. Si no se piensa que esto tiene una función religiosa nada se entiende.

-Dentro del cuadro total, hay zonas, recortes casi independientes, difíciles de definir en su intensidad: las manos de Cristo y de la Virgen que casi se tocan. Una de ellas perforada por la llaga y la sangre coagulada sobre unas calzas rojas; la otra sola, contra el azul ultramar...

-En la relación entre la figura de la Madre y el Hijo hay una parte de geometría espiritual: lo que ocurre entre los dos cuerpos y las dos manos. El paralelismo de los dos cuerpos es a la vez narrativo, teológico y geométrico. Esta imagen está construida sobre unas preocupaciones geométricas: la Virgen se hace eco de la forma del cuerpo de Cristo. Pero esto no es una cuestión exclusivamente formal: la Virgen se hace eco del cuerpo de Cristo porque ella es la encarnación de la compasión, mientras que Él es la encarnación de la pasión. Por tanto pasión y compasión se hacen visibles a través de esa relación geométrica. El artista utiliza todos los medios a su alcance: la forma, el color, la geometría, para explicar esta idea. Si comparamos el color de la cara de la Virgen, está más muerta que su Hijo. Y esto es absolutamente intencional, es decir, se unen las dos manos como si fuera una especie de alianza entre esposos para realizar la salvación: es un significado teológico, vinculada claramente a la eucaristía y a la redención.

-Van der Weyden es el más dramático de los pintores flamencos del siglo XV. Todo en este cuadro, desde la descripción de las telas y detalles, hasta las caras y las lágrimas, confluye hacia la teatralidad. Pero, en especial, su composición tan compleja, llena de líneas oblicuas...

-La escena tiene lugar en una especie de caja de madera dorada, parecida a un gran relicario. Es interesante porque empieza la escena abajo, en el suelo, con una escena descriptiva histórica. Es un hecho que tuvo lugar en el Monte Calvario. Están los detalles de la hierba, las rocas, la calavera de Adán y de pronto el espectador levanta los ojos, sube a través de la composición y todo se ha convertido en otra cosa. Ya no es una escena histórica sino una escena sacramental. Y es realmente extraordinario que una sola imagen, parada y fija, pueda estar enviando tantas sugerencias, tantas líneas de interpretación, tantas ideas de cómo mirar y cómo entender, también de cómo compartir: porque claramente el espectador está concebido aquí como el que tiene la visión privilegiada de la escena. Es un invitado a participar en la emoción de la escena. Es decir, el cuadro lleva dentro sus propias instrucciones dramáticas. La forma en que el espectador tiene que reaccionar nos la están diciendo ellos, los personajes. Las figuras del cuadro nos explican cómo debemos reaccionar. La composición del cuadro, con ese paréntesis que marcan San Juan y Magdalena, tiene formas redondeadas. La forma de la Magdalena, no sé si se puede decir, tan angulosa, tan spigolosa, esos ángulos que hablan de dolor, de tristeza psicológica, utiliza de nuevo la geometría para reflejar el estado de ánimo. De la mujer que ha amado a Cristo y se encuentra ahora con su cuerpo muerto. Su reacción se manifiesta hasta en su postura y en su gesto.

-Van der Weyden, además de todo esto, está pintando en plena revolución del óleo...

-A partir de los años 20 del siglo XV sí que vemos, en el Norte de Europa sobre todo, un avance técnico extraordinario. Un uso de los medios técnicos que van a conseguir unos efectos óptico-visuales que nunca se habían conseguido. Es la combinación de ambición artística y los medios técnicos. Tradicionalmente el pigmento se mezclaba con huevo: la témpera. La témpera de huevo daba unos efectos esencialmente opacos, los efectos de luminosidad y de sombra se conseguían acumulando capas de pintura, pero sin transparencia. Sabemos que la pintura al óleo ya se utilizaba en el siglo XIV, que existía ya antes de los hermanos Van Eyck: pero ellos entienden que la transparencia del óleo, la posibilidad de trabajar con distintas capas que se aplican a la superficie, permite posibilidades extraordinarias. Son ellos los que entienden que se pueden utilizar las nuevas mezclas de los materiales para conseguir efectos ópticos nunca antes conseguidos. Ellos marcan el camino. Y eso es lo que fascina a los italianos. Los italianos llegan tarde a esto. Ellos intentan buscan efectos parecidos pero con la pintura tradicional. Cuando empiezan a conocer esta pintura es un reto para ellos.

-En Tournai o en Bruselas en la primera mitad del siglo XV se sigue pintando sobre tablas y sobre todo preparando su laboriosa imprimación. ¿Se sigue pintando en tablas porque es una tradición procedente del retablo?

-Si, por lo general se pintaba en tablas. Se pintaba casi exclusivamente por razones religiosas. El cuadro devocional para tener en casa, también el retablo, se hacen en tablas. La pintura que se hace sobre otros soportes, fundamentalmente sobre tela, tiene un desarrollo más lento, acabará sustituyendo la pintura sobre tabla porque es más económica, más fácil de transportar. La tela produce unos efectos ópticos distintos y la estética va más hacia ahí. Y sí, el proceso de la tablas, de la preparación de las tablas, es sumamente laborioso. Hay un trabajo de carpintería de alta calidad. Cuanto más importante era el encargo, mayor era la calidad de la madera y su preparación.

Este cuadro tiene una gran calidad en la madera. Es roble báltico. Madera cara y muy trabajada. La superficie estaba cuidadosamente preparada. El pintor pinta en una superficie que prácticamente parece mármol: lisa, muy muy clara.

Font: http://abcblogs.abc.es/alejandradeargos/2015/04/09/entrevista-a-gabriele-finaldi/

6 d’abr. 2015

Un retrato de Velázquez. Antoni Puigverd

Velázquez. Retrato de Inocencio X
[…] El lienzo más inquietante de Velázquez, el Retrato de Inocencio X, forma parte de la colección de la Galleria Doria Pamphili, situada en la romana Via del Corso. El propio papa Inocencio expresó al contemplarlo. “Troppo vero!”. Demasiado veraz. Josep Pla en el homenot dedicado al pintor Sisquella opina que la veracidad del rostro papal se hace patente cuando se compara con la “bella forma” habitual en la pintura anterior y posterior a Velázquez. También defiende Pla una paradoja: la verdad de este rostro es hija de una técnica negligente. Y es que la revolución de Velázquez, como tantas otras revoluciones estéticas, proviene del desprecio del estilo amanerado o preciosista. Pla destaca asimismo el formidable colorido de este cuadro. En Aigua de mar, elogia los salmonetes que, después de pasar por las brasas, adquieren “un rojo intenso, suntuoso, cardenalicio, un rojo que mantiene un parecido extraordinario con los rojos inmortales que Velázquez puso en el retrato del papa Inocencio X de la Galleria Doria en Roma”.

Se trata, en efecto, de una pintura en llamas. Inocencio, con la cabeza y el torso cubierto por las prendas rojas (que contrastan con el blanco del roquete que aparece en la parte inferior), contempla el mundo con una mirada a la vez insegura y desafiante: la mirada del poder. Como exigían las normas no escritas del retratista de corte, Velázquez tuvo que disimular la fealdad de aquel Papa, pero, por encima de las obligaciones del oficio, supo atrapar lo más profundo y lo más universal de su personalidad: una mezcla de recelo, temor y suspicacia. Nadie es menos libre y más desconfiado que el hombre poderoso.

Francis Bacon. Pope Innocent X. 1953
Siglos más tarde, otro gran artista de origen católico, el irlandés Francis Bacon, quedó tan impresionado por este retrato que dejó su prometedora carrera de diseñador para dedicarse en cuerpo y alma a la pintura. “Es el mejor retrato de la historia de la pintura”, dijo. Y también: “Es más milagroso que Rembrandt. Es asombroso que Velázquez haya sido capaz de mantenerse tan cerca de lo que llamamos una ilustración y al mismo tiempo revelar tan profundamente las cosas más grandes o más insondables que pueda sentir el hombre”.

Diego Velázquez era el prototipo del pintor cortesano: laborioso y callado. Mientras que Francis Bacon, extremista y atormentado, fue el prototipo del artista moderno. Católico y homosexual, alcohólico y sadomasoquista, subyugado por un religioso sentido de culpa, encarnó la sed de nuestro tiempo: un deseo insaciable, tan exigente como frustrante. Un deseo que, a pesar de las murallas que derriba en su búsqueda constante de experiencias de placer, nunca se sacia. La obra de Bacon, una de las más relevantes del arte contemporáneo, expresa el desgarramiento y el rabioso inconformismo del individuo actual: un individuo que aspira a la libertad pero choca contra las paredes de la cárcel de sus propios límites. […]

Antoni Puigverd. La Vanguardia.

31 de març 2015

Tiziano. Poesías. Vicente Lleó

Dánae, Tiziano, The Wellington Collection, Apsley House
Es difícil exagerar la importancia de Tiziano (ca. 1489-1576) en la evolución del arte europeo desde los inicios la Era Moderna: su extraordinaria longevidad, para lo normal en la época, hizo que su arte influyera en varias generaciones de artistas. Por otro lado, su valoración del colorito veneciano por encima del disegno centroitaliano (que no dejó de irritar a Vasari), así como su «invención» de la pittura di macchia, contribuirían decisivamente al desarrollo del arte posterior, es decir, el Barroco. Sin el ejemplo de Tiziano, ni Rubens ni, por extensión, Velázquez habrían alcanzado las calidades a las que llegaron; y a ello hay que añadir que, a través de Rubens, su influencia se haría notar en el debate dieciochesco entre poussinistas y rubensianos, en la parisiense École des Beaux Arts, que terminaría con el triunfo de los últimos, dando paso a la pintura romántica, con figuras como Eugène Delacroix. Por otro lado, su persona se convirtió pronto en modelo para las aspiraciones sociales de los artistas contemporáneos, y no sólo en Italia, donde estos habían alcanzado ya desde el siglo XVI un alto grado de reconocimiento, sino en países como España, donde aún en los siglos XVI y XVII seguía sometiéndoseles al pago de la alcabala, un impuesto que gravaba los oficios manuales, equiparando, por tanto, a pintores y escultores con cualquier trabajo propio de un artesano.

Tiziano. Autorretrato. 1562. Museo del Prado
Ahora bien, la pugna legal por la exención del pago de la alcabala llevada a cabo por los pintores españoles no fue principalmente por una cuestión económica, sino que se correspondía con una voluntad de reivindicación de la pintura como arte liberal, equiparable con la actividad de poetas o pensadores. En ese sentido, era habitual que sus defensores recurrieran al tópico horaciano ut pictura poesis –la pintura es como la poesía– formulado por el poeta latino en su Ars Poetica, pero también acudiendo a las anécdotas de Plinio el Viejo sobre el mítico pintor griego Apeles y el ennoblecimiento de su actividad por Alejandro Magno. Por eso no es casual que en su diálogo L’Aretino, de 1557, Ludovico Dolce calificara ya a Tiziano como alter Apelles. Por su parte, el emperador Carlos V, equiparado así con Alejandro Magno, lo consideraría huius saeculi Apelles, en la propia patente en que elevaba al pintor a la categoría de conde palatino en 1533. En este sentido, Tiziano se convertiría en el paradigma de las ambiciones de los artistas contemporáneos. Sin duda, las ansias nobiliarias, tanto de Rubens –convertido en gentilhombre de cámara de la infanta Isabel, gobernadora de los Paises Bajos– como de Velázquez en su lucha por obtener el hábito de Santiago, se vieron espoleadas también en este aspecto por el ejemplo tizianesco. […]

Venus y Adonis, Tiziano, Museo del Prado
El debate sobre el significado del término poesía aplicado a las pinturas de desnudos mitológicos del pintor veneciano sigue estando abierto, aunque en sus aspectos esenciales existe cierto consenso. Parece indudable el carácter ovidiano de estas obras, no sólo porque en su mayoría las imágenes se basen en las Metamorfosis del poeta romano, sino porque comparten con éste la voluntad explícita de excitación erótica. Tendríamos, pues, por un lado, una ekphrasis poética, al dar forma visual a los textos ovidianos, pero, por otro lado, una innegable carga erótica que, de hecho, es tratada con toda naturalidad en las cartas cruzadas entre el monarca español y el pintor veneciano. Así, en una carta de 1554 dirigida por Tiziano a Felipe II, escribe: «E perché la Danae che io mandai già a V. M. si vedeva tutta la parte d’innanzi, ho voluto in quest’altra poesia variare e farle mostrare la contraria parte, accioché riesca il camerino ove hanno da stare più grazioso alla vista», lo cual, evidentemente, deja poco espacio para la especulación.

Poesía pintada, pues, pero en la que no existe una servidumbre estricta con respecto a los textos aludidos, sino una voluntad creativa o inventio del artista que la hace auténticamente suya, que le da su voz. Dentro de la larga tradición de donne nude en la pintura veneciana, que arranca con Giovanni Bellini, las poesie pintadas por Tiziano para Felipe II suponen la culminación. […]


30 de març 2015

Roger van der Weyden. Joaquín Yarza

Weyden. Descendimiento. Prado
Weyden, Roger van der (Tournai, h. 1399/ 1400-1464). Pintor flamenco. Su nombre en origen debía ser Rogier de la Pasture, siendo su padre, Henri de la Pasture, cuchillero. Tanto la primera parte de su vida como el ca­tálogo de su obra no están exentos de dudas y problemas. En 1427 entra como aprendiz en el taller de Robert Campin y lo abandona ya como «Maistre Rogier» en 1432. Estos datos incontrovertibles han generado mucha literatura moderna; ¿cómo un hombre ya casado y al que ha nacido quizás el primer hijo, puede entrar de aprendiz a los veintiocho años en un taller de pintura? En 1423 entre los oficios se había establecido la norma de que cualquiera que quisiera obtener su maestría franca en una ciudad debía pasar por un aprendizaje de cuatro años junto a un maestro. En 1426 se dice que Weyden no estaba en Tournai, sino en Bruselas. Su mujer es hija de un zapatero de esta ciudad. No existe ninguna noticia entre 1432 y 1435, pero es muy probable que residiera en Lovaina. El Gremio de Ballesteros de esta ciudad le encarga El Descendimiento (Prado) hacia 1434-1435 para la iglesia de Nuestra Señora Extramuros. 

Weyden. Crucifixión. Escorial
El 21 de abril de 1435 se instala en Bruselas con su mujer y sus dos hijos. Entonces cambia su nombre francés «de la Pasture» por «van der Weyden», esto es, lo flamenquiza. Se establece en una casa cerca del barrio de los orfebres. Entre 1439 y 1441 realiza una de las obras que le darán más fama, Justicias de Herkenbald y de Trajano, por desgracia quemada en un incendio del Ayuntamiento (1695). Se conserva un recuerdo, que no una copia, en una tapicería de Berna (h. 1460-1470). Trabaja en todo lo que entonces acostumbra a hacer un pintor: en 1439, el duque Felipe el Bueno le encarga la policromía de la tumba de María de Evreux, mujer de Juan III, duque de Brabante, y de su hija María; en 1441 la pintura de un dragón, para la procesión del «Grand Tour» en honor a santa Gertrudis de Nivelles. Hubo de recibir encargos de la casa ducal, en especial, retratos, además de lo dicho. En estos años llevará a cabo el Tríptico de Miraflores (Staatliche Museen, Berlín), que el rey Juan II de Castilla y León regala en 1445 a la cartuja de Miraflores (Burgos) recién fundada. Quiere decir que es un pintor cuyo prestigio ha traspasado las fronteras de su país. En 1450 viaja a Italia, según Facio (1456), para ganar el jubileo romano. Aunque debió pasar un tiempo allí, el renacimiento reciente no le causa especial impresión, si bien en algunas de sus pinturas acusa préstamos que afectan a lo compositivo. En 1448 su hijo Cornelio entra en la cartuja de Scheut y él regala la Crucifixión de El Escorial (la cartuja la venderá en 1555 como obra de Roger y recibiendo a cambio, además, una copia). En 1460, Bianca Maria Sforza envía a su pintor Zanetto Bugatto a Bruselas junto a Weyden. Vuelve tres años después y la duquesa escribe una carta de agradecimiento a «Rugerio de Tiurnay pictori in Burseles». Es un ejemplo bastante excepcional de un italiano ya formado que viaja a Flandes para cambiar su estilo, y una señal de hasta qué punto Weyden era un artista muy reconocido. 

Weyden. Virgen con el niño. Prado
En 1462 él y su mujer entran en la cofradía de la Santa Cruz, de élite, en la que se agrupan las personas más significativas de la sociedad de Bruselas. En la capilla Saint-Jaques-sur-Coudenberg, relacionada con ella, se celebrarán misas por su memoria. Muere en 1464, como indican las cuentas de la corporación de pintores de Tournai, donde aún se le dice nativo de Tournai y se le llama Roger de la Pasture. Hereda el sentido plástico de las formas de su maestro, el supuesto Robert Campin, y realiza un arte de notable expresividad emotiva, lejos del lenguaje conceptual de Jan van Eyck, que enlaza con la mentalidad de la llamada «Devotio moderna». Sus composiciones calan en la sensibilidad de las clases altas y de la burguesía en general. Por ello se copian e imitan durante muchos años. Virgen con el Niño (legado Fernández Durán, Prado) es uno de estos iconos creados por él y utilizados por maestros flamencos, primero, y luego castellanos.

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28 de febr. 2015

Rafael Argullol. Sis pintures

La ruleta de les emocions. Al jove Edvard Munch li van donar una beca per anar a París. La ciutat, en ple esclat del moviment impressionista, estava en un dels seus moments més esplendorosos. Per a un aprenent de pintor era una oportunitat única. Però Munch va estar-s’hi poc, a París. Va preferir continuar el seu viatge cap al sud fins a arribar a Montecarlo. Volia que la seva acadèmia fos el casino. Va passar molts dies observant la gent que apostava entorn de les ruletes. Creia que les cares dels jugadors, sempre necessàriament contingudes, en la victòria i en la derrota, reflectien amb la seva puresa nua els moviments de l’ànima.

Munch aspirava a pintar les emocions. No un home o una dona emocionats sinó les emocions mateixes. Volia pintar l’angoixa, la gelosia, el goig..., allò, en definitiva, que semblava prohibit als pintors perquè eren conceptes que únicament podien expressar els filòsofs. Schopenhauer havia escrit en un dels seus llibres que mai es podria pintar el crit.

Una tarda, passejant pel camí que dibuixava un fiord, va sentir un crit. No va saber si era des de l’exterior o des del seu interior. Va imaginar una màscara que cridava mentre es tapava les orelles per no sentir el crit. Així va pintar allò que a Schopenhauer li semblava impossible. Va pintar El crit.

L’alegria de viure. Per defensar-se dels seus crítics, després d’exposar El dinar campestre, pintat el 1863, Édouard Manet va al·legar la influència de Giorgione i el seu Concert campestre, una obra mestra del Renaixement venecià. El paral·lelisme entre les dues obres va ser evident des del primer moment, si bé el recurs al seu il·lustre precedent no va lliurar Manet dels atacs dels moralistes, els quals podien acceptar la nuesa suposadament al·legòrica -encara que no gaire- de les nimfes de Giorgione però no la nuesa realista d’aquella dona acompanyada per dos cavallers vestits.

No obstant això, Manet hauria pogut al·legar tradicions encara més contundents. Les va posar en relleu Aby Warburg, un dels historiadors de l’art més importants del segle XX. Al plafó 55 del seu extraordinari Atles Mnemosyne, Warburg va demostrar la continuïtat del tema des de l’antiguitat fins a l’època moderna. Els baixos relleus d’un sarcòfag romà, on es representa el judici a Paris, estarien agermanats, per dir-ho així, amb les pintures de Giorgione i de Manet. L’obra d’aquest té exactament la mateixa distribució figurativa d’un dibuix de Rafael -també amb el tema mitològic del judici a Paris- gravat per Marcantonio Raimondi el 1516. Els estudis d’Aby Warburg i els seus deixebles han fet sortir a la superfície els subsòls de l’art i les genealogies laberíntiques dels seus motius.

Allò que, més enllà de les apreciacions formals -com la desproporció, contrària a la perspectiva, de la figura femenina vestida-, va escandalitzar del quadre de Manet els seus contemporanis va ser, segurament, l’exposició serena i lluminosa de l’alegria de viure. Els hipòcrites se senten còmodes amb l’exageració del vici però no suporten l’harmonia que envolta l’autèntic plaer.

Quan la llibertat està per damunt de la llei. Per ser revolucionari l’art ha de ser bo, no revolucionari. Per més que vulgui expressar les passions d’una època, si l’art és mediocre expressarà, com a màxim, les obsessions d’una doctrina. Això va ser molt debatut a propòsit del realisme social, el segle passat, però es pot estendre a l’art de tots els temps, cada cop que principis religiosos, polítics o ideològics han trepitjat la lliure creativitat.

No obstant això, excepcionalment, hi ha obres revolucionàries en la forma i en el fons. El Guernica, de Picasso, n’és una. Potser la més representativa d’aquesta difícil harmonia és La llibertat guiant el poble, d’Eugène Delacroix. El destí d’aquesta pintura informa del seu poder. Delacroix la va pintar el 1830, i hi va reflectir la revolució del juliol d’aquell mateix any que va portar al poder Lluís Felip d’Orleans, que la va adquirir després de la sensació que va causar al Saló de París del 1831. Sembla que Lluís Felip -amb raó- va amagar l’obra al poble per evitar que, precisament, el poble quedés contaminat pel seu contingut.

La llibertat creativa de Delacroix està a l’altura de la llibertat que vol representar. El tractament dels cossos recorda El rai de la Medusa, de Géricault, i, com també va fer Goya uns anys abans, l’escena, amb la seva cruesa, està desproveïda de vels al·legòrics. Fins i tot l’al·legoria de la llibertat deixa de ser al·legòrica i, per escàndol dels conservadors, no està representada per una bellesa idealitzada sinó per una dona mig nua que camina entre cadàvers. Delacroix va expressar la força única d’una revolució quan, obligats a escollir entre la llei i la llibertat, els homes prefereixen la llibertat a la llei.

La consagració de la intimitat. Ara que es parla molt de la pèrdua de la intimitat en la vida contemporània no és superflu recordar que la litúrgia de la intimitat té, entre nosaltres, una història breu, de no més de tres o quatre segles. Si repassem la literatura europea és difícil trobar l’exposició d’escenaris íntims abans del segle XVIII. Fins i tot l’anomenada poesia lírica, des de la mateixa antiguitat, és, en realitat, una expressió èpica d’emocions i sentiments. Les confessions de sant Agustí són èpiques, i èpics també els amors, gens íntims, de Dant i Petrarca per Beatriu i Laura.

En les arts visuals passa el mateix, amb la particularitat que exterioritzen els canvis a través de l’espai creatiu en el qual es produeixen. L’expressió de la intimitat es correspon amb el naixement del taller modern. Mentre l’art va ser fonamentalment religiós o polític els artistes treballaven en grans espais col·lectius. La mostra més espectacular és el remolí de forces que, a l’Edat Mitjana, es convoca per a la construcció d’una catedral. També les botteghe renaixentistes reunien, al voltant del mestre, desenes de deixebles. La de Verrocchio, on era aprenent Leonardo, tenia cinquanta joves artistes. També la de Rafael era molt nombrosa. L’art que produïen no aspirava a la intimitat subjectiva sinó a la universalitat èpica.

El taller modern, que apareix a Europa a partir del segle XVI, té, en canvi, una voluntat diferent. L’artista busca captar la intimitat de la condició humana i, per fer-ho, busca també la intimitat. Sorgeix així un nou espai, gairebé secret, on l’artista es reclou amb la seva obra fora de les mirades alienes, a excepció de la de la model, passiva i silenciosa. Des del segle XVII sovint el mateix art captura la dinàmica d’aquest nou espai on es consagra la intimitat. De Velázquez a Picasso pocs artistes deixen d’autoretratar el seu taller. El pioner és naturalment Johannes Vermeer, el pintor de la intimitat per antonomàsia.

Sota la pell hi ha un univers. El doctor Tulp està dictant la seva lliçó d'anatomia. Els deixebles observen amb atenció. Fins ara els plantejaments han estat teòrics però ha arribat el moment d’entrar a l’interior del cos i comprovar les lleis de l’univers íntim. Aquest acte és gairebé sagrat encara que per molts és sacríleg. L’ortodòxia religiosa prohibia l’accés a la interioritat del cos. Durant l’Edat Mitjana el metge parlava ex cathedra, mentre el barber o el ferrer operaven. Tulp, com a nou metge renaixentista, parla i opera. Utilitza el bisturí com el pintor utilitza el pinzell o, l’escultor, el cisell.

El viatge a l’interior del cos és una de les aventures humanes més grans. És un espectacle tan colpidor com el viatge a les estrelles. Microcosmos i macrocosmos. Tot Europa s’omple de teatres anatòmics i d’observatoris astronòmics. Entre els primers tinc preferència pel de l’antiga Universitat de Bolonya, però també el de Barcelona, al carrer del Carme, té una gran bellesa.
Rembrandt ens representa el seu doctor Tulp en un d’aquests teatres anatòmics. Han passat cent anys des que Leonardo o Miquel Àngel van ser acusats de trossejar cadàvers per estudiar el cos humà. A l’obra de Rembrandt el pintor ha deixat de ser un sacríleg clandestí i la mateixa pintura reflecteix l’escena en què es produeix la dissecció del cadàver. Fascinats pel cos humà, el cirurgià i l’artista recorren camins paral·lels. El doctor Tulp és un metge però també és, en realitat, un doble del mateix pintor. La lliçó d’anatomia és una lliçó de pintura.

Quan el món es preparava per ser millor. Nosaltres fem veure que som lliures però sabem que no ho som. Ens determinen massa circumstàncies i, d’altra banda, ens falta la fe per afrontar-les. Tenim poca fe en l’home encara que tinguem una confiança il·limitada en les màquines. I no som pessimistes perquè evitem les preguntes. Per por o per mandra. Som pragmàtics i les idees elevades sobre l’ésser humà ens semblen inútils. Hi ha el que hi ha. Aquest podria ser el lema de l’època. La llibertat per elevar-se a una alçada angèlica o degradar-se fins al nivell de la bèstia no forma part de les nostres preocupacions. Passa el que passa. Hi ha el que hi ha.

No obstant això, va haver-hi una època, potser l’espiritualment més optimista de la història, en la qual la llibertat d’elegir era una preocupació central. Aquesta època va tenir com a seu una ciutat: la Florència dels humanistes. Allà es va defensar apassionadament la llibertat humana com a camí de perfecció mentre es reconeixia que l’home, també lliurement, podia caure en l’horror. L’any 1486 Giovanni Pico della Mirandola va escriure un dels textos més enlluernadors que s’hagin escrit, Discurs sobre la dignitat de l’home. En ell Déu es dirigeix a Adam i li diu que, a diferència de les altres criatures, l’home és completament lliure per aspirar a la condició angèlica o per corrompre’s en l’abjecció bestial. És el manifest literari de l’humanisme.

Podem considerar que el manifest visual seria L’escola d’Atenes, pintat a Roma els anys 1510 i 1511. En aquesta obra magistral Rafael sintetitza el llegat humanista antic. Plató assenyala el cel; Aristòtil, la terra. Quan un contempla detingudament la pintura té la impressió que en aquesta escena el món es preparava per ser millor.

21 de febr. 2015

Cézanne. El retrato incesante. Antonio Muñoz Molina

Madame Cézanne en el invernadero. 1891
La señora Cézanne se ponía un vestido, se sujetaba el pelo en un moño, se sentaba en una silla o en un sillón con las manos juntas sobre el regazo y se quedaba inmóvil durante horas, nunca sabía con antelación cuántas, inmóvil y callada, porque a su marido no le gustaba que lo distrajeran, mirando al vacío, o mirándolo a él de soslayo, casi siempre cuando él no tenía los ojos alzados hacia ella, los ojos fijos y a la vez tan ausentes, entre la observación casi clínica y el puro ensimismamiento. Una vez él le había ordenado a una modelo: “¡Sé una manzana!”. A su mujer no tenía que darle esas instrucciones, porque llevaba viviendo con él y posando para él desde que ella tenía 19 años, una de esas muchachas de clase obrera a las que los pintores usaban como modelos y a las que hacían sus amantes. Ella posaba en una escuela de pintura y ganaba algo más de dinero trabajando como encuadernadora. En muchos de los retratos que le hizo él tiene las manos juntas, en el regazo del vestido, unas manos fuertes que se ven más detalladas en los dibujos.

En alguno de los retratos al óleo está cosiendo, sin duda porque él le había indicado que lo hiciera. Sería un alivio ocuparse con algo, distraer la mirada y las manos, aunque lo más probable es que él no le permitiera coser de verdad, ya que cualquier movimiento o cualquier ruido alterarían su concentración. Él elegía el vestido que debía ponerse y la silla recta o el sillón más confortable en el que debía sentarse, y también el fondo, casi nunca el mismo de un retrato a otro, una cortina, una pared con un dibujo de papel pintado barato, una tapia de jardín. Unas veces ella tenía que mantener la cabeza erguida y mirando al frente. Otras le pedía que la ladeara, lo hacía él mismo, sujetando con sus dedos la fuerte barbilla hasta que alcanzara la postura exacta. Y quizás también había veces en que esperaba a que ella fuera cambiando de posición de manera inconsciente, ofreciera un escorzo inesperado al volverse hacia un ruido, se quedara absorta por completo en algo, con esa expresión tan seria, con esos rasgos tan sólidos que él conocía de memoria, y que se ajustaban tan útilmente a su deseo de simplificar las formas y hallar la osamenta de lo duradero bajo las percepciones fugaces, las que habían seducido a los impresionistas hasta un cierto grado de superficialidad, para él irritante, una fascinación frívola por lo azaroso y lo instantáneo.

Madame Cézanne con un vestido rojo. 1890
A otros los estimulaba lo extraordinario o lo desconocido. Él buscaba ahondar una y otra vez en lo más cercano, lo familiar, unas manzanas sobre un lienzo blanco o en un frutero, en la mesa de la cocina, un camino que recorría a diario, la misma montaña vista todos los días desde la ventana de su casa en el campo. Y casi más que nada, que nadie, esa presencia tan asidua en su vida, Madame Cézanne, que en realidad sólo adquirió legalmente ese título cuando llevaban ya muchos años juntos y tenían un hijo de 16. Cuando la pintó por primera vez mostraba una cara desconcertada y redonda, todavía algo infantil. La pintó en un boceto al óleo, con el pelo suelto y los hombros desnudos, y aunque no se ve nada más se nota la incomodidad de la pose, el pudor de encontrarse desnuda, no en la tarima de un aula sino en el cuarto de un hombre, mayor que ella, de una clase muy por encima de la suya, que la ha hecho o va a hacerla su amante, y que cuando la deje embarazada no se casará con ella, y menos aún la presentará a sus padres, burgueses adinerados y católicos que ven a su hijo más o menos como un inútil encaprichado con la pintura, al que le pasan una ayuda mezquina para que no se muera de hambre.

Madam Cézanne in a Red Armchair. 1877
Cézanne retrató a su mujer 29 veces a lo largo de unos treinta años. Pero son innumerables los dibujos a lápiz que hizo de ella, en cuadernos de apuntes, en grandes hojas de cuaderno, en los reversos de otros dibujos. En los retratos al óleo Madame Cézanne es una figura maciza, con algo de estatua, retraída en sí misma, a veces tan impenetrable en su solidez como un árbol o una montaña. La evidencia de lo idéntico vuelve más rico el despliegue de las variaciones, un contraste de obstinación y novedad, de monotonía y rareza, al que yo sólo le encuentro comparación en los bodegones de Morandi y en las series de variaciones musicales de Beethoven. Igual que Beethoven explora todas las posibilidades que caben en un vals muy simple, Cézanne observa a una sola mujer a lo largo de treinta años y cada vez que le pide que se quede inmóvil y se pone a retratarla encuentra la perduración de lo mismo y las facetas inagotables de lo que parece que no cambia, las modificaciones continuas de cualquier presencia observada con algo de atención. Cambia un gesto, se ensancha o se endurece una cara, cambia la moda, todo es distinto si esa mujer de vestuario tan severo se pone de pronto un vestido rojo, si se hace otro peinado, si le da el sol en un jardín, si la cal de los muros y la policromía de las flores llenan el aire de reflejos. Algunas veces la mujer es retratada en presente: su aspecto se corresponde con la edad que tenía cuando se pintó el retrato. Pero otras veces, en un retrato fechado años después, resulta ser mucho más joven, como si Cézanne, aunque la tiene delante, estuviera pintando un recuerdo.

Las reproducciones tergiversan la pintura de Cézanne: la hacen parecer más grave, más laboriosa, más espesa de materia. Vistos en la realidad los cuadros revelan una ligereza inusitada, como de acuarela, como de bocetos al pastel. […]

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14 de febr. 2015

Rubens. Aquiles en el gineceo. Javier Gomá

Rubens. Aquiles descubierto por Ulises. 1618
Quien visite el Museo del Prado podrá contemplar un hermoso y enigmático cuadro de amplio formato resultado de la colaboración de un Rubens maduro y su discípulo Van Dyck, quien en 1618, cuando el cuadro fue pintado, era sólo un adolescente en el taller de su maestro. ¿Qué tema escogieron para su colaboración y cómo lo ejecutaron estos dos artistas eminentes, cada uno en una etapa distinta del camino de la vida, uno en el apogeo de su capacidad y de su fama, el otro un muchacho que ya destaca en su oficio, rebosante de promesas y de incierta emoción? El título del lienzo es Aquiles descubierto por Ulises y muestra a un Aquiles adolescente, de rostro afeminado, vestido como una doncella, que, en el centro de la escena, rodeado de mujeres y frente a dos griegos, uno de ellos el astuto Ulises, blande una espada con ademán furioso. ¿Qué hace de aquella guisa, travestido de mujer, en tan insólita compañía, el más grande guerrero de la Antigüedad, el que con razón fue llamado el mejor de los griegos, el héroe excelso de la guerra de Troya, cuyas hazañas fueron cantadas por Homero? La cuestión es sobremanera intrigante. Obsérvese además que el mito de Aquiles ha sido un tema poco frecuente en la historia de la pintura, y todavía menos las escenas de su época anterior a sus aventuras y lances del ciclo troyano, las de su infancia y juventud, de las que Homero prescindió deliberadamente en su epopeya. Que no fue un hallazgo de la casualidad lo demuestra que el mismo Rubens dedicó a la vida de Aquiles unos años más tarde, entre 1630 y 1635, una serie entera de ocho maravillosos tapices. ¿Qué pudo atraer a los dos artistas de un tema semejante, tan insólito, tan centrado en un contraste a primera vista pintoresco, exagerado?

El mito cuenta que Tetis, la madre de Aquiles, fue alertada de que éste, aunque, como hijo de diosa, era inmortal, no sólo estaría expuesto a la muerte sino que de hecho moriría si participaba en la guerra de Troya. Ahora bien, el interés de los griegos en que Aquiles se sumara a la armada griega era máximo porque, a su vez, habían sido avisados por el oráculo de que sólo si se aseguraban esa participación del hijo de Tetis obtendrían la victoria militar contra los troyanos. La diosa, indiferente al resultado de la guerra y preocupada tan sólo de la vida de su hijo, ocultó al joven Aquiles donde a nadie se le ocurriría buscarlo, en el gineceo de la corte de Licomedes en Esciros. Allí, escondido entre las doncellas como una más de ellas, el futuro héroe pasó los años de su adolescencia meditando sobre su extraño destino: una vida corta con gloria o larga sin ella; permanecer en Esciros para siempre, quizá sin personalidad definida, sin nombre, sin hazañas y sin fama, más bien cuidando de no destacar en nada para no ser descubierto, insolidario con la causa de los griegos, pero con larga vida o aun eterno como un dios; o bien salir del gineceo, ir a Troya, pelear contra los bárbaros asiáticos, contribuir decisivamente a la victoria, descollar entre los demás héroes griegos y merecer gran gloria, pero morir, como un hombre más, y además morir joven, en la primavera de su vida.

Al final, Aquiles decide ir a Troya aun a precio de ser mortal. La pregunta es obvia: ¿por qué? En efecto, ¿por qué un hijo de diosa, inmortal como ella, decide renunciar a su rango, ser tan mortal como los demás hombres y compartir con ellos su fatal destino? ¿Qué impulsó a Aquiles a abandonar ese privilegiado lugar, ese Olimpo terrenal, con rumbo a una Troya que será para él un camposanto? […]

El cuadro del Prado muestra precisamente el momento de la decisión trascendental de Aquiles, inducida por Ulises. Éste ha llegado a conocer dónde se oculta el joven héroe y, mientras la armada griega espera expectante, idea un plan para burlar la vigilancia y poder entrar en el gineceo, vestido de mercader. Una vez dentro, las alhajas que extiende sobre una manta atraen la atención de las mujeres que, excitadas, corren a rodearlo, seguidas del hijo de Tetis, momento que el astuto Ulises aprovecha para hacer sonar una trompeta llamándole a la guerra. Ésa es la escena del cuadro, cuando Aquiles, dominado por un ardor bélico irresistible, empuña la espada, descubriendo su identidad al mismo tiempo que resolviendo el dilema a favor de una vida breve con gloria, a favor, en suma, de la finitud. Deidamía, la hija del rey y señora del gineceo, que en el cuadro aparece embarazada de Aquiles, comprende al instante que ha perdido a su enamorado para siempre, y por eso es representada pálida y abatida, con la mirada baja y asistida en su desolación por otras damas, sin que el gesto de su mano izquierda, que amaga un intento de retenerlo, sea otra cosa que un reflejo que ella misma sabe inútil.