Hotel Room. 1931 |
[...] De todos los poemas que he leído sobre
Hopper, el mejor me parece el de John Updike. Se llama “Dos Hoppers” porque
Updike lo escribió en 1983 a partir de dos cuadros: el cuadro primerizo de la
muchacha que cosía a máquina frente a una ventana, y el famoso “Habitación de
hotel” (1931), quizá el cuadro más famoso de Hopper, el de la mujer que lee una
carta en la cama de un hotel. El poema termina así:
Hemos estado aquí antes. La
luz oblicua,
la mujer sola y atrapada entre los planos
de la pintura. Algún misterioso testigo nos ha
invitado
a respirar junto a ellas. La chica que cose,
la carta. Hopper dice: ”yo soy Vermeer”.
Como poema, es magnífico, pero no sé si se puede decir
que Hopper sea Vermeer. En Vermeer existe algo parecido a la gracia, no sabemos
qué, quizá la serenidad, o la luz mansa, o el silencio, o el sosiego interior
que percibimos en las mujeres que vierten leche o leen una carta -igual que la
mujer de Hopper en la habitación de hotel-, pero esa gracia existe y se extiende
por el cuadro y de algún modo alcanza a quien lo observa. En su sentido
teológico originario, la gracia no es más que la generosidad de Dios, que bien
podría ser, en el caso de Vermeer, la generosidad de la luz (y del artista que
sabe atraparla).
Sin embargo, nada de eso existe en Hopper, porque sus
personajes nunca alcanzarán la gracia, o ni siquiera son conscientes de que
exista algo semejante a la gracia. Y lo curioso del caso es que eso tampoco les
importa. Y lo más extraño del mundo de Hopper es que en él no hay esperanza,
pero tampoco hay desesperación. Y no hay salvación, pero tampoco condena. Y no
hay perdón, pero tampoco hay culpa. Y eso es lo que nunca entenderemos, lo que
siempre nos llevará a preguntarnos qué está ocurriendo en los cuadros de Hopper,
y por qué se ha puesto esa mujer a mirar por la ventana, justo ahí enfrente, al
otro lado de la calle.
Muchacha cosiendo a máquina. 1921 |
Pero el milagro que ocurre
en ese cuadro –y del que la mujer no es consciente– es que la luz invade la
habitación, y esa luz parece preservar a esa mujer y protegerla del exterior y
también protegerla de sí misma. Esa luz no le concede la gracia ni la
salvación, pero al menos la impulsa a aceptar que esté allí, vestida con una
combinación de color carne, leyendo una carta en una habitación de hotel, con
las maletas hechas en un rincón y un sombrero gris esperando paciente sobre la
cómoda. [...]
Font: Eduardo Jordá.
Hopperiana (I). Ambos Mundos. UNIR
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