Ya no soy ese joven que llegara a Italia
para aprender en sus talleres y claustros y palacios
los codiciados secretos de la pintura.
Ahora ocupo el cargo de pintor de cámara de la corte
y he venido nuevamente a Roma
con el único propósito de adquirir obras de arte
para la colección de su majestad Felipe IV.
Esta tibia tarde de septiembre
regreso como entonces al Jardín de Villa Medicis
y mientras repaso en mi memoria
los nombres de algunos pintores ilustres
—Tiziano, Veronés, Correggio, Caravaggio—
observo a un par de hombres cancelar con unas tablas
una noble puerta de piedra que se alza delante de unos pinos.
Al respirar en el jardín el dulce aroma del azahar
que me hace revivir de repente mi infancia en Sevilla,
una voz me pide que abandone por un momento mis funciones,
que me olvide de mi dedicación y entrega a los demás
y guarde sólo para deleite mío testimonio de estas horas.
Entonces cierro los ojos y suplico al cielo
que sea capaz de repetir más tarde en la tela
esta efímera felicidad que ahora me acompaña,
antes de que mi propia memoria,
como la puerta de piedra que están cubriendo,
no me reconozca y me impida la entrada.
Al verme contemplar la pintura desde lejos
el rey me pregunta qué singular acontecimiento allí se refleja,
qué oculta alegoría pretendo enunciar,
pero solamente acierto a responder que es la tarde, majestad,
solamente la tarde romana que pasa.
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