De qué cosas se entera uno leyendo. He pasado
estos últimos días entretenido con un libro excelente sobre Vermeer, A View of Delft, de Anthony Bailey, y ya casi al
final descubro que a Hitler le gustaban mucho sus cuadros. Uno de los mejores y
más misteriosos, el titulado El
arte de la pintura, que
pertenecía a un museo de Viena, Hitler se lo hizo llevar a su residencia de
montaña, el Berghof, y allí lo tuvo siempre al alcance de sus ojos entre 1940 y
1945. El cuadro es una reivindicación de la categoría social de la pintura y un
despliegue de sus máximas posibilidades de ilusionismo visual, a la manera de Las Meninas. Vermeer, como Velázquez, se
retrata a sí mismo con galas de caballero, no con la ropa de trabajo de un
pintor. En Las Meninas, el lienzo que pinta Velázquez
está de espaldas al espectador: en el Arte de la Pintura es el artista el que da la
espalda.
Ese cuadro que me gusta tanto y es tan familiar para mí
ahora se me vuelve un tanto extraño porque sé que Hitler fijaría en él a diario
esa mirada hipnótica de demente que sedujo a tantas personas. Cuando los
aliados avanzaban el tirano se retiró a Berlín y el cuadro de Vermeer fue
transportado a una mina de sal cerca del Salzburgo, junto a otras 6.500
pinturas robadas en museos de Europa o arrancadas a coleccionistas judíos.
Cuenta Bailey que unos días antes de morir Hitler telefoneó a los vigilantes de
la mina ordenándoles que la dinamitaran entera. Por fortuna no le hicieron
caso, o no les dio tiempo.
Y ese cuadro habitado de serenidad y quietud, ese
autorretrato para siempre de espaldas, salió intocado de la catástrofe de la
guerra para que nosotros podamos mirarnos.
Font: Antonio Muñoz Molina. El arte de la
pintura
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