[…] En esa década prodigiosa de su
pintura [última década del siglo XIX], Munch fue de reto en reto hasta llegar
al desafío más rotundo: pintar el grito. Quedaba claro para él que, como en las
demás cuestiones, no se trataba de pintar la expresión de alguien que gritaba,
sino el grito mismo. Curiosamente, al proponerse este objetivo, se colocaba,
seguramente sin saberlo, en el otro extremo de lo que había dicho años atrás
Schopenhauer. Este había hecho una extravagante apuesta con un amigo según la
cual nadie, nunca, sería capaz de pintar el grito.
Y, precisamente en la dirección
opuesta, Munch se lanzó a su célebre composición El Grito, de la que,
como en el caso de otras obras, hizo diversas variaciones. Antes de llegar a la
máscara absoluta que domina esta pintura, Munch había ido depurando su idea de
enmascarar las emociones para hacerlas más descarnadas. Las calles se llenan de
personajes espectrales, como los que desfilan al atardecer por la avenida de
Karl Johan de Oslo, y hombres y mujeres, impulsados por fuerzas incontrolables,
se funden desesperadamente en abrazos sin rostro. De esta forma, El Grito va
abriéndose paso en la imaginación del artista. […]
Continúa:
Font: Rafael Argullol. El acantilado del grito. El País 2010
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