ABSTRACTO. Vasili Kandinsky entró en su
taller de Munich, como de costumbre, a última hora de la tarde, tras una
jornada de duro trabajo. Un resto de luz mortecina iluminaba vagamente el
recinto. En la esquina más alejada de la puerta, llamó su atención una pintura
de escalofriante belleza. Avanzó con cautela tratando de recordar cuándo había
pintado aquella obra maestra y qué había querido representar en ella, pero a
sus ojos sólo llegaba una confusa tempestad cromática desprovista del menor
significado. Él mismo lo cuenta en sus memorias tituladas Mirando hacia el
pasado:
Era una pintura de inaudita belleza,
de la que emanaba un fulgor íntimo. Permanecí unos minutos extático y luego
avancé a zancadas hacia aquella misteriosa tela sobre la que sólo alcanzaba a
ver formas y colores sin motivo ni tema. De pronto se resolvió el enigma: era
uno de mis últimos trabajos, pero no estaba derecho; había quedado apoyado
contra la pared sobre uno de los lados.
A la mañana siguiente
intentó recuperar el estremecimiento del día anterior, pero sus esfuerzos
fueron inútiles. Ahora reconocía los objetos pintados sobre la tela, las cosas,
los personajes, y su presencia le turbaba. Kandinsky acababa de descubrir la
esencia misma del arte abstracto, a saber, que a la pintura le incomodan los
objetos.
Ya lo había sospechado,
tiempo atrás, peleándose contra su propia incapacidad para ver los colores en
sí mismos. Si veía un verde, o bien era el de un cuenco de guisantes, o bien el
de las botellas de vino, o el de las ranas cazadas durante los veraneos infantiles.
Si veía un azul intenso y pastoso, se le aparecía una lejana pariente de la
familia que utilizaba afeites bizantinos sobre los párpados. Y así
sucesivamente. Kandinsky vivía en el perpetuo desasosiego de que entre su ojo y
el color siempre se interpusiera un objeto, un ente sólido, una cosa concreta.
Lo cual era doblemente
grave porque, para él, cada uno de los colores poseía una personalidad tan
acusada como la que distingue a los animales entre sí. Del mismo modo que el
lince avanza con una suave ondulación elástica y el grillo a saltos
espasmódicos, diferencia evidente para todo el mundo, así también el
comportamiento del verde veronés se distinguía del comportamiento (e incluso de
la moralidad) del amarillo girasol con total claridad en la aguda percepción del
pintor ruso. Es un testimonio escrito en De lo espiritual en el arte:
Las sensaciones que me proporcionan
los colores sobre la paleta o en los tubos, los cuales se asemejan a
hombrecillos de irrelevante apariencia pero poderoso intelecto, capaces de
mostrar su fuerza oculta cuando es preciso, esas sensaciones, digo, son puras
experiencias espirituales.
En los tubos de su caja
de pinturas, veía Kandinsky una reunión de diminutos caballeros, como una
tertulia de café moscovita. Pero aquellos hombrecillos de aspecto inane eran
capaces, si la época lo propiciaba, de convertirse en el Estado Mayor del
partido bolchevique. Simplemente, estaban esperando su hora.
Tras la desconcertante
experiencia del cuadro mal apoyado, en 1910 y a sus cuarenta y cuatro años de
edad, pintó Kandinsky su primera obra «abstracta». Que sean los colores, ellos
mismos, y sus caprichosas formaciones, lo que se manifieste en la pintura; que
el alma de los colores se revele; que se desoculten las luces teñidas que yacen
tras las cosas disfrazándose de objeto. Eso pretendía Kandinsky: liberar el espíritu
cromático esclavizado en los entes del mundo y que los colores se agitaran
fuera de cualquier sustento. Un disparate. [...]
Font: Félix de Azúa. Diccionario de las artes. Editorial
Debate
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