30 de gen. 2013

Rodin. El pensador. Rafael Argullol. Galería de espectros


Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el espectro del pensador.

Delfín Agudelo: ¿Te refieres a El pensador de Rodin, siempre tentador de comentarios?


R.A.: Sí; se trata de una estatua sobre la cual se han dicho todas las cosas, casi, pero que cuando la veo siempre me hace remitirme a toda la tradición iconográfica de la melancolía. El pensador, apoyando la cabeza sobre la mano, es algo así como una de las grandes culminaciones modernas de una tradición que enigmáticamente se remonta muy atrás. Me acuerdo hace años una exposición en París sobre la melancolía en que se podían ver piezas en las cuales había ya una representación humana con el motivo de la melancolía en el arte egipcio, y desde luego en el griego: es siempre esa posición del rostro, de la cabeza apoyada en la mano o el puño, como es el caso del mismo pensador. A lo largo de la historia ha tenido sucesivas encarnaciones ilustres: el Ángel de la melancolía de Durero o Lorenzo de Medici tal como lo esculpió Miguel Ángel. La fascinación extrema que nos produce el pensador de Rodin y que ya produjo en su propia época, a finales del siglo XIX, es que es una efigie, una estatua, que logra concentrar toda la energía de esa tradición iconográfica de la melancolía; es como si verdaderamente ese hombre que nos muestra Rodin estuviera en un estado tan supremo de concentración, que es ese estado en el cual la concentración prácticamente roza el vacío. Ese juego entre la plenitud y el vacío forma parte de las características de la melancolía, y en ese sentido el hechizo del pensador sería que nos obliga a meternos dentro de él, nos obliga en cierto modo a viajar a través suyo hacia dentro de nosotros mismos. 

Font: Rafael Argullol

19 de gen. 2013

Chillida. Vargas Llosa. Peinar el viento

A los grandes artistas es mejor verlos que oírlos, porque cuando explican sus obras suelen ser bastante menos convincentes que cuando pintan o esculpen; algunos, entre los mejores, resultan incluso tan confusos que, oyéndolos o leyéndolos, se tiene la impresión de que son apenas conscientes de lo que han logrado, o de que están garrafalmente equivocados sobre las maravillas que producen sus manos y sus instintos, o de que su genio pasa casi excluyentemente por su sensibilidad y su intuición, sin tocar su inteligencia.

No es el caso de Eduardo Chillida, desde luego, a quien, hace unos diez años, dialogando con un crítico en el auditorio de la Tate Gallery de Londres, oí describir con claridad luminosa su trayectoria artística, desde sus inicios, cuando esa vocación fue imponiéndose al estudiante de arquitectura y al portero de fútbol de la Real Sociedad que era entonces y precipitándolo en una aventura creadora que ha marcado como pocas el arte de su tiempo. […] 

Los críticos y el propio Chillida han hablado siempre de la manera como este artista ha buscado hacer emerger la luz escondida en la materia que trabaja, y es cierto que en sus granitos, alabastros y tierras cocidas hay una luminosidad a flor de piel que es como la manifestación de una vida secreta, enterrada en el fondo de la materia, que la destreza y el talento han conseguido desvelar.

Pero, casi tanto como la luz, el viento parece un habitante obligatorio de las esculturas de Chillida. Por los pasadizos que abre en la piedra, y que constituyen a veces pequeños laberintos misteriosos, o en esas elegantes ventanas geométricas que parecen estar allí para que por ellas se asomen al mundo exterior las criaturas que, según las leyendas más antiguas, han sido secuestradas y habitan en el corazón de las rocas y los grandes pedruscos, y aun en las ligeras incisiones que recorren las estelas o las cúpulas, avenidas, recintos de aire que circundan los gigantescos brazos de hormigón o de hierro de las obras públicas de gran tamaño, circula siempre el viento, hálito refrescante, animador, que alegra y aligera el tremendo volumen. Son piezas imponentes, pero uno no se siente aplastado ni atemorizado por su potencia, gracias a esa respiración que las humaniza. En las más grandes, además de circular por toda su geografía, el viento también silba y canta. [...]

Font: Vargas Llosa. Peinar el viento. El País 8 de julio de 2001