24 de des. 2014

Lo sublime. Javier Gomá Lanzón

'Sin título', 1969. Mark Rothko
[…] Para la Antigüedad el mundo conforma un cosmos finito, cuya belleza reside en la limitación. Lo ilimitado, lo infinito son siempre sospechosos para el griego, porque remiten a una situación caótica, monstruosa, previa a la determinación de las leyes naturales. El arte no debe tratar de inventar nada, sino imitar la bella perfección de una naturaleza preexistente. Incluso para Longino lo sublime se integra en lo bello y se puede hablar con propiedad en él de una belleza sublime. Pero es cierto que en su tratado (capítulos 35 y 36) encontramos expresiones que parecen subvertir este orden clásico porque sugieren la insuficiencia de la naturaleza para un poeta inflamado que, “abandonando las fronteras del mundo”, alcanza una grandeza supranatural que, a pesar de su imperfección, es sublime. Aquí se apunta la posibilidad de una sublimidad antibella y antinatural, sin imitación, que la modernidad, leyendo a Longino a su conveniencia, convertirá en canónica.

Longino llegó a la Europa moderna, tras siglos de olvido, por la traducción de su tratado que en 1674 hizo el académico francés Boileau-Despréaux. Pronto se apropió del concepto el pensamiento inglés, que lo trasplantó desde los dominios de la retórica, su lugar original, a los de la psicología de las artes visuales. Para Addison, en Los placeres de la imaginación (1712), estos placeres son de tres clases según los objetos que comparecen a la vista: lo bello, lo singular y lo grande (los dos últimos acabarán recibiendo el nombre de pintoresco y sublime, respectivamente). Ante lo grande, dice, “caemos en un asombro agradable y sentimos interiormente una deliciosa quietud (stillness) y espanto (amazement)”. Burke, autor de De lo bello y lo sublime (1757), el texto más influyente en la materia junto al de Longino, permutará la tríada de Addison por un dualismo insuperable, definitivo, entre sólo las dos categorías del título, cuyo antagonismo exaspera hasta el extremo. Lo bello es una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la vista de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Lo sublime, en cambio, es un deleite solitario. Y en su analítica de lo sublime Burke caracteriza esta categoría con propiedades romantizadas contrapuestas a su visión neoclásica o rococó, muy siglo XVIII, de la belleza. Produce asombro y admiración la contemplación de esos grandiosos fenómenos desatados en la naturaleza -tempestades, huracanes, terremotos, volcanes en erupción, la pavorosa majestad de la noche oscura- cuando observamos la proximidad del peligro que nos amenaza, pero al mismo tiempo nos sabemos a salvo de él. Y ninguna fuente mayor de lo sublime que el vislumbre de lo que, por no poder percibir sus límites, presentimos infinito. “La infinidad”, escribe Burke, “tiene una tendencia a llenar la mente con aquella especie de horror delicioso (pleasing horror) que es el efecto más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime”.

Monje al borde del mar, 1809. Friedrich
Aquí se consuma el giro moderno de lo sublime. Por un lado, una belleza natural seca, simétrica y ornamental; por otro, una sublimidad infinita, en trance, sobrenatural y por eso mismo deforme o informe. El más consecuente corolario de este presupuesto lo hallamos, dentro de las artes visuales, en el expresionismo abstracto norteamericano. En un texto de 1947, The sublime is now, Barnet Newman escribió que “la única pregunta que se impone hoy es cómo crear un arte de lo sublime”, lo cual requiere, afirma con radicalidad, una previa destrucción de la belleza. Y ese designio lo creía cumplido en el arte abstracto de su país, sin imitación de bellas formas naturales, que “reafirma el deseo natural del hombre por lo exaltado y nuestra relación con las emociones absolutas”. Y el crítico Rosenblum en The abstract sublime (1961) conecta Luz y verde sobre azul de Rothko (1954) con Monje al borde del mar de Friedrich (1809) para argüir que las raíces comunes del expresionismo abstracto y la pintura de paisajes del romanticismo se hallan en el arte de lo sublime.

En su Crítica del juicio (1790) Kant confirma el antagonismo burkeano entre lo bello y lo sublime, así como la intimidad del segundo con la infinitud. Para Kant lo sublime -“aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña”- es un sentimiento despertado por la idea de infinito, una idea que, por el mero hecho de poder ser pensada por la razón, demuestra la superioridad de nuestro espíritu sobre la precaria naturaleza. Si la naturaleza es bella por su forma y su limitación, lo sublime invierte los términos y participa de lo informe e ilimitado que la idea de infinitud lleva en su vientre. Sólo que ahora, a diferencia de lo que sucedía en la Antigüedad, esa idea de infinitud no denota carencia sino, al contrario, plenitud máxima. […]

Font: Javier Gomá Lanzón. El País.

20 de des. 2014

Impresionismo americano

Mary Cassatt.Lilas en una ventana. 1879
[...] El impresionismo no fue un movimiento coherentemente organizado sino una forma de pintar que caracterizó el trabajo de un reducido grupo de artistas que participaron en alguna de las ocho exposiciones realizadas por la Société Anonyme Coopérative des Artistes Peintres, Sculpteurs et Graveurs en París entre 1874 y 1886, conocidas con el entonces peyorativo calificativo de “impresionistas”. En rigor, este calificativo solo puede ser aplicado a aquellos pintores que participaron en alguna de las muestras promovidas por esta société. Únicamente una artista nacida en Estados Unidos, Mary Cassatt, expuso en cuatro de ellas, celebradas entre 1879 y 1886; sin embargo, un selecto grupo de pintores norteamericanos participaron de los rasgos de ese estilo.

Edmund C. Tarbell. Preparing for the Matinee. 1907
En las exposiciones impresionistas se mostró un arte muy novedoso que no solo gozó del apoyo crítico y del éxito entre los coleccionistas, sino que prendió en artistas de muchos países, desde Noruega (Frits Thaulow) hasta España y desde Rusia a Estados Unidos. El estilo impresionista, que surgió como oposición a los dictados de los salones oficiales, se apoya tanto en una técnica como en la elección de unos temas. La técnica consistía (grosso modo) en un intento de plasmar las impresiones visuales de la luz por medio de pinceladas sueltas y colores puros que permitían una ejecución tan rápida que se calificaba de espontánea e instantánea. Por su parte, los temas se centran en dos asuntos: los paisajes tomados directamente al aire libre y la representación de la vida moderna glosada por Charles Baudelaire en sus artículos: escenas del mundo burgués y el ajetreo de la gran ciudad.

Estas técnicas y estos temas fueron bien asimilados por un reducido grupo de pintores innovadores y cosmopolitas de Estados Unidos, quienes viajaron a París para conocer de primera mano el nuevo estilo. Se reconocen en sus cuadros la libertad de la pincelada, el dominio del color, los mismos tipos de escenas, incluso con personajes vestidos a la moda que posan en idénticas posturas desenfadadas (Edmund C. Tarbell) y los mismos tipos de paisajes soleados con el horizonte alto y las amapolas rojas sobre tupidos fondos verdes, de manera que podríamos confundir las playas de Shinnecock, en Long Island, pintadas por William Chase, con la costa de Normandía.

John Leslie Breck. Study of an Autumn Day. 1891
En general, en este grupo de pintores estadounidenses se aprecia una gran calidad técnica, tanto en los encuadres decididamente modernos y en la composición de escenas como en el dominio del color y de los contrastes de luz, lo que permite calificarlos de impresionistas, pero, excepto Whistler, no aportaron nada nuevo ni a la técnica ni a la temática de los impresionistas, antes bien mostraron una sumisión rayana con el plagio, como se aprecia en la serie de 12 pinturas de John Leslie Breck con respecto a los Almiares de Claude Monet. Mientras que la visión de uno de estos cuadros del maestro francés permitió a Kandinsky en Moscú intuir qué será la pintura moderna, Breck no pasa de reproducir pueriles copias cuyo mimetismo manifiesta la incomprensión de la verdadera modernidad que encerraba la pintura de Monet. [...]

Font: Javier Maderuelo. 

8 de nov. 2014

Catástrofe. Francisco Calvo Serraller

El 2 de julio de 1816, la fragata francesa Medusa, el buque insignia de una pequeña flotilla de barcos cuya misión era colonizar los territorios recién recuperados por Francia en África, tras el Tratado de Viena, encalló en el banco de Arguin frente a la costa occidental de este todavía poco explorado continente, un incidente que se transformó en una espantosa tragedia al ir sucumbiendo, en las peores condiciones imaginables, la mayoría de los náufragos, abandonados a su suerte. La magnitud de las pérdidas humanas, pero, sobre todo, la criminal negligencia de los responsables de la embarcación, causante del naufragio, y su posterior comportamiento, que antepusieron su propio salvamento al de los demás pasajeros, la mayoría de ellos civiles, produjo un formidable escándalo en la opinión pública de la época, que se exaltó al conocer los detalles del suceso por el testimonio escrito por dos de los supervivientes, Alexandre Corréard y Jean Baptiste Henri Savigny, dado a conocer en 1818 con el título Naufragio de la fragata La Medusa, que formó parte de la expedición a Senegal en 1816 […]. De todas formas, por muy terrible que fuera lo acaecido y su ruidosa repercusión mediática en la Francia del momento, no nos interesaría ahora tanto […] de no haber ejecutado, en 1819, inspirándose en ese escrito, el pintor Théodore Géricault (1791-1824) el celebérrimo cuadro monumental titulado La balsa de la Medusa, transformando de esta manera una locura del día en una inmortal obra maestra.

Ciento veintiún años después de la catástrofe náutica, tras el bombardeo aéreo de la villa vasca de Guernica el 26 de abril de 1937, otro suceso que conmovió al mundo al tratarse de la total destrucción de una población sin interés estratégico alguno, Pablo Picasso (1881-1973) pintó otro cuadro todavía más monumental, entre el 1 de mayo y el 4 de junio de ese año, titulado lacónicamente Guernica, donde también se transfiguró este trágico incidente bélico en un símbolo de alcance universal. Tras este avieso castigo sobre la indefensa población civil, la desoladora táctica de bombardear ciudades para socavar la moral de la retaguardia se generalizó durante la II Guerra Mundial y desdichadamente se ha convertido en una odiosa costumbre hasta hoy mismo. […].

Etimológicamente, el término catástrofe procede del griego como un compuesto de “kata”, una preposición que puede significar “de arriba abajo”, y del verbo “strefo”, “voltear”, todo lo cual cuadra a la perfección con un naufragio y, aún mejor, con un bombardeo aéreo; en cualquier caso, como un ineluctable castigo de cualquier más allá incontrolable para el vulnerable ser humano mortal […]. En este sentido, unas catástrofes como las descritas son un tema perfecto para el arte, tal y como lo apuntó Nietzsche en su obra juvenil El origen de la tragedia, pues solo a través de ella, que es capaz de movilizar el pensamiento con la imaginación, puede el hombre sublimar con sentido el dolor de existir haciendo que este sea reversible […]. En efecto, Géricault y Picasso lograron transformar una catástrofe no solo en algo hipotéticamente evitable, sino aleccionador, pues, actualizando la tragedia clásica, convirtieron las víctimas físicas en vencedores morales y de una vez para todas.

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21 de juny 2014

Marguerite Yourcenar. El tiempo, gran escultor

El día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, empieza. Se ha salvado la primera etapa que, mediante los cuidados del escultor, la ha llevado desde el bloque hasta la forma humana; una segunda etapa, en el transcurso de los siglos, a través de alternativas de adoración, de admiración, de amor, de desprecio o de indiferencia, por grados sucesivos de erosión y desgaste, la irá devolviendo poco a poco al estado de mineral informe al que la había sustraído su escultor.

No hace falta decir que ya no nos queda ninguna estatua griega tal y como la conocieron sus contemporáneos: apenas sí advertimos, por aquí y por allá, en la cabellera de algún Core o de algún Curos del siglo VI, unas huellas de color rojizo, semejantes hoy a la más pálida alheña, que atestiguan su antigua cualidad de estatuas policromadas, vivas con la vida intensa y casi terrorífica de maniquíes e ídolos que, por añadidura, fueron también obras de arte. Estos duros objetos, moldeados a imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia. Han cambiado igual que el tiempo nos cambia a nosotros. Las sevicias de los cristianos o de los bárbaros, las condiciones en que pasaron bajo tierra sus siglos de abandono hasta el momento del descubrimiento que nos los devolvió, las restauraciones buenas o torpes que sufrieron o de las que se beneficiaron, la suciedad o la pátina auténticas o falsas, todo, hasta la misma atmosfera de los museos en donde hoy yacen enterrados, contribuye a marcar para siempre su cuerpo de metal o de piedra

Algunas de estas modificaciones son sublimes. A la belleza tal y como la concibió un cerebro humano, una época, una forma particular de sociedad, dichas modificaciones añaden una belleza involuntaria, asociada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. Estatuas rotas, sí, pero rotas de una manera tan acertada que de sus restos nace una obra nueva, perfecta por su misma segmentación: un pie descalzo apoyado sobre una baldosa, una mano pura, una rodilla doblada en la que reside toda la velocidad de la carrera, un torso al que ningún rostro nos impide amar, un seno o un sexo en el que reconocemos mejor que nunca la forma de flor o de fruto, un perfil en el que sobrevive la belleza en una completa ausencia de anécdota humana o divina, un busto de rasgos corroídos, a mitad de camino entre el retrato y la calavera. Tal cuerpo comido por el tiempo recuerda a un bloque de piedra desbastado por las olas, tal fragmento mutilado apenas difiere del guijarro o de la piedrecilla pulida recogida en una playa del Egeo. El perito, sin embargo, no lo duda: esa línea borrosa, esa curva que allá se pierde y más allá se recupera, sólo puede provenir de una mano humana, y de una mano griega que trabajó en tal lugar y en el curso de tal siglo. Todo el hombre está ahí, su colaboración inteligente con el universo, su lucha contra el mismo, la derrota final en que el espíritu y la materia que le sirve de soporte perecen casi al mismo tiempo. Su intención se afirma hasta el final en la ruina de las cosas.

Algunas estatuas expuestas al viento del mar poseen la blancura y la porosidad de un bloque de sal que se desmorona; otras, como los leones de Delos, dejaron de ser efigies de animales para convertirse en fósiles blanqueados, en huesos expuestos al sol a la orilla del mar. Los dioses del Partenón, a los que ataca la atmósfera londinense, se van convirtiendo en algo parecido a un cadáver o a un fantasma. Las estatuas restauradas y a las que los restauradores del XVIII añadieron una falsa pátina, con objeto de ponerlas a tono con los parquets relucientes y los pulidos espejos de los palacios de papas y príncipes, tienen en su aspecto una pompa y una elegancia que no es antigua, pero que evoca las fiestas a las que asistieron, dioses de mármol retocados según el gusto de los tiempos y que se codearon con efímeros dioses de carne. Hasta sus hojas de parra los visten como si fuesen un traje de época. Obras menores a las que nadie se preocupó de resguardar en galerías o pabellones hechos para ellas, dulcemente abandonadas al pie de un plátano, a la orilla de una fuente, adquieren a la larga la majestad o la languidez de un árbol o de una planta; ese fauno velludo es un tronco cubierto de musgo; esa ninfa inclinada se parece a la madreselva que la besa.

Hay otras que sólo a la violencia humana deben la nueva belleza que poseen: el empujón que las tiró del pedestal, el martillo de los iconoclastas, las hicieron lo que son. La obra clásica se impregna de patetismo, de este modo, los dioses mutilados parecen mártires. En ocasiones, la erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que ya no pertenece a escuela alguna ni a ningún tiempo: sin cabeza, sin brazos, separada de su mano recientemente hallada, desgastada por toda las ráfagas de las Espóradas, la Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y de cielo. […]

18 de juny 2014

El Greco. Félix de Azúa. Deconstruyendo a Theotocópuli

[...] A lo largo del siglo XX el Greco no fue sino un "intérprete del alma castellana" (Cossío), cuando no un meteoro de Asia: "Lo oriental, lo occidental, todo se anega en el españolismo de la obra del Greco" (Gómez de la Serna). Nada de eso es congruente con el análisis actual de su pintura, ni con la simple visión de su biblioteca.

[...]En el primer inventario, el de 1614, figuran ciento treinta libros. Es una biblioteca considerable para un pintor. La de Velázquez ("erudito pintor", le llamaba Palomino) tenía ciento cincuenta y cuatro. La de Rubens, el más rico e instruido de los pintores de su época, contaba quinientos. Esa pasión estudiosa responde al proceso (que conoció en Venecia, hacia 1567) de ascenso intelectual de los pintores, los cuales, de pertenecer a los gremios artesanos (mecánicos) se alzarían a ser "artistas" (liberales) en un doloroso calvario de doscientos años. No en vano Pacheco dijo de él que era "gran filósofo de agudos dichos", sentencia que hay que tomar con prudencia porque Theotocópuli, en los treinta y pico años que vivió en España, sólo logró farfullar un español plagado de italianismos.

Modigliani se inspiró en 'El caballero de la
mano en el pecho' para su cuadro 'Paul Alexander'
¿Qué queda cuando al Greco le amputamos la mística, la espiritualidad flamígera y el delirio pío? Queda la pintura. Una de las más singulares de la historia. Algo así como si al Tintoretto de San Rocco le hubieran injertado el cielo estrellado de Van Gogh. Pintura saturada de color, pero no la limpia coloratura florentina y ni siquiera la más oscurecida de Roma, sino otra inventada por el griego, un cromatismo único, inconfundible, espectral: la dramática luminosidad del nocturno toledano, verdadero hápax del paisajismo. Es esa originalidad portentosa, "la falta de simetría, la distorsión de las proporciones, las incongruentes libertades iconográficas, la negación del espacio, el trabajo directo sobre el lienzo con manchas de color" (Hadjinicolau), lo que ha emocionado tan poderosamente a los artistas modernos. 

[...]Tras un periodo de olvido, la pintura de Theotocópuli regresó de la mano del romanticismo tardío, pero después de seducir a los ochocentistas siguió su camino a lo largo del siglo XX y entró de lleno en la invención de las vanguardias. Su obra es una de las presencias antiguas más extensas: cubismo, expresionismo, surrealismo, abstracción, su espíritu reaparece en casi todos los movimientos. [...]

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20 d’abr. 2014

Pollock. Número 1

1. Dades generals. Es tracta d’U, de Jackson Pollock (Cody Wyoming, 1912 – Long Island, 1956), pintat l’any 1950. El tema de l’obra és abstracte emprant la tècnica d’oli, esmalt i pintura d’alumini sobre tela. Mesura aproximadament 1,60 x 2,59m. És d’estil expressionista abstracte i es troba a la National Gallery de Washington, en perfecte estat de conservació.

2. Anàlisi formal i estilístic. Aquest quadre resulta especialment innovador des del punt de vista compositiu, ja que l’artista ocupa deliberadament tota la superfície pictòrica, un estil que es coneix amb l’expressió all-over-painting (superfície completament pintada).Per a la seva creació, Pollock concebia el quadre com la realització d’un ritual: fixava la tela a terra, sense cavallet, i posteriorment hi feia regalimar la pintura utilitzant bastons o ganivets, o bé directament del pot fent-hi prèviament algun forat. Els densos entramats lineals que es van formant pels regalims dels diferents colors s’estenen per tota la superfície de la tela, tot reproduint pictòricament els ritmes dinàmics emprats per l’artista en la seva creació. El resultat d’aquesta acció provoca l’abandonament de la idea tradicional de composició en termes de relacions entre parts, atès que no existeix cap centre d’atenció principal del qual derivin tots els altres elements. Això fa que l’espectador no tingui cap punt de referència des del qual començar a analitzar l’obra. Tampoc el color segueix les lleis tradicionals: no existeix una lògica de contrast, sinó el desig de pintar en estat pur. D’altre banda, la profunditat suggerida a la tela no és producte de cap tipus de perspectiva cromàtica, sinó d’una simple superposició de les capes de pintura.

3. Funció tema i significat. U està format per un dens entramat de línies i taques que omplen tota la superfície de la tela, sense deixar-hi cap mena de vestigi figuratiu. Igualment, donant a l’obra un número com a títol -un fet que esdevindrà recurrent a la major part de la seva obra- en reforça encara més el caràcter abstracte i fa que l’espectador s’enfronti a la pintura sense cap dada que pugui condicionar la seva mirada o limitar l’amplitud del significat emocional que pugui transmetre el quadre. Datada el 1950, aquesta tela és un dels drippings de mides més grans i resumeix tot el llenguatge plàstic del pintor: gran format, llibertat expressiva i abstracció. L’obra, que posseeix un dinamisme embolcallant, ha estat comparada per alguns experts amb els ritmes primaris de la natura i, per uns altres, amb la coreografia d’una dansa de jazz, el rastre de la qual ha esdevingut perenne damunt la tela per mitjà del singular procés creatiu utilitzat pel pintor. Aquest procés creatiu es coneix gràcies a les fotografies i a les pel·lícules fetes per Hans Namuth, les quals constitueixen en un document gràfic singular dins de la història de la pintura. 

Els famosos drippings de Pollock són el resultat d’una gran suma d’influències que tenen com a base les experiències i les teories abstractes de Kandinsky. Paral·lelament, des d’un punt de vista formal, l’ús d’una gran tela deriva dels muralistes mexicans, i pel que fa a l’execució de l’obra, s’hi adverteix una doble influència: l’experiència creativa i ritual dels indis navahos, i la tècnica inconscient de l’automatisme surrealista emprada per Miró i per Masson. La intensitat rítmica de les seves creacions pot relacionar-se amb els treballs de Miquel Àngel, El Greco i Rubens, les obres dels quals va admirar i copiar Pollock durant el seu període de formació. Finalment, és força significativa la influència que va exercir l’obra dels darrers anys de Claude Monet, caracteritzada per una pinzellada solta i desdibuixada propera a l’abstracció i que cal situar també en la gènesi de la complexitat del traç de Jackson Pollock. L’obra de Pollock ha estat considerada el paradigma del nou art nord-americà, i el seu particular estil creatiu s’ha volgut veure com un precedent dels happenings i del Body Art.


CM

5 d’abr. 2014

Joan Miró. Dona i ocell

Dades generals. Dona i ocell és una escultura de Joan Miró (Barcelona, 1893 – Palma de Mallorca, 1983) realitzada l’any 1983. És una escultura exempta que tracta un tema al·legòric. Està realitzada en formigó i ceràmica, i mesura 22m d’alt x 5,29m de diàmetre. És d'estil Surrealista i es troba al Parc Joan Miró (antic escorxador), a Barcelona.

Anàlisi formal i estilístic. Dona i ocell és una escultura de dimensions colossals, realitzada en formigó i ceràmica. L’opacitat i la grisor del formigó amb que està feta té el contrapès d’una rica ornamentació ceràmica de trencadís amb tessel·les de colors primaris i secundaris (grocs, vermell, blau i verd). Els colors brillants que reflecteixen la llum solar fan més impressionant el conjunt.

Està formada per tres elements sobreposats. En un primer lloc, hi ha una enorme estructura vertical buidada i de formes arrodonides amb una evident aparença fàl·lica.  A sobre, en perpendicular a l’estructura vertical, hi ha un tub cilíndric lleugerament desviat respecte l’eix central. Finalment, una mitja lluna corona l’escultura.

Encara que l’estructura sigui de formigó, pesada i voluminosa, l’autor aconsegueix aportar sensació de lleugeresa i de moviment gràcies al joc gravitatori que creen els elements que la coronen.

L’obra és d'estil Surrealista. Estil descrit per André Breton en el primer Manifest Surrealista (1924): “automatisme psíquic pur per mitjà del qual s’intenta expressar el funcionament real del pensament”. En aquesta obra destaca l’ús de símbols abstractes que sorgeixen de l’inconscient i són representats de manera fluïda (sense mètode, sense raó).

Tema, funció i significat. Dona i ocell forma part d’una trilogia d’obres que Miró va regalar a la ciutat de Barcelona. L’objectiu és donar la benvinguda als visitants de la ciutat que arriben per via aèria (mural ceràmic de l’aeroport del prat), per via marina (mosaic del Pla de l’Ós, a les Rambles) i per terra (l’escultura). El parc on està situada ocupa l’espai de l’antic escorxador de Barcelona, entre l’estació de Sants i la Gran Via, portes d’entrada a la ciutat amb ferrocarril i carretera.

Malgrat que el títol suggereix una lectura figurativa, l’obra és un exemple clar de l’univers iconogràfic desenvolupat per Joan Miró al llarg de la seva trajectòria. L’artista estableix una connexió entre el món masculí (forma fàl·lica) i l’univers femení (enorme incisió negra vertical que suggereix el sexe femení).

L’escultura es converteix en un tot hermafrodític, coronat per un cilindre que segons alguns crítics podria suggerir la forma d’un nadó totalment enfaixat. Aquesta imatge és coronada per un ocell (lluna creixent) que dóna un to poètic a l’escultura (comunicació realitat humana amb els astres). Més enllà del significat iconogràfic, l’obra mostra una funció urbana vinculada a la projecció de la ciutat com a destinació turística.

L’obra de Joan Miró és una de les més originals de l’art contemporani gràcies a la seva particular iconografia. La seva aportació al Surrealisme va ser de les més importants per la relació que va establir entre la llibertat creativa i l’inconscient. Va rebre la influència de Masson i Kandinsky. Les formes orgàniques i el to poètic de Jean Arp van deixar la seva empremta en algunes de les seves escultures. A més a més, per a aquesta obra en concret, Miró es va inspirar en una ceràmica de metre i mig que havia fet el 1954 i que es va trencar, així com també amb el costum romà de gravar un membre erecte a les portes d’entrada de les ciutats, per desitjar salut i força als qui arribaven.

OM

26 de març 2014

Joan Miró. José Carlos Llop

Hay azules que no se olvidan. El mar de Formentera. La mirada de Julie Christie en Doctor Zhivago. El azul de los ojos de Miró: cristalino, limpio, casi transparente y al mismo tiempo vital, vigoroso, alegre. El mismo azul que vieron en las constelaciones sus Constelaciones, ya inseparables unas de otras. El mismo azul que inventó los colores de un lapidario poético, como el ojo del joyero ve jardines y arborescencias donde los demás no vemos nada. El mismo azul que descifró un huerto como una fórmula alquímica de la felicidad, piedras y trozos de madera como anatomías mágicas o la tierra como el lugar de donde surgen todos los sueños. “Hay que mirar al suelo o al cielo: ahí está todo”, decía, y cuando conocí a Joan Miró sólo habló de poesía: Max Jacob, René Char y J.V. Foix fueron los nombres.

Nunca he sabido discernir, en el caso de Miró, dónde estaban los límites entre pintura y poesía o si esos límites existían. Si las Constelaciones no eran más que otro alfabeto y cada una de ellas un poema misterioso, con los Stukas al fondo, sobrevolando el cielo francés, o una sucesión de paisajes celestes que hacían estallar el firmamento de la pintura desde dentro. Como nunca he sabido tampoco, si los títulos de sus cuadros eran poemas en sí para atrapar e indicar el territorio que iba a contemplarse, tan hipnótico como sólo puede llegar a serlo la naturaleza. Hace años compuse un puzzle con varios títulos de pinturas de Miró: “La Reina Luisa de Prusia contempla las constelaciones, mientras las libélulas de madame K se guían por el guante blanco del acomodador del music hall entre los pájaros del carnaval de Arlequín”. Sólo añadí alguna preposición y luego me acordé de los largos títulos crípticos de los poemas de Foix, uno de los poetas que Miró había citado en su casa. Pero, ¿no era eso limitar la poesía de Miró, el lenguaje de Miró?.

Hay un alfabeto mironiano, unos signos que forman “la invención de una escritura” -el término es del poeta Jacques Dupin, su mejor hermeneuta-, cuya sencillez oculta la complejidad que late bajo el mismo. Como en su mirada azul, casi transparente y lo que no veíamos tras ella. ¿Basta el surrealismo para definir a Miró? ¿El mismo surrealismo que acabó calcificando la poesía francesa del siglo XX? ¿El mismo surrealismo que abrió algunas ventanas en la poesía española de la época -Aleixandre, o el Lorca de Poeta en Nueva York- para quedar luego en corrientes de aire y algún portazo de vez en cuando? La poesía de Miró se escapa incluso a esos límites informes y magmáticos. Hay una revelación en las Constelaciones que marca toda la obra posterior y que va más allá de cualquier límite para ingresar en el territorio de lo clásico. Es decir, de lo eterno. Y eso sucede en el comienzo de la ocupación de Francia, mientras Miró intenta huir con su mujer y su hija, lejos de dónde. “Lo veía todo perdido... -dirá el pintor-. Tenía la certeza de que no me dejarían pintar ya más, de que sólo podría ir a la playa a dibujar en la arena o trazar figuras con el humo del cigarrillo”. Y en sus Cuadernos escribe sobre esos nuevos signos que lo salvarían: “Que sean poesía pura” ... “Que sean desinteresados como un buen poema o como el sonido del aire y el vuelo de un pájaro”. Años después dirá: “Ya no me quedaba en el mundo nada más que la poesía”. Como una oración. En esa poesía sin límites seguimos viviendo nosotros: en la luz de Miró y la ironía de Miró, en el color y la sensualidad de Miró, en el misterio y la revelación inagotable de Miró. Y en el mar, los sueños. “Hay que mirar al suelo o al cielo: ahí está todo”.


Font: http://www.elcultural.es/version_papel/ARTE/29845/Mironiana 

14 de març 2014

El Greco

Fernando Checa. El caballero de Toledo

En 1724, cuando el tratadista español Antonio Acisclo Palomino publicó sus famosas biografías de artistas españoles, una fuente fundamental para el estudio del arte en nuestro país, no sólo consagró a Diego Velázquez como el mejor pintor en la Historia de España y a Las Meninas como su mejor pintura, inaugurando así un lugar común que llega hasta nuestros días, sino que insertó en su colección una reticente biografía de El Greco, cuyos ecos resuenan hasta la actualidad. “Pero viendo -dice- que sus pinturas se equivocaban con las de Tiziano, trató tanto de mudar de manera, con tal extravagancia, que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo, como en lo desabrido del color”.

El juicio de Palomino a inicios del siglo XVIII no es el primero de los negativos en torno a la figura del maestro, que ya había sido criticado, aunque no con tanta rotundidad, por las plumas del Padre Fray José de Sigüenza o de Carducho ya en el siglo XVII. Son todos ellos ejemplos, que se podrían prolongar hasta inicios del siglo XX, del severo juicio y de la incomprensión que buena parte de la crítica europea experimentó ante la desconcertante pintura del cretense.

El Greco había nacido en Candia (Creta) el año de 1541 y allí se educó en la tradición pictórica de la isla, absolutamente versada hacia los modos bizantinos y con una muy escasa influencia veneciana. Hasta hace muy pocos años no se conocían pinturas de esta primerísima etapa del artista. Con todo, lo auténticamente excepcional de la carrera de El Greco fue su transformación de artista bizantino en pintor a la manera occidental, un caso único en la Historia del Arte.

Esta evolución tuvo lugar en Italia, país al que El Greco se trasladó seguramente en el año 1567, a Venecia. No sabemos a ciencia cierta si trabajó o no en el taller de Tiziano, aunque resulta claro que la pintura tonal que practicaba el maestro y su uso del color le influyó de manera decisiva. De todas maneras, no debemos olvidar que El Greco escribió que La Crucifixión que Tintoretto había pintado para la Sala del Albergo de la Scuola de San Rocco le impresionó tanto que pensaba que era la mejor pintura del mundo. Los diez años de estancia veneciana fueron decisivos, ya que fue allí donde aprendió a valorar una pintura que no daba tanta importancia al dibujo como sucedía en Roma o en Florencia en aquella época.

Pero una experiencia italiana no era completa en la Italia del Renacimiento sin un conocimiento de Miguel Ángel Buonarrotti y de la pintura romana. Allí se encaminó Dominico en 1570 recomendado por un miniaturista croata servidor de la familia Farnesio, Giulio Clovio, del que realizó un fenomenal retrato. Esta familia era entonces la más influyente de Roma, incluso uno de sus miembros, Paulo III, había llegado al trono de San Pedro. Varios años antes, en 1541, se había inaugurado El Juicio Final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, y todavía se consideraba este gran fresco la auténtica escuela del mundo. Protegido por los Farnesio y, sobre todo, por su erudito bibliotecario Fulvio Orsini, El Greco realizó varias obras en Roma, tanto retratos como, sobre todo, escenas religiosas con temas como La expulsión de los mercaderes en el Templo, La Curación del ciego o La Anunciación, de los que ejecutó varias versiones.

En 1576 abandonó la Ciudad Eterna para viajar a España. Antes había dicho, al parecer, que Miguel Ángel era un buen hombre que no sabía pintar. Semejante afirmación ha hecho correr ríos de tinta hasta la actualidad. Pero Xavier de Salas, en 1947, estudió lo complejo de las relaciones de El Greco y Miguel Ángel situando el tema en sus verdaderos términos. Lo que el cretense afirmaba no era otra cosa que su preferencia por la pintura veneciana, es decir, una pintura basada en el color y su expresividad, antes que por la pintura romana de Miguel Ángel y discipulos, fundamentada en el dibujo. Esta era una de las polémicas fundamentales del arte de la época y El Greco, como otros, tomaba partido.

Instalado en España en 1576, El Greco experimentó la gran transformación. Abandonando el pequeño formato realizó obras capitales siguiendo su peculiar interpretación de lo veneciano, pero sin olvidar nunca la lección romana. El Expolio de la Catedral de Toledo, el Retablo de Santo Domingo el Antiguo o El Martirio de San Mauricio para El Escorial son las obras capitales de sus primeros años españoles. No es posible resumir las polémicas, controversias y admiraciones que produjeron estas obras. Es este el momento del inicio de sus fenomenales series de retratos encabezados por el célebre Caballero de la mano en el pecho del Prado, presente, junto a otros muchos, en esta exposición, pero también del rechazo de la mencionada obra de El Escorial por parte del rey Felipe II. Si a este rechazo, unimos los violentos pleitos con el Cabildo de la Catedral Primada a cuenta de El Expolio, nos daremos cuenta de lo difícil que se pusieron las cosas en España para El Greco a poco de su llegada a nuestro país. Pero ya era demasiado tarde para rectificar y aquí se quedó hasta su muerte en 1614.

En su biblioteca no tenía ni un sólo libro en español. La mayor parte de los 130 volúmenes que llegó a reunir El Greco, una biblioteca bastante completa para la época, estaban en griego (27) e italiano (67). Entre los volúmenes clásicos: la Ilíada, Orlando furioso, las obras de Petrarca, Amadís de Bernardo Tasso... Llegó a tener 19 libros de arquitectura, el arte por antonomasia entonces, más cinco manuscritos. En uno de ellos trabajaba cuando murió y su contenido y paradero hoy se desconocen. Tenía volúmenes de perspectiva, aritmética y geometría. Es curioso saber también que sólo 11 libros eran de religión y, poco devocionales: 5 de Padres de la Iglesia, pero de la griega, los que más reflexionaron sobre el papel que desempeñan las obras de arte y su relación con la divinidad. Tampoco abundaban en su biblioteca los tratados de arte: sólo uno, el de Giovanni Paolo Lomazzo, justamente el más especulativo de finales del XVI...


Carmen Garrido. El Greco, un genio errante

Domenikos Theotokopulos nació en la antigua Jándaka (Cittá de Candía) alrededor de 1541. Pocos son los datos documentales y las obras que existen de los inicios de su carrera artística en Creta, dominada por la República veneciana (1211-1669), aunque el ambiente cultural que envuelve al pintor en estos años marcará muchos de los rasgos que le acompañaran durante su carrera. En los pocos iconos que de él se conservan, ya se observan estos rasgos peculiares derivados de la pintura veneciana, que definen las diferencias entre las pinturas de sus coetáneos y las suyas: interés por el mayor movimiento frente al estatismo de la pintura de iconos, por medio de la disposición de las figuras y el tratamiento del color, a través de la luz que iluminan sus escenas y realza los detalles.

Aunque su periodo de formación sigue siendo una incógnita, muchos autores coinciden en relacionar a El Greco con la elite académica del momento, una corriente que miraba a Occidente, atraída por la nueva pintura del Renacimiento y las inquietudes intelectuales de los artistas. La herencia bizantina de su país se mezclaba en estos talleres con los numerosos grabados que circulaban desde occidente. Este período de juventud es el de la “transformación de pintor bizantino a artista occidental”, en feliz expresión de Willumsen.

En 1567 El Greco parte para Venecia, en donde, a pesar de ser ya “maestro pintor” desde 1562, quiso formar parte del más prestigioso taller del momento, el de Tiziano, tal como comenta Giulio Clovio al Cardenal Farnesio en una carta en donde le recomienda como un joven de Candía “discípulo de Tiziano”, que era “raro” en la pintura, y al que avalaba también un magnífico autorretrato.

El bilingüismo estético que practicó antes de su traslado al Véneto se fue tornando en un estilo híbrido, donde la influencia veneciana iba haciéndose cada vez más fuerte, por deseo propio antes de salir de Creta y lo sería irremediablemente de una manera muy particular más tarde en España. El sentido de la composición y la búsqueda del espacio, conseguidas a través de su técnica prodigiosapor el manejo de los materiales y los pinceles, tiene los ojos puestos en Tiziano, Tintoretto y Jacobo Bassano.

La evolución que va produciéndose en su técnica pictórica de significación espiritual, a veces ensimismada y a veces dramática, no perderá el referente de la gran pintura veneciana que asimiló como propia para siempre en los apenas tres años que debió de permanecer en la bellísima ciudad.

De todos es sabido, que El Greco reunió a lo largo de su vida un importante número de libros en su biblioteca. Gracias a las anotaciones marginales que hizo en las Vidas de Vasari conocemos la opinión que tuvo de los grandes artistas del momento. Si la admiración superior corresponde a Tiziano, no menos impresión debió de causarle la grandeza y la audacia de la pintura de Tintoretto (perjudicado al “faltarle el favor de los prinzipes”; algo fundamental, como reconocería más tarde). También tuvo elogios, dentro de esta escuela, para Bassano, sobre todo porque “ha tenido la mayor manera de colorido”.

El Tríptico de Módena (Galleria Estense, Módena), magnífico conjunto de transición entre Creta e Italia, con otras obras que le siguen, como la pequeña tablita de La Anunciación (Museo del Prado) o La expulsión de los mercaderes del templo (National Gallery, Washington), muestra la evolución que se evidencia en el terreno de la perspectiva y la expresividad narrativa. A medida que el tiempo discurre, sus cuadros van haciéndose “mayores” además de en tamaño, en grandeza y ambición, como una manera de entender el trabajo artístico y al propio artista, aspectos en el que Venecia -qué duda cabe- tenía mucho que enseñar a El Greco.

Su periodo romano transcurre entre 1570 y 1576. Él no tenía demasiado que ofrecer a la pintura veneciana ni a sus clientes, por eso resulta natural que quisiera probar fortuna con un mecenas poderoso como el Cardenal Alessandro Farnesio, a la vez que completar su formación académica con el conocimiento del mundo clásico que le aportaría la ciudad de Roma. Gracias a la carta antes mencionada del miniaturista Giulio Clovio al cardenal, en la que daba noticia de que el prometedor artista ya estaba en Roma y que era “asombro de los pintores”, fue acogido en el Palacio que éste tenía en la ciudad eterna. El cardenal estaba interesado en terminar la decoración de la pintura al fresco de la Villa Farnese en Caprarola, para la que no le servía de ayuda el cretense, y los cuadros que realizó El Greco en este entorno, tales como La curación del ciego (Galleria Nazionale, Roma), Retrato de Giulio Clovio o El Soplón (ambas en la Galleria Nazionale de Capodimonte, Nápoles), aunque eran obras de calidad, no nos hablan de la rentabilidad de su genio.

Sin embargo, en esos momentos, pintó una serie de retratos, entre ellos el Retrato de un arquitecto (Statens Museum, Copenhague) y el Retrato de Giulio Clovio, que inducen a no desechar la idea de que fuera acogido en el Palacio fundamentalmente como retratista, tal como se elogiaba en la carta de recomendación mencionada. Tras ser expulsado del Palacio en 1572, por una acusación falsa, según él, paga el ingreso en la Academia de San Lucas en Roma, paso necesario para abrir tienda y ejercer libremente la pintura en la ciudad, lo que indica que pensaba ganarse la vida como pintor independiente. El futuro en Roma, o en Venecia, de un pintor maduro expulsado del Palacio Farnese con un estilo difícil de doblegar a otros intereses más que los artísticos, la impertinencia de su orgullo irascible, las airadas críticas a otros pintores (recuérdese que calificó a Miguel Ángel como ese “buen hombre que no supo pintar”) debieron obligarle a entender que era necesario abrirse camino en un lugar diferente, y en realidad ninguno era mejor que España, donde el Monarca más poderoso del mundo, Felipe II, el mayor cliente de Tiziano, estaba envuelto en la colosal decoración del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ávido de pintores italianos.

A pesar de sus comentarios sobre el pintor de la Capilla Sixtina, en los inicios de su etapa española se deja sentir con fuerza su influencia, especialmente en la voluminosidad y corporeidad de sus figuras. La mezcla de las dos escuelas italianas fue fundamental para el desarrollo de su pintura.

Al llegar a España, sus primeros encargos documentados los hizo para Toledo, concretamente el retablo mayor de Santo Domingo el Antiguo y El Expolio de la Sacristía de la Catedral de Toledo, empezando con este último el primer pleito de una larga lista de confrontaciones y litigios que le persiguieron toda su vida. Al no agradar al Cabildo, no volvió a pintar para ellos.

Por otra parte, la esperanza de entrar a formar parte del círculo del artista que participaba en la decoración del Monasterio escurialense, se desvaneció después de realizar El martirio de San Mauricio y la legión tebana, para ser expuesto en uno de los altares de la iglesia. Tal vez su marcado estilo y ciertos aspectos iconográficos, estaban lejos del “oficial” de la corte y la fórmula manierista de la contrarreforma, que dirigía con rigor su política de propaganda y adoctrinamiento por encima de todo. Tras la breve incursión en la corte, El Greco se instalaría definitivamente en Toledo, estableciendo un taller relativamente estable y del que formaron parte, entre otros, Francisco Proboste, Luis Tristán y su hijo Jorge Manuel, que nació al año siguiente de su llegada a España.

El Greco fue valorado por un sector de la intelectualidad y el clero toledano, lo que le permitió continuar, hasta su muerte en 1614, su desarrollo como artista. Algunos de ellos le posibilitaron sus grandes realizaciones, como El entierro del Señor de Orgaz en 1586 para la iglesia de Santo Tomé, y en 1600 el gran retablo del Colegio de Doña María de Aragón, junto al Alcázar de Madrid.

De su amistad con algunos eruditos y personalidades del ámbito universitario, eclesiástico y político surgieron algunos de sus mejores retratos, como los de Covarrubias, Paravicino o Cevallos. También hizo otros como el del Cardenal Niño de Guevara, en donde se reflejan las diferencias personales que tenían, lo que demuestra su facilidad para captar la personalidad y el carácter de cada uno.

Su actividad artística transcurría entre la realización de los lienzos para la Iglesia de la Caridad de Illescas, además de los antes citados, los de la Capilla de San José (Toledo) y los cuadros de altar, entre los que podríamos destacar La Inmaculada Oballe (Museo de Santa Cruz) o el gran lienzo de la Adoración de los pastores, pintado para decorar la capilla que cobijaría el enterramiento familiar en el convento de Santo Domingo el Antiguo, el mismo en donde recibió su primer encargo en Toledo, cerrando así el ciclo tanto en la vida del pintor como en su trayectoria artística.

El Greco creó y desarrolló numerosos temas religiosos recurrentes entre los que se encuentran las representaciones de santos, escenas marianas y de la vida de Cristo. Temas iconográficos, como el de Las lágrimas de San Pedro, La Magdalena penitente, La Sagrada Familia, San Francisco y sus apostolados...La repetición de estos modelos fue una constante en su producción y en la de su taller, por el éxito que alcanzaron sus imágenes ciertamente “icónicas”.

El Greco creó un nuevo lenguaje pictórico en Toledo, partiendo de lo aprendido en Italia. Quizá los grandes lienzos utilizados para los retablos fueron desde el inicio el marco idóneo para desplegar todo su conocimiento y talento pictórico. Desde sus pequeñas obras pintadas sobre tabla en Creta e Italia, donde fue incorporando el lienzo como soporte, hasta los de mantel, tan utilizados por los pintores del Véneto para conseguir escenas de gran formato sin hacer costuras. Las grandes pinturas toledanas fueron hechas sobre este mismo tipo de telas, aunque las españolas no son tan gruesas, y crean junto con la imprimación un movimiento sobre la superficie pictórica que reverbera por la incidencia de la luz. La tonalidad del fondo óptico -que va del gris al naranja oscuro- fue esencial para el pintor, recurso que aprende de sus admirados artistas venecianos, ya que este tono se suma a los del resto de la obra al quedar visible en muchas zonas.

Los materiales que empleó fueron los que se usaban en la época, pero sus métodos de trabajo, las mezclas de pigmentos y el aglutinante de gran pureza, así como la manera genial de aplicarlos, es lo que hace que sus obras sean diferentes.

Es el maestro del color. Por medio de la luz con la que invade sus escenas consigue que la propia materia desprenda una intensa luminosidad desde adentro hacia afuera. Pinta por transparencias, al superponer sobre capas más compactas otras de glacis y veladuras. Esto crea una traslucidez de la materia por la que podemos penetrar en profundidad en las obras. Sus oscurecimientos con las lacas rojas, los verdes de cobre o los negros, hacen que nuestra visión penetre por sugerentes sombras. Al mismo tiempo, los realces de las luces con el albayalde o el amarillo de plomo y estaño hacen salir hacia fuera lo que le interesa, al puntualizar las zonas más iluminadas. Las superposiciones de tonos diferentes son muy comunes en su pintura.

Es también un maestro de la composición, y a través de las luces y las sombras modela las figuras y sus vestiduras, crea los diferentes planos de la escena y la perspectiva, que si bien comenzó en Venecia siendo lineal, en Toledo la consigue a través de la atmosfera y el espacio. Los personajes se imbrican unos con otros, llenando todo el espacio y amoldándose en algunos casos incluso al formato de los propios lienzos, para lo que no dudaba en deformar las figuras. Este genio, que trabajó “a la prima”, con pinceles y pinceladas de todas formas y maneras, hizo avanzar la pintura, influyendo en Velázquez y Goya, y en el desarrollo de la pintura del siglo XX.


José Riello. Un raro autodidacta

El caso del Greco es uno de los más peculiares para analizar el arduo camino que un pintor de su tiempo tenía que recorrer desde la condición de artesano a la de artista. Perteneció a una familia de confesión ortodoxa dedicada al comercio marítimo cuyos miembros, como el resto de habitantes de Creta, eran súbditos de la República de Venecia, en cuya administración trabajaron algunos familiares del pintor. En el interior de la isla abundaba el pastoreo y la agricultura además de cierto comercio artesanal, mientras las actividades relacionadas con la pesca se desarrollaban en la costa. Se ha supuesto que recibió una formación humanística que incluía el estudio del griego, el latín y el italiano pero, sin embargo, y aunque sea seguro que habló y escribió griego y que hablaría dialecto veneciano, no parece que aprendiera latín. Lo más probable es que no tuviera recursos para financiarse una formación esmerada y que, por contra, sólo aprendiera primeras letras y matemáticas elementales.

Hay que considerar que una educación humanística tampoco le serviría de mucho para ejercer su oficio de pintor como se entendía en Creta durante su juventud, para lo que lo único preceptivo era aplicar las fórmulas de representación de la pintura de iconos, luego más bien habría que suponerle una cultura autodidacta y no por lo que vivió en su isla natal, que no fue mucho ya que se trasladó a Italia con 26 años, sino por lo que le tocó vivir y cómo le tocó vivir en Venecia y en Roma.

A Venecia debió de llegar en 1567. Tras la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1452, la ciudad sufrió una profunda crisis económica que se agravaría con el tiempo aunque, al calor de la Universidad de Padua y de la reconversión agraria que la aristocracia promovió en sus propiedades de la terraferma, siguió siendo un destacadísimo foco cultural en el que, además, la imprenta había alcanzado un nivel difícilmente parangonable. Son muchas las especulaciones sobre el cambio que la pintura del Greco experimentó tras su llegada y aún son numerosas las dudas sobre con quién contactó en la ciudad y con quién culminó su formación. A pesar de lo dicho tradicionalmente, es probable que no tuviera una relación profesional con Tiziano y, de hecho, las pinturas que hizo en Italia tienen mayor afinidad con las de Tintoretto y los Bassano, aunque tampoco quepa establecer una relación de discipulado. Fueron muchas las dificultades que un pintor como el Greco pudo encontrar al intentar prosperar en el ambiente artístico veneciano que, conservador y artesanal, se basaba en la preponderancia del taller familiar y del gremio y concebía el arte como una empresa que enmaridaba a oficiales y aprendices y todos subordinados a las directrices del maestro, circunstancias que mal se avendrían con el individualismo del Greco.

No hay noticia de que formara parte de tal ambiente y sólo han podido elaborarse hipótesis más o menos acertadas; además, a tenor de las obras que se le atribuyen y que podrían fecharse en esa época veneciana, cabe sospechar una ausencia casi total de clientela veneciana. El Greco, en Venecia, tenía poco que ofrecer, pero probablemente hizo un esfuerzo titánico por ponerse al día para dominar el lenguaje de la pintura y la teoría artística occidental mediante una labor autodidacta intensísima en la que no solo fueron importantes las pinturas que pudo ver, sino también los libros que pudo leer para asimilar las doctrinas artísticas en boga, paliar sus carencias y adaptarse al entourage artístico en que pretendió medrar.

Era un lugar común en la época considerar que el conocimiento de las “letras” y el contacto directo o a través de la lectura con personas letradas eran muy beneficiosos para un pintor. Desde este punto de vista, es posible que el Greco conociera a miembros de familias tan importantes como los Calbo, los Michiel o, sobre todo, los Grimani y que, personalmente o más bien a través de sus obras, se relacionara con algunos de los hombres más cultos del momento como Daniele Barbaro o Andrea Palladio, contactos que se acentuarían en la Roma papal. Cuando el Greco llegó a la ciudad hacia 1570 aún coleaban las consecuencias del Concilio de Trento, que supuso la escisión de la cristiandad y que acabaría también repercutiendo en las artes que, desde entonces, hubieron de ponerse al servicio de la Iglesia católica.

El 16 de noviembre de ese año el miniaturista Giulio Clovio pidió al cardenal Alejandro Farnesio, uno de los protagonistas de la Contrarreforma, que concediera una estancia en su palacio romano a “un joven candiota discípulo de Tiziano, que a mi juicio parece raro en la pintura”. El cardenal atendió los ruegos de Clovio y el Greco pudo presenciar y participar en los debates del más alto calado que se daban entre intelectuales del entorno de Farnesio como su bibliotecario Fulvio Orsini, el arquitecto Vignola y un grupo de españoles entre los que despuntaban Alfonso y Pedro Chacón, quizá Benito Arias Montano o Luis de Castilla, quien le procuraría los primeros encargos en España. Aún así, el Greco, en Roma, debió ser considerado también como un pintor arcaico que, por lo demás, era un fanático del color y del estudio de la naturaleza, considerados aspectos superficiales en el contexto artístico romano. Por si fuera poco, era un foráneo extraño y pretencioso, y acabaron echándolo del palacio en 1572 aunque todavía no se conozca el motivo concreto de su expulsión. En todo caso, el pundonor autodidacta del Greco debió de enfatizarse al amparo de la corte Farnesio, máxime si era consciente, como debía serlo, de que entonces tenía ya 30 años.

Algunos de los integrantes de ese círculo le convencerían para que se mudara a España con la promesa de que encontraría una situación profesional provechosa. Son conocidos los relativos fracasos del Greco ante Felipe II y el cabildo toledano, pero lo cierto es que llegó a Toledo con 37 años y allí permaneció hasta el final de sus días, pues Toledo era entonces Sede Primada de las Españas, es decir, primera entre los arzobispados hispánicos y segunda más rica después de la de Roma y, como tal, la ciudad más importante del país incluso por encima de Madrid, donde Felipe II había establecido su corte de forma permanente en 1561. No en vano trabajo tuvo por demás, aunque muriera casi pobre, y congenió con algunos eruditos como los hermanos Antonio y Diego de Covarrubias, Pedro Salazar de Mendoza, Hortensio Félix Paravicino y, acaso, Góngora, más otros pocos que supieron apreciar su rara pintura, hasta que falleció el 7 de abril de 1614 a los 73 años.

Entre los bienes que dejó había 130 libros que probablemente comenzó a adquirir cuando llegó a Venecia y cayó en la cuenta de que tenía que ponerse al día en el dominio de la pintura, harto distinta a como la había concebido hasta entonces. Siguió comprando libros en Roma y su biblioteca no dejó de crecer hasta el final de su vida en Toledo. Lo que destaca en ella es su variedad lingüística y temática, pues tenía libros en griego, italiano y “de romance” y, además de algunos libros relacionados con las artes, sobre todo de arquitectura, clásicos antiguos como Homero, Aristóteles, Flavio Josefo, Jenofonte, Luciano, Plutarco o Esopo, y modernos como Petrarca o Ariosto, junto con textos de santos como Justino, Dionisio, Juan Crisóstomo o Basilio, hagiografías y los decretos del Concilio de Trento, libros que consideraría esenciales para representar los asuntos religiosos con decoro. Entre todos los volúmenes destacan dos: la edición del tratado de arquitectura de Vitruvio que Daniele Barbaro publicó en 1556 y la segunda edición de las Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos de Giorgio Vasari, publicada en 1568. En sus márgenes el Greco fue anotando las reflexiones que la lectura le motivaba y en ellas cabe atisbar a un artista culto y preocupado por el alcance teórico y las maravillas de la pintura, que juzgaba como una “ciencia especulativa”, pero sobre todo a un artista seguro de unas convicciones a las que había llegado con su propio estudio y su trabajo.

No puede extrañarnos que él mismo se considerara un extravagante y que en ciudades tan dispares como Candia, Venecia, Roma, Madrid o Toledo, siempre proyectara de sí mismo una imagen de artista singular o, por decirlo con sus propias palabras, se mostrara como uno de esos hombres eminentes “que no se hallan sino rara vez”.