26 d’ag. 2016

Colores

Claude Monet
El azul. El color conformista. ¡Qué dócil es! ¡Qué disciplinado! El azul es un color muy moderado, que se funde con el paisaje y no quiere llamar la atención. ¿Será ese carácter consensual lo que lo ha convertido en la estrella, en el color favorito de los europeos? Durante mucho tiempo ocupó un segundo plano, se lo desdeñaba, en la Antigüedad incluso se lo despreciaba. Luego, como un hábil cortesano, supo imponerse, poco a poco, sin enfrentamientos... Y ahí lo tenemos ahora, el rey de los colores. El color de los plebiscitos, el más oficial. En Occidente se ha convertido en garantía de conformismos: reina en tejanos y en camisas. ¡Si hasta se le ha confiado Europa y la ONU! ¡No se puede negar que nos gusta mucho!

Cy Twombly
El rojo. El fuego, la sangre, el amor y el infierno. Con él no caben matices. A diferencia del timorato azul, el rojo es un color orgulloso, lleno de ambiciones y sediento de poder, un color que quiere dejarse ver y que está decidido a imponerse a todos los demás. Pese a tanta insolencia, su pasado no fue siempre glorioso. Hay una cara oculta del rojo, un mal rojo (como también se habla de "mala sangre") que ha causado estragos a lo largo de los tiempos, una herencia aviesa cargada de violencia y de furia, de crímenes y pecados. Desconfiad del rojo: este color esconde su duplicidad. Es fascinante y candente como las llamas de Satanás.

Joaquín Sorolla
El blanco. En todas partes evoca la pureza y la inocencia. Es un tópico con más vidas que un gato: "¿El blanco? -oímos decir a menudo-, ¡pero si no es un color!". Es verdad que al pobre color blanco le cuesta que se le reconozca en su justo valor, y también lo es que desde siempre ha sido objeto de una increíble intransigencia. Pues nunca se está contento con el, siempre se le exige más, queremos que sea "más blanco que el blanco". Sin embargo, este color es, sin duda, el más antiguo, el más fiel, el que transmite desde siempre los símbolos más fuertes, más universales, y el que nos habla de lo esencial: la vida, la muerte, y tal vez también -a lo mejor por eso le tenemos tanta manía- un poco de nuestra inocencia perdida.

Auguste Renoir
El verde. El que esconde bien su juego. ¡Menuda plaga! Todo el mundo se ha lanzado al verde: zonas verdes, números verdes, clases verdes, precios verdes, tarjetas verdes, Partido Verde... Y en Francia hasta han pintado las papeleras con este color, que se supone evoca la naturaleza y la limpieza. ¡No insistáis! El símbolo es demasiado bello para ser verdad, y haríamos bien en desconfiar de él, pues al contrario de lo que las apariencias indican, el verde no es un color honesto. Es un tunante que, siglo tras siglo, ha sabido esconder su juego, un artero responsable de más de un golpe bajo, un hipócrita al que le gustan las aguas turbias, un color peligroso cuya verdadera naturaleza es la inestabilidad. Algo que, en resumidas cuentas, ¡casa bastante bien con una época perturbada como la nuestra!

Vincent van Gogh
El amarillo. ¡Todos los atributos de la infamia! No es un color muy apreciado. En el mundillo de los colores, el amarillo es el extranjero, el apátrida, el que suscita desconfianza y que atribuimos a la infamia. Amarillo como las fotos palidecen, como las hojas muertas, como los hombres que nos traicionan... De amarillo vestía Judas. Amarillo era el color con que se denunciaba la casa de los fabricantes de moneda falsa. Amarilla también era la estrella que marcaba a los judíos y los destinaba a la deportación... No hay duda, ni la historia ni la fama del amarillo son buenas.

Édouard Manet
El negro. Del duelo a la elegancia. Noir c'est... pas noir! Negro es... no negro. Y lo lamento por la canción. Es verdad que a este color hay que cogerlo con pinzas, como el carbón pero no es tan uniforme ni tan desesperado, ni tan negro en definitiva como se pretende. La prueba es que aunque permanece en los coches fúnebres y se oculta en las últimas sacristías, también viste a los modernos. Ahora, elegancia significa color negro. Pero aún hay más: con el blanco, su compadre, el negro ha construido una imaginario aparte, una representación del mundo trasmitida por la fotografía y el cine, y que en ocasiones resulta más verídica que la que describen los colores. El universo del blanco y negro, que creíamos relegado al pasado, sigue ahí, profundamente anclado en nuestros sueños y tal vez en nuestra forma de pensar.

Paul Klee
Los semicolores. Gris lluvia, rosa intenso. Azul, rojo, blanco, verde, amarillo, negro... ¿Y luego? ¿Cuántos colores? No se lo preguntéis al arco iris, que es un prestidigitador. Sólo nos enseña lo que queremos ver. Los niños que buscan el tesoro al pie de sus rayos bien lo saben: los colores se zafan en cuanto intentamos atraparlos, pues no son más que una ilusión... Un color es un conjunto de símbolos y de convenciones. Detrás de los seis colores de base viene la comparsa, los semicolores (rosa, marrón, naranja, violeta, y el curioso gris) y un séquito infinito de matices que no dejamos de inventar. La lección que extraemos es de lo más divertida: un color sólo existe porque lo miramos. El color no es, en definitiva, más que una producción del hombre.

4 d’ag. 2016

Gauguin. Antonio Muñoz Molina

En Gauguin casi nada es lo que parece. Una leyenda desfigura su persona y su arte, pero él fue el primero que alimentó esa leyenda. Decía que su propensión hacia lo primitivo y lo que llamaba sin reparo lo salvaje le venía de su origen inca, pero en realidad era sobrino nieto del último virrey español en el Perú colonial. Atravesó más de medio mundo en busca del paraíso terrenal de Tahití, pero su fascinación por la isla y por Oceanía la descubrió visitando la gran exposición colonial de París en 1889, en la que los nativos de diversos dominios eran presentados casi como animales exóticos en un zoo, en el interior de chozas y vestidos con sus ropas tribales, ocupados en danzas y en tareas domésticas siempre pintorescas. Había empezado a pintar justo en el momento en el que los impresionistas celebraban la inmediatez de las percepciones, la vida contemporánea, los paisajes próximos de la ciudad o del campo francés; pero él había preferido muy pronto representar lo escondido y no lo visible, los sueños y las leyendas que forman la raíz de la psique humana y no las impresiones accidentales y fugaces. Monet pintaba estaciones y puentes de ferrocarril, atmósferas contaminadas y afantasmadas por los humos industriales; Seurat o Degas o Toulouse-Lautrec se sumergían en los espectáculos nocturnos de París y en los cafés alumbrados por las luces de gas, en una especie de metódica ebriedad del presente. Gauguin buscaba la perduración del mundo arcaico en las provincias, y las mujeres francesas que le gustaba pintar no vestían a la última moda, sino con los pesados ropones y las cofias medievales de las aldeas de Bretaña.

Iba descartando arcadias sucesivas a la misma velocidad que las descubría: la Martinica, la Bretaña brumosa, la Provenza en la que su pobre amigo trastornado Vincent van Gogh quiso fundar con él una comunidad de artistas que trabajarían con una integridad de socialismo primitivo y pintarían jubilosamente al aire libre y al sol. Pero cuando finalmente lo abandonó todo y emprendió la travesía a Tahití -había abandonado previamente a su mujer y a sus hijos- no lo hizo con las manos vacías: llevaba consigo un gran baúl lleno de libros, de láminas y postales de arte, un catálogo visual de la cultura europea que dejaba atrás, y con la que no rompió por mucho que fingiera que abjuraba de ella igual que del orden burgués y de las ortodoxias del catolicismo. El baúl de Paul Gauguin era quizás el primer catálogo universal de las artes, y él es el primer artista que se alimenta indiscriminadamente de ellas, con una ambición que va más allá del orientalismo de los románticos. La fotografía y los avances en la impresión hacían accesibles por primera vez las imágenes de cualquier obra de arte, de cualquier paisaje o cualquier edificio. Gauguin aprovechó esa innovación tecnológica con la misma desenvoltura con que se aplicaba él mismo a la artesanía obsoleta del grabado en madera. Gracias a las postales y a las reproducciones podía trabajar teniendo delante de sí un bajorrelieve egipcio o un friso de jinetes del Partenón o de esculturas de dioses hindúes o una estela budista o una momia indígena de Perú. Gracias a las formas en apariencia toscas o crudas de la xilografía podía haber grabados que poseían una fuerza primitiva de claridades y sombras, que invocaban los mundos de la mitología, del sueño, de las divinidades esculpidas en troncos o en grandes bloques de piedra.