25 d’oct. 2013

Pissarro. Museo Thyssen. Paloma Alarcó

Pissarro. El huerto en Éragny
Nacido en la isla antillana de Santo Tomás en el seno de una adinerada familia de origen judío, el pintor francés Camille Pissarro pronto se trasladó a estudiar a París, donde, en contra de la voluntad paterna, tomó la firme decisión de dedicarse a la pintura. Tras regresar unos años a su ciudad natal para trabajar en los negocios de su familia y después de residir dos años en Venezuela pintando junto al pintor danés Fritz Melbye, volvió a París en 1855

En. la capital francesa entró en la Académie Suisse, visitó la Exposition Universelle donde le impresionaron las obras de Camille Corot y Eugène Delacroix y en 1859, año en que conoció a Claude Monet, Auguste Renoir y Alfred Sisley, participó por primera vez en el Salon. Durante la década de 1860 siguió presentando sus obras en los sucesivos Salones, pero los rígidos principios de éstos pronto chocaron con sus ideas políticas anarquistas y, a partir de 1870, dejó de participar en exposiciones oficiales. Su pintura estuvo estilísticamente siempre dentro del impresionismo, salvo un corto periodo de experimentación con la técnica neoimpresionista, bajo la influencia de Georges Seurat, a mediados de la década de 1880. Pissarro creía firmemente en la idea de la cooperativa de artistas y desempeñó un activo papel en la organización de las actividades del grupo impresionista parisiense, fomentando la participación de artistas como Paul Cézanne y Paul Gauguin y siendo el único cuyas obras estuvieron presentes en las ocho exposiciones impresionistas, celebradas entre 1874 y 1886

Desde. que en 1866 se trasladó a vivir a Pontoise, Pissarro vivió casi toda su vida fuera de París y fue básicamente un pintor de paisajes o de escenas rurales, y uno de los primeros en practicar con convicción la pintura al aire libre. Al final de su vida, tuvo que trasladarse a la ciudad a causa de su creciente pérdida de visión. Fue entonces cuando comenzó a pintar acomodado en una ventana, captando la actividad cambiante de las calles de ciudades como Ruán y París.

Los idílicos y armoniosos paisajes rurales dieron paso a una serie de vistas urbanas en las que, el implacable observador que era Pissarro, dejó inmortalizada la vida de la ciudad moderna

Pissarro. Rue Saint-Honoré por la tarde
Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia. Pertenece a una serie de quince obras que Camille Pissarro pintó en París desde la ventana de su hotel situado en la place du Théâtre Français , durante el invierno de 1897 y 1898. Pissarro, que había vivido casi siempre en el campo y era básicamente un pintor de paisajes -y uno de los primeros en practicar con convicción la pintura al aire libre-, al final de su vida tuvo que trasladarse a la ciudad, por motivos de salud. Fue entonces cuando comenzó a pintar vistas urbanas asomado a las ventanas, captando la actividad cambiante de las calles de ciudades como Ruán o París. Estilísticamente, esta última década de su vida coincide con su vuelta a una pintura de factura impresionista, tras haber experimentado durante un corto periodo de tiempo la influencia de Seurat. La técnica puntillista, que abandonó por excesivamente rígida, le ayudó a aligerar su paleta y a componer sus últimos cuadros de forma menos rigurosa.

Pissarro trabajó afanosamente en este ciclo sobre las calles de París, animado sin duda por la promesa de Durand-Ruel de exponerlo en su sala. Eligió uno de los nuevos escenarios urbanos creados durante el Segundo Imperio (1852-1870) por el barón Georges-Eugène Haussmann, quien, no sin despertar grandes polémicas, había convertido París en una ciudad moderna, atravesada por grandes avenidas que permitían ver lejanas perspectivas a través de las diferentes axiales. En esta serie, el pintor no sólo cubrió todo el campo de visión que tenía desde su habitación -la rue Saint-Honoré, la avenue de l’Opera y la propia plaza situada junto al hotel-, sino que reelaboró las mismas composiciones con luces cambiantes.

Monet. Boulevard des Capucines
El modelo pictórico de vistas urbanas tomadas desde una posición alta había quedado establecido por Monet en su famoso lienzo del Boulevard des Capucines, presentado en la Primera Exposición Impresionista, de 1874. Pintado un año antes desde la ventana del estudio de Nadar, Monet dejó una imperecedera imagen del nuevo ajetreo de la ciudad. […]

En las tres pinturas que realizó de la rue Saint-Honoré, Pissarro nos ofrece una visión en perspectiva de esta calle, con la esquina de la place du Théâtre Français en primer término. Utiliza, como Monet, un punto de vista alto, aprovechando así los ángulos visuales en escorzo. Establece un juego de formas circulares y rectangulares; de verticales, formadas por los árboles y las farolas, cruzadas por la diagonal de la alargada calle, que en su parte final se convierte en una especie de espejismo.

En la obra del Museo Thyssen-Bornemisza, la escena está captada a primera hora de la tarde. Por la calle circulan varios coches de caballos y los peatones, que pertenecen a todos los estratos sociales, están individualizados y no tratados como masa. Ha llovido y todavía caen algunas gotas, lo que hace que algunos viandantes lleven abiertos sus paraguas. En otra versión, la escena está iluminada por la fuerte luz del sol de la mañana y en la tercera de las versiones, la ciudad está ensombrecida por la apagada luz del atardecer.

El punto de vista alto era también un recurso del que se valía el pintor para distanciarse de la escena. Este encuadre, utilizado por Pissarro para los temas urbanos, difiere del de los paisajes o las escenas rurales, pintados con un punto de vista más próximo, para expresar el contraste entre la vida del campo y la vida de la ciudad. No hay que olvidar que las últimas obras de Pissarro coinciden con la radicalización de su ideología, que se fue acercando paulatinamente al movimiento anarquista. Fiel a estas ideas políticas, el mundo rural era mostrado como modelo de un estilo de vida armonioso, como representación idílica de una nueva Arcadia. Frente a la ciudad, Pissarro adopta en cambio una cierta lejanía y asume el papel de flâneur baudelariano. Con sus magníficas dotes de observación nos hace una evocación pictórica de la nueva vida de la ciudad: «Mis ideas no son quizá muy estéticas pero estoy contento de pintar estas calles de París de las que se opina a menudo que no tienen carácter. Son muy diferentes, muy modernas». La relación entre la modernización urbana de la capital francesa llevada a cabo por Napoleón III y la nueva pintura impresionista tiene su mejor demostración en esta obra.


20 d’oct. 2013

Giambologna. El rapte de les sabines

El rapto de la sabina, del francés Giambologna (Jean de Boulogne), se expone en la Galleria dell'Accademia de Florencia, aunque originalmente se encontraba en la Loggia de la Piazza della Signoria, donde hoy podemos ver una copia.

La obra hace referencia al episodio mitológico del Rapto de las Sabinas: en la época de la fundación de Roma las mujeres escaseaban en la ciudad, por lo que los romanos pidieron permiso a la tribu vecina, los Sabinos, para casarse con sus mujeres, pero éstos no aceptaron. Ante esta negativa, durante la celebración de unos juegos los romanos raptaron a las mujeres sabinas y se las llevaron, casándose con ellas y engendrando descendencia. Para poder recuperar a sus mujeres, el rey sabino Tito Tacio decidió declarar la guerra a Roma, pero las sabinas, ya integradas en la sociedad romana, mediaron entre las dos tribus evitando así el conflicto armado. Finalmente el episodio se saldó con el entendimiento de las dos ciudades y la entrega en matrimonio a Rómulo de la hija de Tito Tacio.

El grupo escultórico, realizado a partir de un solo bloque de mármol compacto, está basado en dos modelos de bronce, obras también de Giambologna. La obra se realizó como un alarde de técnica en respuesta a una discusión típica de la época, conocida como paragone, que discutía la supremacía de la pintura o de la escultura. Uno de los argumentos utilizados por los escultores consistía en afirmar que la escultura, a pesar de tener una visión predominante frontal, contaba con infinitos puntos de vista, mientras que la pintura sólo tiene uno. La escultura de El rapto de la Sabina posee una estructura en la que tres figuras humanas se entrelazan en un movimiento helicoidal o de hélice, brindando al espectador una visión total de la obra desde numerosos ángulos.

El impresionante grupo, de más de 4 metros de altura, representa el momento en que la mujer sabina es raptada por un romano joven, mientras un anciano sabino está atrapado entre las piernas del secuestrador. Los tres cuerpos se encuentran enlazados entre sí, generando una continuidad en el movimiento que nos hace pasar de una figura a otra de forma fluida. Asimismo, los personajes se unen psicológicamente a través de sus miradas.

La presencia de la mujer adolescente, el hombre joven y el anciano han hecho que se nomine también a este grupo como Las tres edades del hombre. Las figuras desnudas de los tres participantes en la escena son el pretexto para realizar un estudio anatómico minucioso del cuerpo humano.

17 d’oct. 2013

Argullol. Autorretrato: «Refléjate a ti mismo» (fragmento)

Durero. Autorretrato. 1498
[…] Apenas es posible encontrar mayores muestras de autoafirmación en una obra pictórica que las que nos ofrece Albert Durero en los autorretratos de 1498 y 1500. El primero preanuncia al segundo. En 1498 Durero se pinta a sí mismo como exponente de una extraordinaria dignidad mundana. Con el torso ligeramente inclinado, su mirada hacia el espectador denota una calculada mezcla de serenidad y seguridad. Sus ropajes nobles están en concordancia con la nobleza del gesto. Al fondo un retazo de paisaje no hace sino confirmar la centralidad y el protagonismo del hombre, sobre todo del artista. El cuadro de 1500 es todavía más rotundo. En él Durero nos mira de frente y en sus ojos se expresa, explícitamente, la pertenencia a un estado superior del espíritu. Probablemente no hay en la historia de la pintura ninguna obra que quiera indicar un mayor grado de autodivinización: porque, en efecto, en este autorretrato Durero se halla revestido de la mayestática grandeza de Cristo; no, como es obvio, del Cristo sufriente -en el que se refugiarán, como veremos, otros pintores- sino del Cristo triunfante, vencedor de la gran prueba y salvador de la humanidad. En la pintura de 1500 ya no hay únicamente dignidad humana: se trata, con increíble altivez, de dignidad divina.

Durero. Autorretrato.1500
En realidad Durero fuerza hasta el extremo el talante del nuevo artista renacentista que en su curso por afirmar la propia identidad creativa pasa de la reivindicación social a la metafísica. De la dignitas del artista al artista como alter deus, engendrador de mundos a imagen y semejanza del Dios genético. Desde Masaccio ésta es una actitud que se radicaliza progresivamente. Durante el Quattrocento los pintores se reflejan cada vez con mayores dosis de individualidad y poder. A principios del siglo XVI la pintura renacentista ha creado las condiciones para que un Miguel Ángel afronte el Génesis de la Capilla Sixtina como expresión de la fuerza creadora del artista. A Miguel Ángel y a Rafael sus mismos contemporáneos les llaman «divinos». En 1500 Durero se pinta como tal.

Sin llegar al atrevimiento de Durero los cuadros que recogen la majestad del pintor son frecuentes en el arte europeo hasta la gran crisis de identidad provocada por el Romanticismo. Tras éste las representaciones de este tipo escasean o se presentan tan distorsionadas que apenas tienen rasgos iconográficos comunes con la tradición anterior. En el siglo XIX todavía podemos observar mediocres continuaciones académicas o excelentes excepciones, como algunos de los autorretratos de Ingres; pero en general después de Goya, como en tantos otros aspectos, la pintura europea rompe con su voluntad de dignitas y los artistas renuncian a su autorrepresentación mayestática.

Rubens. Autorretrato. 1639
Sin embargo, entre ambos momentos, entre el Renacimiento y el Romanticismo, los ejemplos de autoafirmación del artista son innumerables. Tomemos tres, de tres tradiciones distintas pero pertenecientes al gran siglo de madurez de la pintura, el XVII: los autorretratos de Velázquez de 1631, de Rubens de 1639 y de Poussin de 1650. El de Velázquez tiene curiosas similitudes con el pintado por Durero en 1498. La misma orientación del cuerpo, la misma inclinación de las pupilas, el mismo aire sereno y seguro. Velázquez es más austero, como corresponde a su época. El de Rubens nos ofrece un escorzo opuesto mientras su mirada aparece suspendida en la lejanía. Por último el de Poussin, con inscripciones en el lado derecho que también recuerdan las de Durero, nos comunica una mirada llena de vigor y de energía.

Poussin. Autorretrato. 1650
Los autorretratos de Velázquez, Rubens y Poussin son de una notable gravedad pero están situados en un momento claramente distinto a los de Durero. No hay en ellos ansias de divinización ni tampoco, como en los retratos de los quattrocentistas, un reclamo de individualidad. Corresponden a un estado más avanzado de la confianza del pintor en sus poderes. El artista del Renacimiento luchaba contra la servidumbre anterior y era todavía, en gran medida, un hombre que debía exaltar la libertad y autonomía de su arte. El artista del siglo XVII parte de las enormes conquistas renacentistas y, a pesar de sus dependencias cortesanas, se halla convencido de la elevada condición de su trabajo. Velázquez y Rubens se pintan a sí mismos como gentilhombres y asimismo tal vez, especialmente el primero, como militares. Poussin, como pintor seguro del rigor de su pintura, pone sus cuadros como fondo, pero su vestimenta en nada se distingue de la de un magistrado. En los tres casos el retrato quiere reflejar una dignidad social y por eso se autorretratan para la sociedad. […]


16 d’oct. 2013

Klee. La religión pagana del color. Álex Vicente

Paul Klee. Flores del crepúsculo. 1940 
Fue su último cuadro […]. Mientras Europa ardía y su cuerpo enfermo se desintegraba, el pintor nacido en Suiza tuvo la ocurrencia de plasmar un puñado de flores de colores intensos y trazo algo infantil […].

Nadie entendió muy bien a qué venía ese lienzo. “Desprende una incomprensible sensación de alegría, música y libertad”, escribió un crítico suizo al verlo. Klee lo pintó en 1940, solo unas semanas antes de su muerte por esclerodermia, enfermedad incurable que endurecía la piel y obstaculizaba el funcionamiento de los órganos. Lo tituló Flores del crepúsculo y corrió a añadirlo al listado de obras que tenía pensado exhibir en Zurich, en la que se convertiría en su última exposición en vida.

[…]. La religión de Klee fue el color. Lo encontramos en sus polifonías y en sus peces mágicos, pero también en sus pinturas ancestrales y en sus lienzos más fantasmagóricos. El pintor se convirtió al color en 1914, durante un viaje por el norte africano junto al pintor August Macke, que acabaría adquiriendo dimensiones míticas en su cabeza. “El color ha tomado posesión de mí. Ahora me poseerá para siempre. Estamos unidos hasta el final. Me he convertido en pintor”, dejó escrito Klee.

Klee. Redgreen and Violet-Yellow Rhythms. 1920
De vuelta a casa, sus acuarelas cuadriculadas empezaron a reproducir los colores observados en ese viaje iniciático. Los convirtió en su gramática personal, que conjugaría en cientos de cuadros de pequeño formato, que fuerzan a quien los observa a afilar la mirada si pretende descifrarlos. Sus sistemas geométricos reproducen la obsesión por el movimiento de Klee, así como la influencia de la composición musical en la pintura (fue un excelente violinista y no dudó en conectar las dos disciplinas, como quedó demostrado hace dos años una exposición en la Cité de la Musique de París) o la reinterpretación de géneros clásicos como el paisajismo y la naturaleza muerta.

Para Klee, cada nuevo cuadro suponía un nuevo reto. El pintor polaco Jankel Adler, uno de sus colegas en la Academia de Dusseldorf (donde dio clases cuando los nazis cerraron la Bauhaus), aseguraba que, cuando Klee empezaba un cuadro, sentía “la agitación que debió de tener Colón al descubrir un continente, entre un presentimiento temeroso y la vaga sensación de encontrarse en el buen camino”.

[…] Klee pintó mientras regímenes políticos de distinto signo se encadenaban en la Europa de entreguerras, la inflación aumentaba y el antisemitismo avanzaba imparable. “Klee no pudo mantenerse al margen de lo que sucedía alrededor. En su obra se observa la voluntad de entender qué utilidad podía tener el arte en esas circunstancias”, apunta el responsable de exposiciones de la Tate Modern, Matthew Gale.

Klee. Walpurgis Night. 1935
Klee sabía en qué consistía su misión. Para él, la pintura no era una evasión, sino casi un instrumento visionario. Los artistas de la época, con los surrealistas a la cabeza, tenían la misma fijación: encontrar los mundos paralelos que sospechaban que se escondían tras la llamada realidad. A veces, de manera literal. Él experimentó con el esgrafiado de óleo para averiguar qué se escondía bajo la superficie, tal como haría otro electrón libre, Max Ernst, a través del frottage. El arte tenía que servir para encontrar “la realidad detrás de las cosas visibles”, en palabras del propio Klee. […] Klee nunca se ciñó a un estilo ni a una escuela. “Su arte respondía a una visión propia e interna y no se enmarcó en un grupo, como la mayoría de artistas de vanguardia. En ese sentido, se trata de un personaje aparte dentro de las vanguardias, que trasciende su período histórico. Por eso el eco de su obra sigue resonando hoy”, relata Gale.

Klee decía a sus alumnos que pintar consistía en “sacar a la línea de paseo”. Puede que hubiera algo más. Entre sus retículas dislocadas, prismas fragmentados y garabatos angustiados se entrevé una lejana silueta: la del nuevo paradigma estético que se impondrá tras la hecatombe bélica. Otra de sus citas lo deja todavía más claro: “Un pintor no debe pintar lo que ve, sino lo que se verá”.