19 de febr. 2016

Georges de La Tour. Manuel Hidalgo y Antonio Muñoz Molina

De La Tour. La buenaventura
Georges de La Tour y sus circunstancias no pusieron fácil la labor de los historiadores del arte ni la mera supervivencia de su obra. El pintor no firmó ni puso fecha ni título a la mayor parte de sus cuadros. Un buen número de sus lienzos se destruyó durante la Guerra de los Treinta Años, cuando los franceses arrasaron el Ducado de Lorena, su casa de Lunéville fue incendiada y el artista tuvo que salir hacia la cercana Nancy por piernas. Uno de sus 10 hijos, Étienne, fue también pintor y su discípulo, lo cual, unido a la abundancia de aprendices en su taller, hizo o hace dudar de la autoría de ciertos cuadros, particularmente cuando de algunos existen dos versiones bastante similares.

[…] Georges de La Tour nació en Lorena, en 1593, en el pueblo bajo mando episcopal de Vic-sur-Seille, segundo de siete hermanos. No se sabe nada sobre cómo el hijo de un panadero pudo formarse y llegar a ser pintor, pero el caso es que, en 1617, se casó en Lunéville con una noble llamada Diane Le Nerf e inició una gran carrera bajo el mecenazgo del duque Enrique II de Lorena, que era fan de Caravaggio.

La Tour, en los años siguientes, no paró de recibir encargos de los ricos de Lunéville, fue pintor oficial del duque, se hizo millonario, se construyó una estupenda casa y comenzó a tener hijos hasta un total de 10. Todo se estropeó cuando los franceses asolaron la ciudad en 1638.

De La Tour. El tramposo del as de tréboles
[…] La pintura de La Tour tuvo dos etapas. A la primera, le corresponden los llamados cuadros diurnos y, a la segunda, los nocturnos. En los primeros, abundan más los personajes de calle, mendigos, músicos, campesinos o gentes en actitud ligera -peleas, juegos de cartas, lectura de manos-, a menudo de rasgos rudos, sufrientes o banales.

La etapa nocturna se caracteriza por un intenso recogimiento, por una evidente espiritualidad, por una geometría estática de masas y de colores y, sobre todo, por el persistente e inconfundible recurso del pintor a iluminar a sus personajes y sus escenas mediante la fuente de luz de una vela. Esa vela (o palmatoria, o lo que sea) la suele colocar con frecuencia en el centro del cuadro, alguien la tapa en parte con su mano (o no) y la luz que despide hace resplandecer rostros y amplias zonas de ropa mientras que el resto de la tela permanece en penumbra o en la completa oscuridad. Éste es el estilo de La Tour que aprendemos a conocer y reconocemos.

De La Tour. El recién nacido
La pintura de La Tour ha concitado la admiración de muchos escritores, sobre todo a partir de una exposición que se organizó en París en 1935. El poeta René Char, efímero surrealista, dedicó varios textos a La Tour y destacó su secreto y su misterio. André Malraux confesó la influencia del claroscuro en su propio modo de escribir y se sintió maravillado por los perfiles de los personajes femeninos.

[…] La Tour pintó no pocas obras religiosas -bíblicas, evangélicas y de santos-, pero los críticos -y también Malraux- han hecho notar siempre que -con la excepción de algún santo- las figuras y las escenas religiosas no están tan sublimadas como acostumbramos a ver, confundiéndose con personas y hechos que podrían ser bien corrientes. ¿Por qué ese recién nacido es o ha de ser Jesús? ¿Por qué esa atractiva muchacha meditabunda es o ha de ser María Magdalena?

[…] Después de una fructífera estancia de varios años en París, alojado en el Louvre y protegido por el rey Luis XIII, Georges de la Tour regresó a Lunéville en 1641, incrementando su dedicación a la pintura religiosa y aumentando su prestigio. Una epidemia de peste acabó con la vida de su mujer el 15 de enero de 1652 y, a los 15 días, con la suya

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Georges de La Tour. La Magdalena penitente

De La Tour. Magdalena penitente
El drama de luz y tinieblas de Caravaggio, Georges de La Tour lo convierte en serenidad y contemplación. Una llama vertical asciende de una lámpara y baña parcialmente con su luz aceitosa la habitación en sombras en la que una mujer joven apoya la cara pensativa en una mano mientras posa la otra sobre la calavera que tiene en el regazo. Sobre la mesa, junto a la lámpara, que es un vaso de cristal con esa transparencia que sólo hemos visto pintada en Velázquez, hay unos libros, un objeto que sólo si se mira con cuidado se ve que es una cruz, un látigo hecho con una soga, tampoco muy visible, porque se pierde pronto en la oscuridad. El látigo, la cruz, son los emblemas ortodoxos de la penitencia. La luz es la fugacidad de la vida; la calavera, el recordatorio de la cercanía de la muerte; los libros cerrados, la vanidad del conocimiento humano.

Otros pintores representan a la Magdalena azotándose, juegan con el contraste entre la belleza de su carne joven y las telas de saco o las pieles ásperas que la cubren a medias, en grutas o parajes convenientemente desérticos. Georges de La Tour reduce al mínimo el vocabulario obligatorio de la representación para concentrarse en la plenitud de la presencia, en una contemplación ensimismada que es la de esa mujer en la habitación en la que sólo arde una llama y la que se nos contagia a nosotros cuando miramos el cuadro, examinando el modo en que esa luz toca cada superficie, la piel joven, el pelo tan liso, la camisa blanca, los dedos, las uñas, el hueso de la calavera, la soga, el contraste entre el máximo de claridad y los grados diversos de penumbra, y luego de negrura.

Font: Antonio Muñoz Molina