24 de des. 2014

Lo sublime. Javier Gomá Lanzón

'Sin título', 1969. Mark Rothko
[…] Para la Antigüedad el mundo conforma un cosmos finito, cuya belleza reside en la limitación. Lo ilimitado, lo infinito son siempre sospechosos para el griego, porque remiten a una situación caótica, monstruosa, previa a la determinación de las leyes naturales. El arte no debe tratar de inventar nada, sino imitar la bella perfección de una naturaleza preexistente. Incluso para Longino lo sublime se integra en lo bello y se puede hablar con propiedad en él de una belleza sublime. Pero es cierto que en su tratado (capítulos 35 y 36) encontramos expresiones que parecen subvertir este orden clásico porque sugieren la insuficiencia de la naturaleza para un poeta inflamado que, “abandonando las fronteras del mundo”, alcanza una grandeza supranatural que, a pesar de su imperfección, es sublime. Aquí se apunta la posibilidad de una sublimidad antibella y antinatural, sin imitación, que la modernidad, leyendo a Longino a su conveniencia, convertirá en canónica.

Longino llegó a la Europa moderna, tras siglos de olvido, por la traducción de su tratado que en 1674 hizo el académico francés Boileau-Despréaux. Pronto se apropió del concepto el pensamiento inglés, que lo trasplantó desde los dominios de la retórica, su lugar original, a los de la psicología de las artes visuales. Para Addison, en Los placeres de la imaginación (1712), estos placeres son de tres clases según los objetos que comparecen a la vista: lo bello, lo singular y lo grande (los dos últimos acabarán recibiendo el nombre de pintoresco y sublime, respectivamente). Ante lo grande, dice, “caemos en un asombro agradable y sentimos interiormente una deliciosa quietud (stillness) y espanto (amazement)”. Burke, autor de De lo bello y lo sublime (1757), el texto más influyente en la materia junto al de Longino, permutará la tríada de Addison por un dualismo insuperable, definitivo, entre sólo las dos categorías del título, cuyo antagonismo exaspera hasta el extremo. Lo bello es una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la vista de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Lo sublime, en cambio, es un deleite solitario. Y en su analítica de lo sublime Burke caracteriza esta categoría con propiedades romantizadas contrapuestas a su visión neoclásica o rococó, muy siglo XVIII, de la belleza. Produce asombro y admiración la contemplación de esos grandiosos fenómenos desatados en la naturaleza -tempestades, huracanes, terremotos, volcanes en erupción, la pavorosa majestad de la noche oscura- cuando observamos la proximidad del peligro que nos amenaza, pero al mismo tiempo nos sabemos a salvo de él. Y ninguna fuente mayor de lo sublime que el vislumbre de lo que, por no poder percibir sus límites, presentimos infinito. “La infinidad”, escribe Burke, “tiene una tendencia a llenar la mente con aquella especie de horror delicioso (pleasing horror) que es el efecto más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime”.

Monje al borde del mar, 1809. Friedrich
Aquí se consuma el giro moderno de lo sublime. Por un lado, una belleza natural seca, simétrica y ornamental; por otro, una sublimidad infinita, en trance, sobrenatural y por eso mismo deforme o informe. El más consecuente corolario de este presupuesto lo hallamos, dentro de las artes visuales, en el expresionismo abstracto norteamericano. En un texto de 1947, The sublime is now, Barnet Newman escribió que “la única pregunta que se impone hoy es cómo crear un arte de lo sublime”, lo cual requiere, afirma con radicalidad, una previa destrucción de la belleza. Y ese designio lo creía cumplido en el arte abstracto de su país, sin imitación de bellas formas naturales, que “reafirma el deseo natural del hombre por lo exaltado y nuestra relación con las emociones absolutas”. Y el crítico Rosenblum en The abstract sublime (1961) conecta Luz y verde sobre azul de Rothko (1954) con Monje al borde del mar de Friedrich (1809) para argüir que las raíces comunes del expresionismo abstracto y la pintura de paisajes del romanticismo se hallan en el arte de lo sublime.

En su Crítica del juicio (1790) Kant confirma el antagonismo burkeano entre lo bello y lo sublime, así como la intimidad del segundo con la infinitud. Para Kant lo sublime -“aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña”- es un sentimiento despertado por la idea de infinito, una idea que, por el mero hecho de poder ser pensada por la razón, demuestra la superioridad de nuestro espíritu sobre la precaria naturaleza. Si la naturaleza es bella por su forma y su limitación, lo sublime invierte los términos y participa de lo informe e ilimitado que la idea de infinitud lleva en su vientre. Sólo que ahora, a diferencia de lo que sucedía en la Antigüedad, esa idea de infinitud no denota carencia sino, al contrario, plenitud máxima. […]

Font: Javier Gomá Lanzón. El País.

20 de des. 2014

Impresionismo americano

Mary Cassatt.Lilas en una ventana. 1879
[...] El impresionismo no fue un movimiento coherentemente organizado sino una forma de pintar que caracterizó el trabajo de un reducido grupo de artistas que participaron en alguna de las ocho exposiciones realizadas por la Société Anonyme Coopérative des Artistes Peintres, Sculpteurs et Graveurs en París entre 1874 y 1886, conocidas con el entonces peyorativo calificativo de “impresionistas”. En rigor, este calificativo solo puede ser aplicado a aquellos pintores que participaron en alguna de las muestras promovidas por esta société. Únicamente una artista nacida en Estados Unidos, Mary Cassatt, expuso en cuatro de ellas, celebradas entre 1879 y 1886; sin embargo, un selecto grupo de pintores norteamericanos participaron de los rasgos de ese estilo.

Edmund C. Tarbell. Preparing for the Matinee. 1907
En las exposiciones impresionistas se mostró un arte muy novedoso que no solo gozó del apoyo crítico y del éxito entre los coleccionistas, sino que prendió en artistas de muchos países, desde Noruega (Frits Thaulow) hasta España y desde Rusia a Estados Unidos. El estilo impresionista, que surgió como oposición a los dictados de los salones oficiales, se apoya tanto en una técnica como en la elección de unos temas. La técnica consistía (grosso modo) en un intento de plasmar las impresiones visuales de la luz por medio de pinceladas sueltas y colores puros que permitían una ejecución tan rápida que se calificaba de espontánea e instantánea. Por su parte, los temas se centran en dos asuntos: los paisajes tomados directamente al aire libre y la representación de la vida moderna glosada por Charles Baudelaire en sus artículos: escenas del mundo burgués y el ajetreo de la gran ciudad.

Estas técnicas y estos temas fueron bien asimilados por un reducido grupo de pintores innovadores y cosmopolitas de Estados Unidos, quienes viajaron a París para conocer de primera mano el nuevo estilo. Se reconocen en sus cuadros la libertad de la pincelada, el dominio del color, los mismos tipos de escenas, incluso con personajes vestidos a la moda que posan en idénticas posturas desenfadadas (Edmund C. Tarbell) y los mismos tipos de paisajes soleados con el horizonte alto y las amapolas rojas sobre tupidos fondos verdes, de manera que podríamos confundir las playas de Shinnecock, en Long Island, pintadas por William Chase, con la costa de Normandía.

John Leslie Breck. Study of an Autumn Day. 1891
En general, en este grupo de pintores estadounidenses se aprecia una gran calidad técnica, tanto en los encuadres decididamente modernos y en la composición de escenas como en el dominio del color y de los contrastes de luz, lo que permite calificarlos de impresionistas, pero, excepto Whistler, no aportaron nada nuevo ni a la técnica ni a la temática de los impresionistas, antes bien mostraron una sumisión rayana con el plagio, como se aprecia en la serie de 12 pinturas de John Leslie Breck con respecto a los Almiares de Claude Monet. Mientras que la visión de uno de estos cuadros del maestro francés permitió a Kandinsky en Moscú intuir qué será la pintura moderna, Breck no pasa de reproducir pueriles copias cuyo mimetismo manifiesta la incomprensión de la verdadera modernidad que encerraba la pintura de Monet. [...]

Font: Javier Maderuelo.