7 de jul. 2013

Félix de Azúa. Cuando la luz oscureció la tierra

Catedral de Beauvais
Hay en el norte de París una catedral truncada de la que sólo queda el ábside y parte del transepto. Es, sin embargo, el mayor edificio de su tiempo y sigue siendo uno de los fracasos más admirables del arte de la construcción. Tanto quisieron subir los muros que la nave central se derrumbó una y otra vez con el eco ominoso de Babel. Los templos góticos crecieron en menos de cien años como leves jaulas de vidrio por cuyas vidrieras entraba en haces la luz solar teñida de azul, rojo y amarillo. El interior del templo sufrió una enorme sacudida y los rayos tintados fueron expulsando geniecillos, demonios y otras potencias mágicas que aún tenían sus nidos en las covachas y hornacinas.

Eran demonios muy disminuidos que a lo largo del medievo habían pululado en las severas fábricas románicas. Allí, en la más completa tiniebla, se les pudo ver entre cirios y velones, a una lumbre engañosa que disimulaba sus rasgos paganos. Aquellos duendes y demonios habían resistido la persecución cristiana acomodados a las estatuas de los santos locales, de las vírgenes salutíferas, de los mártires de nombre ignoto, como San Protasio, en cuyas vísceras se ocultaba Pólux. Los creyentes, que habían aceptado con entereza que Diana o Selene cambiaran de hábito y ahora se cubrieran con una toca (siempre que siguieran protegiendo la fertilidad de las hembras o la salud del ganado), llevaban mil años conviviendo con brujas y magos en armonía sólo quebrada de vez en cuando por una pira en la que ardían algunos ciudadanos cuyo sacrificio era ineludible para seguir viviendo entre hechiceras y adivinos.

Catedral de Beauvais
Todo se vino abajo cuando el obispo Suger, abad de Saint-Denis (cementerio de la corona de Francia, jardín pétreo de capetos y borbones que aún hoy sobrecoge), con el cerebro fulminado por un libro que él creía de Dionisio Areopagita, concibió una idea impía. A semejanza del emperador Constantino, vio como un mandato del cielo que los ennegrecidos templos de la cristiandad en los que sólo lucía el pabilo de las velas, recibieran una explosión de luz purificadora, para lo cual debía adelgazar los muros y sustituir la piedra por vidrio coloreado, de manera que el fuego divino limpiara de trasgos la casa de la Verdad. La Verdad, pensaba Suger, ha de ser visible, sin opacidades, clara, pura luminosidad, la Verdad quiere ante todo ver y verlo todo. Con esta ofuscación solar comenzó el inevitable camino hacia las luces.

Hasta entonces, en el interior de las ermitas heladas entre glaciares, en las abadías de la sierra alpina o en los monasterios festoneados por la viña, apenas había nada para ver. O mejor dicho, estaba todo por ver. En invierno y en días de oscuridad, sólo la vacilante candela y quizás una sombra lechosa de alabastro, o un oro del altar, pero en verano, con los portones abiertos y días de grandísima bonanza, se seguía por los muros la novela de Cristo, su vida como mago milagrero y su muerte, condenado a la tortura por su gente, sus vecinos, lo que luego se llamará "la sociedad", la cual no soporta que alguien intente cambiar las costumbres, las manías, el orden cotidiano que no da la felicidad pero permite sobrevivir sin pensamiento.

Catedral de Beauvais
Entonces los templos comenzaron a crecer en altura y su interior se vio animado por el fulgor de los topacios, de los rubíes, de las esmeraldas, de las turquesas, el bordado en oro de las capas pluviales, los báculos preciosos, las ricas mitras, el terciopelo de los príncipes y el acero bruñido de los condestables. El pueblo, que había acudido al templo durante mil años buscando la vieja magia pagana acogida al vientre de una Santa María o sobre los hombros de un San Cristóbal, ya no tuvo mirada más que para aquella mundana grandeza, aquella visión de la eficacia unida a la razón, la fuerza y la verdad. Ordenados por jerarquía, los ricos burgueses se vigilaban los borceguíes y las chupas genovesas, mientras sus esposas esquinaban tras el velo o la cofia una mirada aguda hacia las hijas en flor. A medida que retrocedíamos hacia el pórtico, grupos cada vez más pobres abrían sus ojos cautivados por el hechizo de los príncipes. Insidioso, por los oídos les penetraba un sutil fuego celeste: la aérea y sublime tracería gótica de las voces, del órgano, del laúd, que inundaba con lluvia angélica el cerebro de cereal. Así el mundo cobraba un sentido nuevo, más externo, claro y luminoso, más apartado de aquel mundo antiguo pegado a la cerrada tierra donde esperan los muertos. […]

Miró. Antonio Muñoz Molina. La huerta de Miró

La casa de la palmera
En el fondo de su alma uno guarda el arquetipo de algo que ya no sabe si es un recuerdo o una fantasía, la imagen de una casa encalada de arquitectura simple y sólida rodeada por una huerta, tal vez con una parra sombreando la entrada, con un zaguán en penumbra que alivia de inmediato con su bocanada de frescura este calor de desierto. Puede que la hayamos visto alguna vez, desde lejos, desde la ventanilla de un tren, la fachada blanca sombreada de pinos o higueras, la umbría de las acequias, la tierra roturada y fértil, el ángulo de una azotea quebrado nítidamente contra un cielo de un azul excesivo. Qué sensación de destierro, no ser nosotros los habitantes de esa casa, no quedarnos en ella como veraneantes antiguos desde los primeros calores de junio hasta las noches ya frías y olorosas a otoño de finales de septiembre. Qué vida habríamos tenido en esas habitaciones anchas, abiertas de noche a la serenata de los grillos y las ranas, en esa cocina separada del jardín por una cortina de cuentas en la que habríamos hecho gloriosas ensaladas de tomates, pimientos verdes, pepinos y cebollas criados en la misma tierra, suculentos de jugo. Quién sabe si en ese lugar habríamos trabajado con el sosiego que casi siempre nos falta, descubriendo en nuestro oficio, en nuestra tarea diaria, una profundidad o una especie de radical inocencia que a veces intuimos, y siempre se nos escapan.

Hort amb ase
Esa casa existe o existió de verdad. Joan Miró pasó en ella muchos veranos de su vida y la estuvo pintando una y otra vez entre 1918 y los primeros años veinte. Estaba en Mont-roig, en la provincia de Tarragona. Tenía delante una gran palmera y un reloj de sol coronaba la fachada, y sobre el dintel de la puerta la fecha de su construcción tenía algo de declaración de principio y propósito de duración: Any 1912. Como si la viera de pronto al final de un camino la reconozco nada más asomarme a una sala del museo Thyssen, en un Madrid tórrido en el que me cuesta más aclimatarme al regreso. Al cabo de unos pocos años el mundo visible empezaría a disolverse para Miró en caligrafías y signos trazados sobre amplias oleadas de color, como inscripciones en cuevas neolíticas o pintadas sumarias en muros de callejones. Pero cuando pintó La casa de la palmera se complacía en la enumeración de los pormenores visuales con un ensimismamiento como de ilustrador de manuales de Zoología o de Botánica o como un artista flamenco, tan concentrado en cada cosa que le daba una existencia aislada y suprema, libre de las vaguedades del ilusionismo, con una precisión entre de fresco románico y selva del Aduanero Rousseau. Una precisión así tal vez sólo es posible gracias a la dura luz sin sombras del Mediterráneo, que educa la mirada y la inteligencia en la claridad de los límites y ofrece siempre recompensas tangibles a la observación. Joan Miró iría por los senderos de las huertas de Mont-roig tan absorto como Josep Pla por los de Palafrugell: en el mismo verano, el de 1918, Pla tomaba los apuntes que muchos años después iban a convertirse en El Cuaderno Gris y Miró pintaba La casa de la palmera y Hort amb ase, los dos igualmente fascinados por la realidad más próxima y terrenal de las cosas, cada uno queriendo captarla de la más exacta que fueran posible, los dos educándose a sí mismos en una soledad aldeana a la que les llegarían muy vagamente las novedades y los sobresaltos del mundo exterior, tan remotos como la guerra que seguía devastando a Europa. […]