26 de març 2014

Joan Miró. José Carlos Llop

Hay azules que no se olvidan. El mar de Formentera. La mirada de Julie Christie en Doctor Zhivago. El azul de los ojos de Miró: cristalino, limpio, casi transparente y al mismo tiempo vital, vigoroso, alegre. El mismo azul que vieron en las constelaciones sus Constelaciones, ya inseparables unas de otras. El mismo azul que inventó los colores de un lapidario poético, como el ojo del joyero ve jardines y arborescencias donde los demás no vemos nada. El mismo azul que descifró un huerto como una fórmula alquímica de la felicidad, piedras y trozos de madera como anatomías mágicas o la tierra como el lugar de donde surgen todos los sueños. “Hay que mirar al suelo o al cielo: ahí está todo”, decía, y cuando conocí a Joan Miró sólo habló de poesía: Max Jacob, René Char y J.V. Foix fueron los nombres.

Nunca he sabido discernir, en el caso de Miró, dónde estaban los límites entre pintura y poesía o si esos límites existían. Si las Constelaciones no eran más que otro alfabeto y cada una de ellas un poema misterioso, con los Stukas al fondo, sobrevolando el cielo francés, o una sucesión de paisajes celestes que hacían estallar el firmamento de la pintura desde dentro. Como nunca he sabido tampoco, si los títulos de sus cuadros eran poemas en sí para atrapar e indicar el territorio que iba a contemplarse, tan hipnótico como sólo puede llegar a serlo la naturaleza. Hace años compuse un puzzle con varios títulos de pinturas de Miró: “La Reina Luisa de Prusia contempla las constelaciones, mientras las libélulas de madame K se guían por el guante blanco del acomodador del music hall entre los pájaros del carnaval de Arlequín”. Sólo añadí alguna preposición y luego me acordé de los largos títulos crípticos de los poemas de Foix, uno de los poetas que Miró había citado en su casa. Pero, ¿no era eso limitar la poesía de Miró, el lenguaje de Miró?.

Hay un alfabeto mironiano, unos signos que forman “la invención de una escritura” -el término es del poeta Jacques Dupin, su mejor hermeneuta-, cuya sencillez oculta la complejidad que late bajo el mismo. Como en su mirada azul, casi transparente y lo que no veíamos tras ella. ¿Basta el surrealismo para definir a Miró? ¿El mismo surrealismo que acabó calcificando la poesía francesa del siglo XX? ¿El mismo surrealismo que abrió algunas ventanas en la poesía española de la época -Aleixandre, o el Lorca de Poeta en Nueva York- para quedar luego en corrientes de aire y algún portazo de vez en cuando? La poesía de Miró se escapa incluso a esos límites informes y magmáticos. Hay una revelación en las Constelaciones que marca toda la obra posterior y que va más allá de cualquier límite para ingresar en el territorio de lo clásico. Es decir, de lo eterno. Y eso sucede en el comienzo de la ocupación de Francia, mientras Miró intenta huir con su mujer y su hija, lejos de dónde. “Lo veía todo perdido... -dirá el pintor-. Tenía la certeza de que no me dejarían pintar ya más, de que sólo podría ir a la playa a dibujar en la arena o trazar figuras con el humo del cigarrillo”. Y en sus Cuadernos escribe sobre esos nuevos signos que lo salvarían: “Que sean poesía pura” ... “Que sean desinteresados como un buen poema o como el sonido del aire y el vuelo de un pájaro”. Años después dirá: “Ya no me quedaba en el mundo nada más que la poesía”. Como una oración. En esa poesía sin límites seguimos viviendo nosotros: en la luz de Miró y la ironía de Miró, en el color y la sensualidad de Miró, en el misterio y la revelación inagotable de Miró. Y en el mar, los sueños. “Hay que mirar al suelo o al cielo: ahí está todo”.


Font: http://www.elcultural.es/version_papel/ARTE/29845/Mironiana 

14 de març 2014

El Greco

Fernando Checa. El caballero de Toledo

En 1724, cuando el tratadista español Antonio Acisclo Palomino publicó sus famosas biografías de artistas españoles, una fuente fundamental para el estudio del arte en nuestro país, no sólo consagró a Diego Velázquez como el mejor pintor en la Historia de España y a Las Meninas como su mejor pintura, inaugurando así un lugar común que llega hasta nuestros días, sino que insertó en su colección una reticente biografía de El Greco, cuyos ecos resuenan hasta la actualidad. “Pero viendo -dice- que sus pinturas se equivocaban con las de Tiziano, trató tanto de mudar de manera, con tal extravagancia, que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo, como en lo desabrido del color”.

El juicio de Palomino a inicios del siglo XVIII no es el primero de los negativos en torno a la figura del maestro, que ya había sido criticado, aunque no con tanta rotundidad, por las plumas del Padre Fray José de Sigüenza o de Carducho ya en el siglo XVII. Son todos ellos ejemplos, que se podrían prolongar hasta inicios del siglo XX, del severo juicio y de la incomprensión que buena parte de la crítica europea experimentó ante la desconcertante pintura del cretense.

El Greco había nacido en Candia (Creta) el año de 1541 y allí se educó en la tradición pictórica de la isla, absolutamente versada hacia los modos bizantinos y con una muy escasa influencia veneciana. Hasta hace muy pocos años no se conocían pinturas de esta primerísima etapa del artista. Con todo, lo auténticamente excepcional de la carrera de El Greco fue su transformación de artista bizantino en pintor a la manera occidental, un caso único en la Historia del Arte.

Esta evolución tuvo lugar en Italia, país al que El Greco se trasladó seguramente en el año 1567, a Venecia. No sabemos a ciencia cierta si trabajó o no en el taller de Tiziano, aunque resulta claro que la pintura tonal que practicaba el maestro y su uso del color le influyó de manera decisiva. De todas maneras, no debemos olvidar que El Greco escribió que La Crucifixión que Tintoretto había pintado para la Sala del Albergo de la Scuola de San Rocco le impresionó tanto que pensaba que era la mejor pintura del mundo. Los diez años de estancia veneciana fueron decisivos, ya que fue allí donde aprendió a valorar una pintura que no daba tanta importancia al dibujo como sucedía en Roma o en Florencia en aquella época.

Pero una experiencia italiana no era completa en la Italia del Renacimiento sin un conocimiento de Miguel Ángel Buonarrotti y de la pintura romana. Allí se encaminó Dominico en 1570 recomendado por un miniaturista croata servidor de la familia Farnesio, Giulio Clovio, del que realizó un fenomenal retrato. Esta familia era entonces la más influyente de Roma, incluso uno de sus miembros, Paulo III, había llegado al trono de San Pedro. Varios años antes, en 1541, se había inaugurado El Juicio Final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, y todavía se consideraba este gran fresco la auténtica escuela del mundo. Protegido por los Farnesio y, sobre todo, por su erudito bibliotecario Fulvio Orsini, El Greco realizó varias obras en Roma, tanto retratos como, sobre todo, escenas religiosas con temas como La expulsión de los mercaderes en el Templo, La Curación del ciego o La Anunciación, de los que ejecutó varias versiones.

En 1576 abandonó la Ciudad Eterna para viajar a España. Antes había dicho, al parecer, que Miguel Ángel era un buen hombre que no sabía pintar. Semejante afirmación ha hecho correr ríos de tinta hasta la actualidad. Pero Xavier de Salas, en 1947, estudió lo complejo de las relaciones de El Greco y Miguel Ángel situando el tema en sus verdaderos términos. Lo que el cretense afirmaba no era otra cosa que su preferencia por la pintura veneciana, es decir, una pintura basada en el color y su expresividad, antes que por la pintura romana de Miguel Ángel y discipulos, fundamentada en el dibujo. Esta era una de las polémicas fundamentales del arte de la época y El Greco, como otros, tomaba partido.

Instalado en España en 1576, El Greco experimentó la gran transformación. Abandonando el pequeño formato realizó obras capitales siguiendo su peculiar interpretación de lo veneciano, pero sin olvidar nunca la lección romana. El Expolio de la Catedral de Toledo, el Retablo de Santo Domingo el Antiguo o El Martirio de San Mauricio para El Escorial son las obras capitales de sus primeros años españoles. No es posible resumir las polémicas, controversias y admiraciones que produjeron estas obras. Es este el momento del inicio de sus fenomenales series de retratos encabezados por el célebre Caballero de la mano en el pecho del Prado, presente, junto a otros muchos, en esta exposición, pero también del rechazo de la mencionada obra de El Escorial por parte del rey Felipe II. Si a este rechazo, unimos los violentos pleitos con el Cabildo de la Catedral Primada a cuenta de El Expolio, nos daremos cuenta de lo difícil que se pusieron las cosas en España para El Greco a poco de su llegada a nuestro país. Pero ya era demasiado tarde para rectificar y aquí se quedó hasta su muerte en 1614.

En su biblioteca no tenía ni un sólo libro en español. La mayor parte de los 130 volúmenes que llegó a reunir El Greco, una biblioteca bastante completa para la época, estaban en griego (27) e italiano (67). Entre los volúmenes clásicos: la Ilíada, Orlando furioso, las obras de Petrarca, Amadís de Bernardo Tasso... Llegó a tener 19 libros de arquitectura, el arte por antonomasia entonces, más cinco manuscritos. En uno de ellos trabajaba cuando murió y su contenido y paradero hoy se desconocen. Tenía volúmenes de perspectiva, aritmética y geometría. Es curioso saber también que sólo 11 libros eran de religión y, poco devocionales: 5 de Padres de la Iglesia, pero de la griega, los que más reflexionaron sobre el papel que desempeñan las obras de arte y su relación con la divinidad. Tampoco abundaban en su biblioteca los tratados de arte: sólo uno, el de Giovanni Paolo Lomazzo, justamente el más especulativo de finales del XVI...


Carmen Garrido. El Greco, un genio errante

Domenikos Theotokopulos nació en la antigua Jándaka (Cittá de Candía) alrededor de 1541. Pocos son los datos documentales y las obras que existen de los inicios de su carrera artística en Creta, dominada por la República veneciana (1211-1669), aunque el ambiente cultural que envuelve al pintor en estos años marcará muchos de los rasgos que le acompañaran durante su carrera. En los pocos iconos que de él se conservan, ya se observan estos rasgos peculiares derivados de la pintura veneciana, que definen las diferencias entre las pinturas de sus coetáneos y las suyas: interés por el mayor movimiento frente al estatismo de la pintura de iconos, por medio de la disposición de las figuras y el tratamiento del color, a través de la luz que iluminan sus escenas y realza los detalles.

Aunque su periodo de formación sigue siendo una incógnita, muchos autores coinciden en relacionar a El Greco con la elite académica del momento, una corriente que miraba a Occidente, atraída por la nueva pintura del Renacimiento y las inquietudes intelectuales de los artistas. La herencia bizantina de su país se mezclaba en estos talleres con los numerosos grabados que circulaban desde occidente. Este período de juventud es el de la “transformación de pintor bizantino a artista occidental”, en feliz expresión de Willumsen.

En 1567 El Greco parte para Venecia, en donde, a pesar de ser ya “maestro pintor” desde 1562, quiso formar parte del más prestigioso taller del momento, el de Tiziano, tal como comenta Giulio Clovio al Cardenal Farnesio en una carta en donde le recomienda como un joven de Candía “discípulo de Tiziano”, que era “raro” en la pintura, y al que avalaba también un magnífico autorretrato.

El bilingüismo estético que practicó antes de su traslado al Véneto se fue tornando en un estilo híbrido, donde la influencia veneciana iba haciéndose cada vez más fuerte, por deseo propio antes de salir de Creta y lo sería irremediablemente de una manera muy particular más tarde en España. El sentido de la composición y la búsqueda del espacio, conseguidas a través de su técnica prodigiosapor el manejo de los materiales y los pinceles, tiene los ojos puestos en Tiziano, Tintoretto y Jacobo Bassano.

La evolución que va produciéndose en su técnica pictórica de significación espiritual, a veces ensimismada y a veces dramática, no perderá el referente de la gran pintura veneciana que asimiló como propia para siempre en los apenas tres años que debió de permanecer en la bellísima ciudad.

De todos es sabido, que El Greco reunió a lo largo de su vida un importante número de libros en su biblioteca. Gracias a las anotaciones marginales que hizo en las Vidas de Vasari conocemos la opinión que tuvo de los grandes artistas del momento. Si la admiración superior corresponde a Tiziano, no menos impresión debió de causarle la grandeza y la audacia de la pintura de Tintoretto (perjudicado al “faltarle el favor de los prinzipes”; algo fundamental, como reconocería más tarde). También tuvo elogios, dentro de esta escuela, para Bassano, sobre todo porque “ha tenido la mayor manera de colorido”.

El Tríptico de Módena (Galleria Estense, Módena), magnífico conjunto de transición entre Creta e Italia, con otras obras que le siguen, como la pequeña tablita de La Anunciación (Museo del Prado) o La expulsión de los mercaderes del templo (National Gallery, Washington), muestra la evolución que se evidencia en el terreno de la perspectiva y la expresividad narrativa. A medida que el tiempo discurre, sus cuadros van haciéndose “mayores” además de en tamaño, en grandeza y ambición, como una manera de entender el trabajo artístico y al propio artista, aspectos en el que Venecia -qué duda cabe- tenía mucho que enseñar a El Greco.

Su periodo romano transcurre entre 1570 y 1576. Él no tenía demasiado que ofrecer a la pintura veneciana ni a sus clientes, por eso resulta natural que quisiera probar fortuna con un mecenas poderoso como el Cardenal Alessandro Farnesio, a la vez que completar su formación académica con el conocimiento del mundo clásico que le aportaría la ciudad de Roma. Gracias a la carta antes mencionada del miniaturista Giulio Clovio al cardenal, en la que daba noticia de que el prometedor artista ya estaba en Roma y que era “asombro de los pintores”, fue acogido en el Palacio que éste tenía en la ciudad eterna. El cardenal estaba interesado en terminar la decoración de la pintura al fresco de la Villa Farnese en Caprarola, para la que no le servía de ayuda el cretense, y los cuadros que realizó El Greco en este entorno, tales como La curación del ciego (Galleria Nazionale, Roma), Retrato de Giulio Clovio o El Soplón (ambas en la Galleria Nazionale de Capodimonte, Nápoles), aunque eran obras de calidad, no nos hablan de la rentabilidad de su genio.

Sin embargo, en esos momentos, pintó una serie de retratos, entre ellos el Retrato de un arquitecto (Statens Museum, Copenhague) y el Retrato de Giulio Clovio, que inducen a no desechar la idea de que fuera acogido en el Palacio fundamentalmente como retratista, tal como se elogiaba en la carta de recomendación mencionada. Tras ser expulsado del Palacio en 1572, por una acusación falsa, según él, paga el ingreso en la Academia de San Lucas en Roma, paso necesario para abrir tienda y ejercer libremente la pintura en la ciudad, lo que indica que pensaba ganarse la vida como pintor independiente. El futuro en Roma, o en Venecia, de un pintor maduro expulsado del Palacio Farnese con un estilo difícil de doblegar a otros intereses más que los artísticos, la impertinencia de su orgullo irascible, las airadas críticas a otros pintores (recuérdese que calificó a Miguel Ángel como ese “buen hombre que no supo pintar”) debieron obligarle a entender que era necesario abrirse camino en un lugar diferente, y en realidad ninguno era mejor que España, donde el Monarca más poderoso del mundo, Felipe II, el mayor cliente de Tiziano, estaba envuelto en la colosal decoración del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ávido de pintores italianos.

A pesar de sus comentarios sobre el pintor de la Capilla Sixtina, en los inicios de su etapa española se deja sentir con fuerza su influencia, especialmente en la voluminosidad y corporeidad de sus figuras. La mezcla de las dos escuelas italianas fue fundamental para el desarrollo de su pintura.

Al llegar a España, sus primeros encargos documentados los hizo para Toledo, concretamente el retablo mayor de Santo Domingo el Antiguo y El Expolio de la Sacristía de la Catedral de Toledo, empezando con este último el primer pleito de una larga lista de confrontaciones y litigios que le persiguieron toda su vida. Al no agradar al Cabildo, no volvió a pintar para ellos.

Por otra parte, la esperanza de entrar a formar parte del círculo del artista que participaba en la decoración del Monasterio escurialense, se desvaneció después de realizar El martirio de San Mauricio y la legión tebana, para ser expuesto en uno de los altares de la iglesia. Tal vez su marcado estilo y ciertos aspectos iconográficos, estaban lejos del “oficial” de la corte y la fórmula manierista de la contrarreforma, que dirigía con rigor su política de propaganda y adoctrinamiento por encima de todo. Tras la breve incursión en la corte, El Greco se instalaría definitivamente en Toledo, estableciendo un taller relativamente estable y del que formaron parte, entre otros, Francisco Proboste, Luis Tristán y su hijo Jorge Manuel, que nació al año siguiente de su llegada a España.

El Greco fue valorado por un sector de la intelectualidad y el clero toledano, lo que le permitió continuar, hasta su muerte en 1614, su desarrollo como artista. Algunos de ellos le posibilitaron sus grandes realizaciones, como El entierro del Señor de Orgaz en 1586 para la iglesia de Santo Tomé, y en 1600 el gran retablo del Colegio de Doña María de Aragón, junto al Alcázar de Madrid.

De su amistad con algunos eruditos y personalidades del ámbito universitario, eclesiástico y político surgieron algunos de sus mejores retratos, como los de Covarrubias, Paravicino o Cevallos. También hizo otros como el del Cardenal Niño de Guevara, en donde se reflejan las diferencias personales que tenían, lo que demuestra su facilidad para captar la personalidad y el carácter de cada uno.

Su actividad artística transcurría entre la realización de los lienzos para la Iglesia de la Caridad de Illescas, además de los antes citados, los de la Capilla de San José (Toledo) y los cuadros de altar, entre los que podríamos destacar La Inmaculada Oballe (Museo de Santa Cruz) o el gran lienzo de la Adoración de los pastores, pintado para decorar la capilla que cobijaría el enterramiento familiar en el convento de Santo Domingo el Antiguo, el mismo en donde recibió su primer encargo en Toledo, cerrando así el ciclo tanto en la vida del pintor como en su trayectoria artística.

El Greco creó y desarrolló numerosos temas religiosos recurrentes entre los que se encuentran las representaciones de santos, escenas marianas y de la vida de Cristo. Temas iconográficos, como el de Las lágrimas de San Pedro, La Magdalena penitente, La Sagrada Familia, San Francisco y sus apostolados...La repetición de estos modelos fue una constante en su producción y en la de su taller, por el éxito que alcanzaron sus imágenes ciertamente “icónicas”.

El Greco creó un nuevo lenguaje pictórico en Toledo, partiendo de lo aprendido en Italia. Quizá los grandes lienzos utilizados para los retablos fueron desde el inicio el marco idóneo para desplegar todo su conocimiento y talento pictórico. Desde sus pequeñas obras pintadas sobre tabla en Creta e Italia, donde fue incorporando el lienzo como soporte, hasta los de mantel, tan utilizados por los pintores del Véneto para conseguir escenas de gran formato sin hacer costuras. Las grandes pinturas toledanas fueron hechas sobre este mismo tipo de telas, aunque las españolas no son tan gruesas, y crean junto con la imprimación un movimiento sobre la superficie pictórica que reverbera por la incidencia de la luz. La tonalidad del fondo óptico -que va del gris al naranja oscuro- fue esencial para el pintor, recurso que aprende de sus admirados artistas venecianos, ya que este tono se suma a los del resto de la obra al quedar visible en muchas zonas.

Los materiales que empleó fueron los que se usaban en la época, pero sus métodos de trabajo, las mezclas de pigmentos y el aglutinante de gran pureza, así como la manera genial de aplicarlos, es lo que hace que sus obras sean diferentes.

Es el maestro del color. Por medio de la luz con la que invade sus escenas consigue que la propia materia desprenda una intensa luminosidad desde adentro hacia afuera. Pinta por transparencias, al superponer sobre capas más compactas otras de glacis y veladuras. Esto crea una traslucidez de la materia por la que podemos penetrar en profundidad en las obras. Sus oscurecimientos con las lacas rojas, los verdes de cobre o los negros, hacen que nuestra visión penetre por sugerentes sombras. Al mismo tiempo, los realces de las luces con el albayalde o el amarillo de plomo y estaño hacen salir hacia fuera lo que le interesa, al puntualizar las zonas más iluminadas. Las superposiciones de tonos diferentes son muy comunes en su pintura.

Es también un maestro de la composición, y a través de las luces y las sombras modela las figuras y sus vestiduras, crea los diferentes planos de la escena y la perspectiva, que si bien comenzó en Venecia siendo lineal, en Toledo la consigue a través de la atmosfera y el espacio. Los personajes se imbrican unos con otros, llenando todo el espacio y amoldándose en algunos casos incluso al formato de los propios lienzos, para lo que no dudaba en deformar las figuras. Este genio, que trabajó “a la prima”, con pinceles y pinceladas de todas formas y maneras, hizo avanzar la pintura, influyendo en Velázquez y Goya, y en el desarrollo de la pintura del siglo XX.


José Riello. Un raro autodidacta

El caso del Greco es uno de los más peculiares para analizar el arduo camino que un pintor de su tiempo tenía que recorrer desde la condición de artesano a la de artista. Perteneció a una familia de confesión ortodoxa dedicada al comercio marítimo cuyos miembros, como el resto de habitantes de Creta, eran súbditos de la República de Venecia, en cuya administración trabajaron algunos familiares del pintor. En el interior de la isla abundaba el pastoreo y la agricultura además de cierto comercio artesanal, mientras las actividades relacionadas con la pesca se desarrollaban en la costa. Se ha supuesto que recibió una formación humanística que incluía el estudio del griego, el latín y el italiano pero, sin embargo, y aunque sea seguro que habló y escribió griego y que hablaría dialecto veneciano, no parece que aprendiera latín. Lo más probable es que no tuviera recursos para financiarse una formación esmerada y que, por contra, sólo aprendiera primeras letras y matemáticas elementales.

Hay que considerar que una educación humanística tampoco le serviría de mucho para ejercer su oficio de pintor como se entendía en Creta durante su juventud, para lo que lo único preceptivo era aplicar las fórmulas de representación de la pintura de iconos, luego más bien habría que suponerle una cultura autodidacta y no por lo que vivió en su isla natal, que no fue mucho ya que se trasladó a Italia con 26 años, sino por lo que le tocó vivir y cómo le tocó vivir en Venecia y en Roma.

A Venecia debió de llegar en 1567. Tras la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1452, la ciudad sufrió una profunda crisis económica que se agravaría con el tiempo aunque, al calor de la Universidad de Padua y de la reconversión agraria que la aristocracia promovió en sus propiedades de la terraferma, siguió siendo un destacadísimo foco cultural en el que, además, la imprenta había alcanzado un nivel difícilmente parangonable. Son muchas las especulaciones sobre el cambio que la pintura del Greco experimentó tras su llegada y aún son numerosas las dudas sobre con quién contactó en la ciudad y con quién culminó su formación. A pesar de lo dicho tradicionalmente, es probable que no tuviera una relación profesional con Tiziano y, de hecho, las pinturas que hizo en Italia tienen mayor afinidad con las de Tintoretto y los Bassano, aunque tampoco quepa establecer una relación de discipulado. Fueron muchas las dificultades que un pintor como el Greco pudo encontrar al intentar prosperar en el ambiente artístico veneciano que, conservador y artesanal, se basaba en la preponderancia del taller familiar y del gremio y concebía el arte como una empresa que enmaridaba a oficiales y aprendices y todos subordinados a las directrices del maestro, circunstancias que mal se avendrían con el individualismo del Greco.

No hay noticia de que formara parte de tal ambiente y sólo han podido elaborarse hipótesis más o menos acertadas; además, a tenor de las obras que se le atribuyen y que podrían fecharse en esa época veneciana, cabe sospechar una ausencia casi total de clientela veneciana. El Greco, en Venecia, tenía poco que ofrecer, pero probablemente hizo un esfuerzo titánico por ponerse al día para dominar el lenguaje de la pintura y la teoría artística occidental mediante una labor autodidacta intensísima en la que no solo fueron importantes las pinturas que pudo ver, sino también los libros que pudo leer para asimilar las doctrinas artísticas en boga, paliar sus carencias y adaptarse al entourage artístico en que pretendió medrar.

Era un lugar común en la época considerar que el conocimiento de las “letras” y el contacto directo o a través de la lectura con personas letradas eran muy beneficiosos para un pintor. Desde este punto de vista, es posible que el Greco conociera a miembros de familias tan importantes como los Calbo, los Michiel o, sobre todo, los Grimani y que, personalmente o más bien a través de sus obras, se relacionara con algunos de los hombres más cultos del momento como Daniele Barbaro o Andrea Palladio, contactos que se acentuarían en la Roma papal. Cuando el Greco llegó a la ciudad hacia 1570 aún coleaban las consecuencias del Concilio de Trento, que supuso la escisión de la cristiandad y que acabaría también repercutiendo en las artes que, desde entonces, hubieron de ponerse al servicio de la Iglesia católica.

El 16 de noviembre de ese año el miniaturista Giulio Clovio pidió al cardenal Alejandro Farnesio, uno de los protagonistas de la Contrarreforma, que concediera una estancia en su palacio romano a “un joven candiota discípulo de Tiziano, que a mi juicio parece raro en la pintura”. El cardenal atendió los ruegos de Clovio y el Greco pudo presenciar y participar en los debates del más alto calado que se daban entre intelectuales del entorno de Farnesio como su bibliotecario Fulvio Orsini, el arquitecto Vignola y un grupo de españoles entre los que despuntaban Alfonso y Pedro Chacón, quizá Benito Arias Montano o Luis de Castilla, quien le procuraría los primeros encargos en España. Aún así, el Greco, en Roma, debió ser considerado también como un pintor arcaico que, por lo demás, era un fanático del color y del estudio de la naturaleza, considerados aspectos superficiales en el contexto artístico romano. Por si fuera poco, era un foráneo extraño y pretencioso, y acabaron echándolo del palacio en 1572 aunque todavía no se conozca el motivo concreto de su expulsión. En todo caso, el pundonor autodidacta del Greco debió de enfatizarse al amparo de la corte Farnesio, máxime si era consciente, como debía serlo, de que entonces tenía ya 30 años.

Algunos de los integrantes de ese círculo le convencerían para que se mudara a España con la promesa de que encontraría una situación profesional provechosa. Son conocidos los relativos fracasos del Greco ante Felipe II y el cabildo toledano, pero lo cierto es que llegó a Toledo con 37 años y allí permaneció hasta el final de sus días, pues Toledo era entonces Sede Primada de las Españas, es decir, primera entre los arzobispados hispánicos y segunda más rica después de la de Roma y, como tal, la ciudad más importante del país incluso por encima de Madrid, donde Felipe II había establecido su corte de forma permanente en 1561. No en vano trabajo tuvo por demás, aunque muriera casi pobre, y congenió con algunos eruditos como los hermanos Antonio y Diego de Covarrubias, Pedro Salazar de Mendoza, Hortensio Félix Paravicino y, acaso, Góngora, más otros pocos que supieron apreciar su rara pintura, hasta que falleció el 7 de abril de 1614 a los 73 años.

Entre los bienes que dejó había 130 libros que probablemente comenzó a adquirir cuando llegó a Venecia y cayó en la cuenta de que tenía que ponerse al día en el dominio de la pintura, harto distinta a como la había concebido hasta entonces. Siguió comprando libros en Roma y su biblioteca no dejó de crecer hasta el final de su vida en Toledo. Lo que destaca en ella es su variedad lingüística y temática, pues tenía libros en griego, italiano y “de romance” y, además de algunos libros relacionados con las artes, sobre todo de arquitectura, clásicos antiguos como Homero, Aristóteles, Flavio Josefo, Jenofonte, Luciano, Plutarco o Esopo, y modernos como Petrarca o Ariosto, junto con textos de santos como Justino, Dionisio, Juan Crisóstomo o Basilio, hagiografías y los decretos del Concilio de Trento, libros que consideraría esenciales para representar los asuntos religiosos con decoro. Entre todos los volúmenes destacan dos: la edición del tratado de arquitectura de Vitruvio que Daniele Barbaro publicó en 1556 y la segunda edición de las Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos de Giorgio Vasari, publicada en 1568. En sus márgenes el Greco fue anotando las reflexiones que la lectura le motivaba y en ellas cabe atisbar a un artista culto y preocupado por el alcance teórico y las maravillas de la pintura, que juzgaba como una “ciencia especulativa”, pero sobre todo a un artista seguro de unas convicciones a las que había llegado con su propio estudio y su trabajo.

No puede extrañarnos que él mismo se considerara un extravagante y que en ciudades tan dispares como Candia, Venecia, Roma, Madrid o Toledo, siempre proyectara de sí mismo una imagen de artista singular o, por decirlo con sus propias palabras, se mostrara como uno de esos hombres eminentes “que no se hallan sino rara vez”.