30 de des. 2013

El robo de la Mona Lisa. Xavier Antich

[...] 1503. Leonardo empieza a pintar al óleo, sobre una pequeña tablilla de álamo blanco, el retrato de una joven, en posición de contrapposto: cuerpo girado y rostro de frente. No hace dibujo previo y deja muy pocos pentimenti (correcciones). Emplea el sfumato: "usando pinceles de seda de primera calidad para eliminar cualquier huella de pinceladas, aplica capas sucesivas y muy finas de pintura, y veladuras tan delicadas que resultan casi evanescentes" (Scotti). "Acumula capas de pintura de oscuridad decreciente, para que la inferior se transparente, consiguiendo así, mediante la alternancia de luces y sombras, una ilusión de relieve" (Sassoon). La joven está despojada de adornos, nada indica su rango o riqueza. Viste una guarnella, el tul transparente de las mujeres embarazadas en el Renacimiento. "Leonardo tarda años en acabar la pintura, tantos como Miguel Ángel el fresco de la Capilla Sixtina. Por cada metro cuadrado que pinta Miguel Ángel, Leonardo cubre un par de centímetros" (Scotti). Treinta años después, Vasari habla del cuadro como Monna Lisa (la n se perderá). Pronto circula un relato, no verificado, que la identifica con Lisa del Giocondo, esposa de un mercader.

Tras la muerte de Leonardo, el rey Francisco I adquiere la pintura y la ubica en el Appartement des Bains, en Fontainebleau. Después, pasa al Cabinet des Tableaux. Ya en el siglo XVII, se le aplica una gruesa capa de barniz de efectos irreversibles: la superficie se agrieta en forma de retícula (craquelure). Durante décadas pasa inadvertida, hasta que Luis XIV la traslada a Versalles, al dormitorio real, hasta su muerte. Y vuelta al olvido.

Cuando el Louvre se abre en 1793 como museo, Mona Lisa aparece junto a otras obras italianas de las colecciones reales. Cuando Napoleón, ya emperador, se casa en el Salón Carré con María Luisa de Austria, se la lleva al palacio de las Tullerías, al dormitorio, como adivinan. Y tras la derrota de Waterloo, en 1815, la pintura vuelve al Louvre. Ya no saldrá hasta agosto de 1911. [...]

20 de agosto, 1911. Domingo caluroso en París. La Gioconda está en el Salón Carré, vigilada por un viejo guarda que apenas presta atención a los escasos visitantes: un turista alemán y tres jóvenes italianos. La Gioconda, protegida desde hace poco por una caja de cristal muy polémica, está entre un Correggio y un Tiziano. El día después, el Louvre cierra sus puertas por descanso semanal.

22 de agosto, 1911. Martes. Por la mañana, Louis Béroud, uno de los pintores aficionados que hace copias de los maestros antiguos del Louvre, entra en el Salón Carré y descubre que el lugar de la pintura está vacío: solo cuatro ganchos de hierro y la marca de una silueta rectangular. Avisa a los encargados. Georges Bénédite, director en funciones, va al Palacio de Justicia para informar a la policía.

A la una en punto, el prefecto del Sena, Louis Lépine, entra en el museo con un ejército de gendarmes y clausura los ocho accesos: nadie puede entrar ni salir. Se cierran las fronteras de Francia. La noticia se hace pública y provoca un terremoto de consternación planetaria. "El mundo entero contiene la respiración", dice The New York Times. La Gioconda ha desaparecido. Empieza la caza. Se pide paciencia: el Louvre es el mayor museo del mundo, veinte hectáreas que triplican el Vaticano.

29 de agosto, 1911. Martes. El Louvre vuelve a abrir. Miles de ciudadanos esperan a la entrada. La cola recorre varias manzanas. Nunca ha sido necesario esperar para entrar. En el interior, corren hacia el hueco en la pared del Salón Carré. El éxito de la prensa popular da al caso dimensión internacional. Hasta 1857 no se había realizado el primer grabado exacto de la pintura de Leonardo. Mona Lisa era sólo un cuadro más del Louvre: su valor estimado es más bajo que el de otras obras de Rafael, Murillo, Correggio, Tiziano o Veronese. Desde mitad del siglo XIX es admirada por una reducida élite cultural.

7 de septiembre, 1911. La policía arresta al poeta Apollinaire y lo traslada esposado hasta el juez Drioux, que ordena encerrarlo en la cárcel de La Santé una semana. La policía detiene también a Picasso para interrogarlo. Habían participado en el robo de dos estatuillas ibéricas del Louvre, pero no puede confirmarse su participación en el caso de la Mona Lisa. Salen en libertad.

1912 / 1913. Pasan las semanas. Los meses. Ni rastro. La Mona Lisa ha desaparecido. El catálogo del museo de enero de 1913 ya la excluye de la lista. El hueco del Salón Carré lo ocupa una pintura de Rafael. El ministro francés de Bellas Artes confiesa: "No hay fundamento que permita albergar la esperanza de que Mona Lisa regrese a su lugar en el Louvre". Se cierra oficialmente la investigación. Sin noticias de la Gioconda.


11 de diciembre, 1913. Alfredo Geri, un marchante de arte de Florencia recibe una carta firmada por un enigmático Leonardo: le confiesa que tiene la obra robada. Geri contesta por carta y pide ver la obra. El 10 de diciembre, Leonardo se presenta en la galería de Geri. Quedan para el día siguiente. Geri llega con Giovanni Poggi, director de los Uffizi, y se dirigen los tres a un albergo. El ladrón pone sus condiciones: mil quinientas liras. Llegan al hotel. Suben a la habitación. Sin palabras, Leonardo saca una maleta de debajo de la cama. La abre. Vacía su contenido. Levanta una tapa del falso fondo. Saca un paquete envuelto en seda roja. Aparece la Gioconda. Poggi no tiene dudas: es ella. Pide comprobarlo detenidamente, en el museo. Leonardo acepta. Geri y Poggi se llevan el cuadro y avisan a los carabineros. Vincenzo Peruggia, de 32, años es detenido. Inmediatamente, el rey Víctor Manuel, el papa Pío X y el embajador francés reciben la noticia por teléfono. El parlamento italiano interrumpe sus sesiones cuando alguien grita que han encontrado la Mona Lisa. En 24 horas, el mundo conoce la noticia. La pintura reaparece a unas manzanas de la casa donde Leonardo comenzó a pintarla El ladrón había trabajado como cristalero en el Louvre y participado en la colocación del polémico marco de cristal.

14 de diciembre, 1913. Mona Lisa se presenta en los Uffizi, custodiada por una guardia de honor internacional. Recibe a los visitantes que se agolpan a la puerta: más de treinta mil. Cinco días después, empieza su viaje: el 20 de diciembre llega a Roma, cinco días en la Galería Borghese. Las multitudes vuelven a aclamarla. Luego, Milán, dos días en la pinacoteca de Brera, abierta hasta medianoche para acoger a una multitud que supera las sesenta mil personas.

31 de diciembre, 1913. El día de San Silvestre, en un vagón privado del expreso Milán-París, la Gioconda emprende el viaje triunfal de regreso a Francia. Cruza la frontera a las tres en punto de la madrugada de Año Nuevo y llega a la Gare de Lyon, en París, a las dos y media de la tarde. El 4 de enero de 1914 recorre las calles parisinas en una procesión de gala hasta el Louvre: más de cien mil personas harán cola para verla. Mona Lisa salió escondida del Louvre como una simple obra de arte y vuelve convertida en un icono de masas. Hasta el 21 de agosto de 1911, pertenecía al restringido ámbito del arte culto. A partir de ese día, se convierte en un elemento esencial de la cultura de consumo. En enero de 1914, la Gioconda ya es el primer icono global de la incipiente cultura de masas. [...]

Font: La Vanguardia. Mona Lisa. Xavier Antich.

23 de des. 2013

Giotto. Cappella dell'Arena. Proust

Giotto. Cappella dell'Arena
[…] L'année où nous mangeâmes tant d'asperges, la fille de cuisine habituellement chargée de les « plumer » était une pauvre créature maladive, dans un état de grossesse déjà assez avancé quand nous arrivâmes à Pâques, et on s'étonnait même que Françoise lui laissât faire tant de courses et de besogne, car elle commençait à porter difficilement devant elle la mystérieuse corbeille, chaque jour plus remplie, dont on devinait sous ses amples sarraus la forme magnifique. Ceux-ci rappelaient les houppelandes qui revêtent certaines des figures symboliques de Giotto dont M. Swann m'avait donné des photographies. C'est lui-même qui nous l'avait fait remarquer et quand il nous demandait des nouvelles de la fille de cuisine, il nous disait : «Comment va la Charité de Giotto?» D'ailleurs elle-même, la pauvre fille, engraissée par sa grossesse, jusqu'à la figure, jusqu'aux joues qui tombaient droites et carrées, ressemblait en effet assez à ces vierges, fortes et hommasses, matrones plutôt, dans lesquelles les vertus sont personnifiées à l'Arena.
Charité
Et je me rends compte maintenant que ces Vertus et ces Vices de Padoue lui ressemblaient encore d'une autre manière. De même que l'image de cette fille était accrue par le symbole ajouté qu'elle portait devant son ventre, sans avoir l'air d'en comprendre le sens, sans que rien dans son visage en traduisît la beauté et l'esprit, comme un simple et pesant fardeau, de même c'est sans paraître s'en douter que la puissante ménagère qui est représentée à l'Arena au-dessous du nom «Caritas» et dont la reproduction était accrochée au mur de ma salle d'études, à Combray, incarne cette vertu, c'est sans qu'aucune pensée de charité semble avoir jamais pu être exprimée par son visage énergique et vulgaire. Par une belle invention du peintre elle foule aux pieds les trésors de la terre, mais absolument comme si elle piétinait des raisins pour en extraire le jus ou plutôt comme elle aurait monté sur des sacs pour se hausser ; et elle tend à Dieu son coeur enflammé, disons mieux, elle le lui «passe», comme une cuisinière passe un tire-bouchon par le soupirail de son sous-sol à quelqu'un qui le lui demande à la fenêtre du rez-de-chaussée.
Envie
L'Envie, elle, aurait eu davantage une certaine expression d'envie. Mais dans cette fresque-là encore, le symbole tient tant de place et est représenté comme si réel, le serpent qui siffle aux lèvres de l'Envie est si gros, il lui remplit si complètement sa bouche grande ouverte, que les muscles de sa figure sont distendus pour pouvoir le contenir, comme ceux d'un enfant qui gonfle un ballon avec son souffle, et que l'attention de l'Envie -et la nôtre du même coup- tout entière concentrée sur l'action de ses lèvres, n'a guère de temps à donner à d'envieuses pensées.
Malgré toute l'admiration que M. Swann professait pour ces figures de Giotto, je n'eus longtemps aucun plaisir à considérer dans notre salle d'études, où on avait accroché les copies qu'il m'en avait rapportées, cette Charité sans charité, cette Envie qui avait l'air d'une planche illustrant seulement dans un livre de médecine la compression de la glotte ou de la luette par une tumeur de la langue ou par l'introduction de l'instrument de l'opérateur, une Justice, dont le visage grisâtre et mesquinement régulier était celui-là même qui, à Combray, caractérisait certaines jolies bourgeoises pieuses et sèches que je voyais à la messe et dont plusieurs étaient enrôlées d'avance dans les milices de réserve de l'Injustice.
Justice
Mais plus tard j'ai compris que l'étrangeté saisissante, la beauté spéciale de ces fresques tenait à la grande place que le symbole y occupait, et que le fait qu'il fût représenté non comme un symbole puisque la pensée symbolisée n'était pas exprimée, mais comme réel, comme effectivement subi ou matériellement manié, donnait à la signification de l'oeuvre quelque chose de plus littéral et de plus précis, à son enseignement quelque chose de plus concret et de plus frappant. Chez la pauvre fille de cuisine, elle aussi, l'attention n'était-elle pas sans cesse ramenée à son ventre par le poids qui le tirait ; et de même encore, bien souvent la pensée des agonisants est tournée vers le côté effectif, douloureux, obscur, viscéral, vers cet envers de la mort qui est précisément le côté qu'elle leur présente, qu'elle leur fait rudement sentir et qui ressemble beaucoup plus à un fardeau qui les écrase, à une difficulté de respirer, à un besoin de boire, qu'à ce que nous appelons l'idée de la mort. […]


Font: A la recherche du temps perdu (Marcel Proust)
http://alarecherchedutempsperdu.org/marcelproust/018 

14 de des. 2013

El Greco. Fernando Marías

El Greco, pintor que sintetiza las tradiciones de la pintura griega, el color veneciano y el diseño romano, desarrolló una fantástica y cambiante carrera artística en Creta, Roma y Toledo, ciudad donde transcurrió la mitad de su vida. En España, el Griego de Toledo se convirtió en el artista más singular de los reinados de Felipe II y Felipe III, asombrando por sus composiciones complejas, sus colores brillantes, sus juegos de luces, sombras, transparencias y reflejos, su capacidad naturalista en telas o celajes, su imaginación desbordante a la hora de representar lo sobrenatural, su logro de dar vida a las ficciones pictóricas. Nada semejante se había visto antes en España, y por ello su arte complejo, intelectualizado y arrebatador causó asombro y admiración pero también desasosiego y rechazo, sobre todo por su desprecio de ciertas convenciones y la consciente exhibición de su valor y diferencia. El Greco creo con sus pinceles un nuevo mundo de imágenes religiosas y una revolucionaria forma de tratar y mostrar a los individuos divinos o terrenales, de tal fuerza que hoy podemos fácilmente reconocerlo como propio del Griego de Toledo.

El Greco. Inmaculada
Nacido en la capital de la isla de Creta, territorio de la República de Venecia, en el seno de una familia griega, pero probablemente de religión ortodoxa más que católica, y cuyos miembros trabajaban como colaboradores del poder colonial, se formó como pintor de iconos siguiendo los dictados de la tradición artística tardobizantina, para asimilar parcialmente –gracias al uso de grabados italianos- algunas de las fórmulas del Renacimiento, que incorporó de manera aislada. En 1563 era ya maestro de pintura y en 1566 solicitaba permiso para que se le tasara un icono de la Pasión, para poder venderlo en lotería; en 1567 pasó a Venecia donde residió hasta 1570 y donde, más que ser discípulo de Tiziano, pudo aprender su estilo desde fuera de su taller; allí se afianzó lentamente en el dominio del arte occidental de Renacimiento véneto, en su empleo del color, la perspectiva, la anatomía y la técnica del óleo, aunque sin abandonar por completo sus usos tradicionales. Tras un viaje de estudios por Italia (Padua, Vicenza, Verona, Parma, Florencia) se instaló en Roma, donde permaneció hasta 1576-1577, en contacto con el círculo intelectual del Cardenal Alessandro Farnese -que frecuentaban diversos religiosos y hombres de letras españoles- e inicialmente estuvo alojado en el ático de su palacio. En 1572 fue expulsado de la servidumbre del Cardenal e ingresó, con derecho a abrir su propio taller, en la asociación gremial romana, la Accademia di San Luca, trabajando preferentemente desde entonces como retratista y en pequeñas obras religiosas para clientes particulares, en un estilo mucho más italianizado y avanzado; no obstante, no debió conseguir éxitos de envergadura, por lo que decidió emigrar.

El Greco. Antonio de Covarrubias
Desconocemos las razones -es sólo una hipótesis su interés por entrar al servicio de Felipe II, con ocasión de la obra decorativa del monasterio del Escorial- de su viaje a España, donde se encontraba ya en la primavera de 1577, en Madrid y luego en Toledo, donde contrataría con la catedral y el monasterio de Santo Domingo el Antiguo los primeros lienzos aquí documentados, el Expolio para aquella y tres retablos para éste. Consigo trajo y con él vivió hasta su muerte un joven ayudante italiano, Francisco Prevoste; en 1578 nació su hijo Jorge Manuel Theotocópuli (la forma italianizada de su apellido que usaron en España), fruto de unas relaciones efímeras con Jerónima de las Cuevas, mujer que procedía del medio artesanal toledano.

Desde esta fecha, Doménico "El Griego" reside en Toledo, de donde saldrá en escasas ocasiones, siempre por motivos laborales. Su vida transcurre sin pasar por episodios señalados, si descontamos sus nueve pleitos documentados, incoados por él mismo o por algunos de sus clientes, ya fuera a causa del valor y precio por el que se tasaban sus lienzos o por las quejas, de orden técnico o por razones iconográficas, que levantaron algunos de ellos, como el propio Expolio o la Virgen de la Caridad de Illescas, al inicio y final de su carrera.

El Greco. Santiago el Mayor
Tras ver rechazado en 1584, por Felipe II y la congregación jerónima escurialense, su encargo regio del Martirio de San Mauricio, para uno de los altares de la basílica, el Greco amplió su taller, iniciando la producción de retablos -no sólo de lienzos- para conventos y parroquias de la ciudad y del arzobispado toledano, así como de cuadros de dimensiones reducidas para una clientela de carácter privado más que institucional. Naturalmente, sus principales trabajos consistieron en la ejecución global de retablos para monasterios, parroquias y capillas, sucediéndose los de la parroquia de Talavera la Vieja (Cáceres), la Capilla de San José y la Capilla del Colegio de San Bernardino de Toledo, el Colegio de la Encarnación o de doña María de Aragón en Madrid, la iglesia del Hospital de Nuestra Señora de la Caridad de Illescas, la Capilla Ovalle de la parroquia de San Vicente Mártir o los del Hospital de San Juan Bautista o Tavera, también de Toledo, que dejó sin acabar a la hora de su muerte. Contrató, a veces con su hijo, otros muchos que nunca llegó a ejecutar, como el del monasterio regio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres).

En algunas de estas últimas obras, el Greco tendió a proyectar de forma altamente innovadora conjuntos artísticos plurales, en los que se combinan las esculturas, la arquitectura de los retablos con sus lienzos y otras telas empotradas en muros o bóvedas, concibiéndolos como complejos sistemas formales y visuales que debieron producir -hoy es difícil encontrar alguno en su estado original- efectos fascinantes. Proyectó, por lo tanto, obras de escultura y de arquitectura, disciplina ésta que le interesó vivamente a lo largo de su carrera española y en la que, a pesar de no diseñar ningún edificio, adoptó una postura de franca oposición a los postulados locales contemporáneos, marcados desde la corte por el arquitecto real Juan de Herrera y, en Toledo, por sus fieles seguidores.

El Greco. El Cardenal Tavera
En un ambiente refinado, probablemente gastando más de lo que ingresaba por su trabajo, y rodeado por la intelectualidad académica toledana y un breve grupo de amigos italianizados y helenistas, el Greco murió sin dejar testamento el 7 de abril de 1614 dejando una obra elogiada por los poetas culteranos Luis de Góngora y Fray Hortensio Félix Paravicino, y coleccionada por los entendidos en el arte de la pintura; también disfrutó en vida y dejó fama de "extravagante", singular y paradójico por su pensamiento teorético y su estilo personalísimo, fácilmente reconocible como suyo, mitificado por sus colegas a causa de sus tentativas por la dignificación social de la profesión pictórica, criticado también por los más intransigentes teóricos contrarreformistas por sus licencias formales e iconográficas, quienes rechazaban su desmedido interés por los aspectos superfluos, formalistas, de sus obras y el carácter inapropiado de sus realizaciones religiosas desde el punto de vista funcional más importante para la época, que incentivaron en el espectador cultivado los deseos de rezar, como señalara en 1605 el historiador jerónimo del Escorial Fray José de Sigüenza.

El Greco. La Visitación de la Virgen
Su arte, repudiado por la Ilustración dieciochesca, fue redescubierto por los románticos y los pintores franceses del siglo XIX, que produjeron una interpretación concordante con sus propios intereses, iniciándose por parte española la apropiación españolista del hasta entonces tenido por un griego discípulo de Tiziano; también el interés general por la pintura de Velázquez hizo volver los ojos hacia el candiota, el único precedente del sevillano realmente original que se vio en la historia de la pintura española; la Generación del 98 lo entendió como representación del espíritu religioso español del Siglo de Oro, en relación estrecha con los más altos hitos de la cultura religiosa, en su vertiente literaria, de la época: la mística de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; las corrientes pictóricas de comienzos del siglo XX lo vieron como un precedente de sus propias preocupaciones expresionistas, subjetivistas y atormentadas, libres y opuestas a la imitación servil y mecánica de la realidad.

En la actualidad, la interpretación de la pintura del Greco se encuentra en pleno proceso de renovación y debate; han sido puestas en entredicho su vinculación con la espiritualidad de los carmelitas descalzos y su identificación con los valores hispanos, al subrayarse su italianismo artístico y cultural, sobre un estrato griego, y el carácter filosófico de su arte, centrándose en su interés por la función formal y embellecedora del mismo como medio de conocimiento de la naturaleza. Frente al artista místico y arrebatado, ha surgido la figura del pintor esteticista e intelectual, filósofo, que se tuvo a si mismo por "genio", ajeno a las preocupaciones de los devotos y eruditos contemporáneos, bien al servicio voluntario de los intereses de la Contrarreforma católica vigente en la España de Felipe II y Felipe III, de la que se habría convertido en perspicaz intérprete, o bien ajeno a este tipo de problemas y, por lo tanto, dedicado en exclusiva y a contracorriente al desarrollo de una pintura personal y formalista, de acuerdo con sus propios postulados teóricos relativos al arte, que dejó en forma de anotaciones personales en libros de su rica biblioteca, como en los márgenes de las "Vidas" de Giorgio Vasari y del "Architettura" de Vitrubio. Este abanico de posibilidades constituye una respuesta lógica a este personaje, que ya en su tiempo era considerado como singular y paradójico, y demuestra el interés que sus realizaciones han despertado entre críticos e historiadores del arte y la cultura, como en cualquier espectador que se aproxime a sus obras y experimente la atracción y el desconcertante efecto de sus lienzos.

Font: Fernando Marías. http://elgreco2014.com/es/greco.html 

10 de des. 2013

Friedrich. El paisaje romántico. Rafael Argullol

Friedrich. Monk by the Sea
[...] El paisajismo romántico, lejos de ser una genérica «pintura de paisaje», es primordialmente la representación artística de una determinada comprensión -y aprehensión- de la Naturaleza. En otras palabras, la Naturaleza, tal como la ven o, mejor dicho, la interpretan y expresan los pintores románticos, no es puramente un marco físico al que se accede mediante una descripción de su corteza, de su epidermis, sino, al contrario, es un espacio omnicomprensivo, profundo, esencial, con valor cósmico mas, asimismo, con valor civilizatorio. Por ello, el paisaje en la pintura romántica deviene un escenario en el que se confrontan Naturaleza y hombre, y en el que éste advierte la dramática nostalgia que le invade al constatar su ostracismo con respecto a aquélla. Por ello, también, el hombre –romántico- ansía reconciliarse con la Naturaleza, reencontrar sus señas de identidad en una infinitud que se muestra ante él como un abismo deseado e inalcanzable. Y este abismo le provoca terror, pero, al mismo tiempo, una ineludible atracción.

[...] El monje se halla absorto. Su breve silueta es, apenas, un minúsculo accidente que no llega a turbar el predominio de los tres reinos. Tierra, mar, cielo, tres franjas infinitas empequeñecen la presencia del solitario; posiblemente, también el gran ruido del silencio le anonada. La inmensidad le causa una nostalgia indescriptible y, asimismo, un vacío asfixiante. La antigua grandeza, perdida en el horizonte, le es retornada en forma de angustia: el mar se abre a sus pies como un fruto dulce y amargo.

Friedrich. Riesengebirge Landscape with Rising Fog
Cuando Caspar David Friedrich, entre 1808 y 1809, pinta El monje contemplando el mar confirma la desantropomorfización del paisaje. El hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad con la Naturaleza. Tras la gran aventura del Renacimiento y de las Luces, vencido Dios por la Razón, ahora el hombre percibe una nueva angustia, más desmesurada y más titánica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su temeridad, se la ha procurado.

Atrás queda el optimismo antropocéntrico, atrás la frescura fecundísima de aquella Florencia que engendra, como un ser prodigioso, al hombre moderno. Dante, al emprender el viaje a un infierno todavía medieval, demuestra ya el talante de este nuevo hombre. En Santa Maria della Arena de Padua, Giotto lo pinta y, entre sus atributos, el principal de ellos es su predominio, es su autoridad, es ser alter deus erigiendo su trono en un primer plano, arropado pero nunca eclipsado por la Naturaleza.

Friedrich. Morning in the Riesengebirge
El monje de Friedrich sufre su minimización en la inmensidad crepuscular. De ningún artista del Quattrocento puede surgir esta imagen desolada. La dignidad cósmica del hombre-microcosmos proclamado por Pico della Mirandola no tiene quizá equivalencia en la Historia. En la revolución renacentista, los hermosos paisajes toscanos son delicados tapices en los que se proyecta el creciente poder humano.

Piero della Francesca, al modular con vigor sin precedentes la armonía de los cuerpos, no olvida trazar el paisaje de su tierra. Pero éste, aunque tiene un gran valor en sí mismo, con la utilización matemática de la perspectiva, se halla siempre supeditado al objetivo prioritario de representar la vida del hombre. Algo semejante puede decirse de toda la pléyade genial de pintores que durante el siglo xv llena de sus obras las iglesias y los palacios del norte de Italia. Por ejemplo, Benozzo Gozzoli, en el que el paisaje forma parte activa del ornamento de los grupos humanos. O Paolo Uccello, para el que la representación pictórica de la Naturaleza es el escenario en el que se sintetiza y realza la dinámica guerrera de los hombres.

Friedrich. The Riesengebirge
Frente a esta concepción, en la pintura romántica el paisaje deja de entender como necesaria la presencia del hombre. El paisaje se autonomiza y, casi siempre desprovisto de figuras, se convierte en protagonista; un protagonista que causa en quien lo contempla una doble sensación de melancolía y terror. El monje de Friedrich siente sobre sí el peso de un abrumador Weltschmerz, de un pesar cósmico tanto más doloroso cuanto que es indefinido e inaprehensible. Por un lado siente el magnetismo de un infinito parasensual que incita al viaje y a la audacia; por otro, el vacío lacerante de un infinito negativo y abismal en el que la subjetividad se rompe en mil pedazos. Como Leopardi ante el doble sentimiento del Dolor Cósmico y de la Belleza Esencial, el desamparado contemplador del cuadro de Friedrich siente tanto la voluptuosidad de un naufragar dulcísimo como el horror de una inmensidad que desborda su mente.

Friedrich. Morning in the Mountains
En el Romanticismo, el paisaje se hace trágico porque reconoce desmesuradamente la escisión entre la Naturaleza y el hombre. Frente al jardín rococó, mesurado y pastoril, las proporciones se dilatan a través de un vértigo asimétrico. Frente al escenario limitado y tranquilizador, los horizontes se abren hacia el Todo y hacia la Nada con la abrupta alternativa de una sinfonía heroica. En el paisaje romántico, el artista celebra titánicamente la ceremonia de la desposesión.

Sin embargo, esta desposesión, esta pérdida de centralidad por parte del hombre, esta conciencia de la autominimización, el Romanticismo la recibe del propio Renacimiento. Tras la muerte de Rafael, culminada y quebrada la armonía del Quattrocento con el clasicismo apolíneo, el artista renacentista comprende cada vez con mayor dramatismo el verdadero significado de su época. Los cruciales descubrimientos de Colón y Copérnico le han demostrado el enorme poder del nuevo espíritu que ha sabido liberar las ocultas potencias del hombre. En un solo siglo el mundo se ha ensanchado mucho más que en los diez anteriores. El hombre se ha descubierto a sí mismo, ha descubierto su poder. Pero lenta, inconscientemente, embriagado en el brillante torbellino de los hallazgos, el hombre ha debido descubrir su pequeñez, su soledad, su impotencia. Así, el «gran mar del ser» que adelanta Dante implica simultáneamente el poder y la impotencia. Al lado de la Luz, al lado de la fulgurante belleza del espíritu florentino que se corona en el pincel de Rafael Sanzio, se incuba la oscuridad, la distorsión de la forma, la terribilità. Al lado de la concordia, surge la fuerza creativa de la discordia. La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre, entre el macrocosmos y el microcosmos mirandolianos, invade el arte, y el artista pierde la espléndida confianza de un Leon Battista Alberti, convencido de que la representación de la realidad es al mismo tiempo creación y celebración, para sumergirse en la búsqueda manierista de la Idea interior. Il Parmigianino, Tin-toretto, Brueghel o El Greco indican el camino, ya místico, ya apocalíptico, hacia la subjetividad. El mismo camino que ensaya Giordano Bruno con su concepción mágica del devenir o Michel de Montaigne con su prédica del «viaje interior», el mismo que Shakespeare muestra: la tragedia del humanismo renacentista ya despojado de la primitiva ilusión.

Friedrich. The Watzmann
En el paisaje romántico, la Naturaleza es la inabitata piaggia de que habla Torquato Tasso: el hombre la siente exteriorizada, enajenada, alejada. Ha sido expulsado de ella, o más bien se ha autoexpulsado, y ahora se siente como un náufrago errante en su seno. Si comparamos los cuadros de un Antonio Pollaiuolo o un Botticelli, en los que la Naturaleza acaricia y resguarda solidariamente la obra de los hombres, con los desolados panoramas de Riesengebirge pintados por Friedrich, tendremos un testimonio fehaciente del cambio desgarrador acaecido en el sentimiento del hombre moderno. En las visiones del pintor alemán, las profundas perspectivas devastadoras se pierden en una lejanía huidiza e indiferente. Una bruma perpetuamente crepuscular es la única respuesta de las cumbres montañosas al espectador; una bruma que se hará cada vez más densa a medida que avanza la obra de Friedrich y que se hará totalmente insoportable en los últimos cuadros del otro genial paisajista romántico, William Turner.

La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre que atormenta a los manieristas se convierte en definitivamente irreparable para los románticos. Estos desean el retorno al Espíritu de la Naturaleza, porque en él reconocen a aquel dios que en la anhelada e inexistente Edad de Oro alentaba la unión de Belleza, Libertad y Verdad. Desean, como Anteo, retornar a esta Naturaleza saturniana, a esta Madre en cuyo seno reconocen su ansia de plenitud. Mas, en su conciencia trágica, perciben claramente que este camino de retorno se halla obstaculizado por el temible rayo de la impotencia. Junto a la Naturaleza saturniana y liberadora se halla una Naturaleza jupiterina y exterminadora que destruye cualquier proyecto de totalidad. De ahí que sea completamente errónea una interpretación «bucólica» del paisajismo romántico, pues en éste se halla siempre presente una doble faz, consoladora y desposeedora. Por eso, como veremos, en la pintura del Romanticismo son indeslindables el «deseo de retorno» al Espíritu de la Naturaleza y la conciencia de la fatal aniquilación que este deseo comporta.

Font: Rafael Argullol. La atracción del abismo. Editorial El acantilado

28 de nov. 2013

Bernini. Plaça de Sant Pere. Dos textos

Rosario Camacho. Bernini: Plaza de San Pedro

Esta plaza, que debía albergar multitudes para recibir la bendición urbi et orbi, es un gigantesco instrumento de enlace entre la ciudad y la basílica. En ella Bernini supo conectar funcionalidad, integración espacial, efectos escenográficos y simbolismo, aspectos fundamentales del Barroco.[...]

Concibió inicialmente una plaza curva que arrancaba de la fachada, pero el obelisco colocado por el arquitecto Fontana en 1585 condicionaba el espacio, pasando a un proyecto de planta trapezoidal con arcadas, rechazado por falta de monumentalidad. En 1656 ya estaba definida la forma oval que permitía eliminar los ángulos muertos facilitando la visión en perspectiva y se acomodaba mejor al carácter ceremonial de este espacio.

Razones topográficas llevaron a diseñar una plaza recta frente a la iglesia que, con su suave pendiente, levanta ópticamente la fachada acercando la cúpula a los fieles. Sólo tras ella se pudo ensanchar el espacio que quedó limitado por la pantalla porosa, de acertada forma oval, formada por la columnata adintelada con cuatro columnas de fondo de orden gigante, perfectamente alineadas y no excesivamente altas, rematadas por estatuas, que crea la sensación de cerrazón visual. Su propósito era expandir en el espacio de la plaza el núcleo plástico de la basílica, de modo que el pórtico repite, como forma abierta, la forma cerrada de la cúpula, referencia que adquiere calidad de horizonte. Proyectó un tercer brazo no construido que, obligando a accesos oblicuos, aumentaría el efecto de sorpresa.

La plaza, centrada por el obelisco, con su simbolismo cósmico acentuado por el del agua de las fuentes que lo flanquean, se nos presenta como una metáfora de la Iglesia que acoge con sus brazos abiertos a la comunidad de los fieles, manifestando el triunfo del catolicismo.

Font: Rosario Camacho. Historia del arte, 3. Alianza Editorial, Madrid, 1997

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Marcello Fagiolo. Bernini: la columnata de San Pedro

La nueva espacialidad de la urbanística barroca la inaugura precisamente Bernini. La Columnata de la plaza de San Pedro no está pensada sólo como pórtico de la iglesia, sino como expansión de la iglesia en la ciudad. […] La Columnata tiene una iconografía a medio camino entre el círculo y la elipse (más exactamente es una forma oval determinada por la unión de dos semicírculos separados): y en esta forma podemos ver una especie de compromiso entre las dos teorías cosmológicas más importantes. La forma del universo, desde los tiempos de Tolomeo (y la codificación más solemne está en la Comedia de Dante) se había considerado circular. Después de los primeros descubrimientos astronómicos, justamente en los albores del siglo XVII, los científicos se repliegan prudentemente a la forma elípsoidal. Por tanto, consciente o no, Bernini llega a conciliar, con su extraordinaria plaza, en el nombre de Dios y de la Iglesia romana, las dos interpretaciones diferentes. No rechaza la forma circular, pero no acepta plenamente la elipse.

[…] La Columnata no simboliza solamente un abrazo de la iglesia a los fieles (ni tampoco es una mordaza ni unas tenazas): no existe, en suma, una relación paternalista entre la Iglesia y los hombres; más bien representa una comunión casi mística entre la ecclesia triunphans, la ‘iglesia triunfante’ simbolizada por la larga colección de santos de la coronación, y la ecclesia militans, la ‘iglesia militante’, es decir, la multitud de fieles orando en la plaza.

La Columnata (ante todo una vía cubierta para proteger a los fieles de la intemperie) es un ‘baldaquino’ monumental, no reservado ya sólo al emperador en majestad o al pontífice en procesión, sino -con un sentido más católico- al pueblo entero. Un ‘baldaquino’ profano para todos los perseguidos, próximo al ‘baldaquino’ sagrado levantado por el mismo Bernini (en bronce en lugar de piedra) para coronar la tumba del santo patrono de Roma.

[…] El valor de la plaza se desdobla. Por un lado está el abrazo simbólico de la basílica, casi una amplificación ideal del espacio interno (sacro) hacia la plaza, en una bendición urbi et orbi (‘a la ciudad y al mundo’); y los fieles representan Roma, pero también toda la tierra. Por otro lado, la plaza es el corazón generoso que con un ritmo eterno de sístole y diástole convoca a la tumba de San Pedro a la multitud de peregrinos en las ocasiones ordinarias y en las extraordinarias (los jubileos). El mismo Bernini, en una ‘memoria’ propia, afirma: «siendo la iglesia de San Pedro casi la matriz de todas las demás, debería tener un pórtico que precisamente pareciese recibir con los brazos maternalmente abiertos a todos los católicos para confirmarlos en sus creencias, a los herejes para reconciliarlos con la Iglesia, y a los infieles para iluminarlos en la verdadera fe.»

Bernini. Proyecto: el tercer brazo no se construyó
Las estatuas de la Columnata son importantísimas, y el propio Bernini realizó escrupulosamente los dibujos y los modelos; no representan una simple decoración aérea o un almenado figurativo, ni tampoco un añadido vano y accesorio. Cada estatua se dispone sobre una columna: tenemos, por tanto, una enorme cadena de columnas conmemorativas, traducción católico-apostólico-romana de un elemento pagano. Es el mismo fenómeno que permite al rayo de sol petrificado y divinizado del obelisco transformarse en el vástago de una cruz astil. Así, por la gracia de Dios y de Gian Lorenzo Bernini, todos y cada uno de los elementos de la civilización antigua (ya caduca) se adaptan al cristianismo (civilización perenne) y se ambientan magistralmente en la Roma de los papas.

[…] La relación entre la Iglesia y la plaza, entre santos y fieles se plantea de un modo totalmente nuevo. Ya no existe el símbolo cerrado y abstracto. Hay en cambio una apertura festiva, alegre, nos atreveríamos a decir popular; un diálogo constante y ‘a la par’ entre la Iglesia y los fieles. Quizá podríamos comprender esta nueva forma de relación solamente llevándola a la esfera del teatro y del espectáculo. El Bernini director de teatro había conseguido demoler la barrera entre la platea y el escenario, entre el mundo del arte y el público de los apasionados. La representación ya no era un fenómeno ensayado y frío, puesto que ya no se basaba en el hecho de destacar a los grandes actores que recitaban con complacencia un gran texto. [...] No hemos sido nosotros los que hemos descubierto que esta plaza es un ‘teatro’. Ya Carlo Fontana, en el Tempio vaticano, describe la plaza como una «máquina teatral» y elogia el «bello orden teatral» de la Columnata y recuerda las formas de los anfiteatros. [...] También el discutido problema del ‘tercer brazo’ de Bernini puede considerarse como algo teatral. El ‘tercer brazo’ debía ser la entrada triunfal en la plaza, debía ser el palco de honor para una vista sorprendente de la iglesia (el correspondiente a un ‘palco real’ en el teatro). […]

Font: Fagiolo, Marcello: “Bernini. Una introducción al gran teatro barroco” 

23 de nov. 2013

El Panteón. Pedro Torrijos. Jot Down

[…] Cuando pensamos en edificios de la Antigüedad solemos imaginar grandes sillares, ciclópeas columnas de mármol, colosales pilares graníticos y, en general, piedra a tutiplén. Sin embargo, lo cierto es que la mayoría de las construcciones romanas se levantaban con ladrillo y con hormigón en masa. Esto es, similar al hormigón que conocen ustedes pero sin el armado interior de acero que le permite resistir a tracción.

Se levantó en el siglo II bajo el mandato de Adriano -posiblemente con el diseño de Apolodoro de Damasco- sobre los restos de un anterior templo construido 100 años antes por Marco Vipsanio Agripa, al que el propio emperador decidió conceder el crédito del edificio en la inscripción del pórtico: M·AGRIPPA·L·F·COS·TERTIVM·FECIT (Hecho por Marco Agrippa, hijo de Lucio, cónsul por tercera vez).

Es muy probable que el diseño de Agripa fuese muy distinto al que vemos ahora; lo que es seguro es que su construcción, de bloques de travertino y mármol, no fue igual de sólida. Por eso, Apolodoro decidió emplear un sistema más fiable y que ya era de uso común en su época.

Como vemos en los planos, el Panteón consta de una columnata de acceso -la pronaos-, un cuerpo intermedio de conexión y una gran nave circular. Como en otras edificaciones de la época (las Termas de Caracalla o la propia Villa Adriana), la nave se cubre con una cúpula semiesférica sobre un tambor cilíndrico. Lo que distingue al Panteón de estas construcciones coetáneas es que se trata del primer templo con dicha forma.

Y las dimensiones, claro. La rotonda tiene un diámetro de 43 metros y la altura libre del espacio es de otros 43 metros. Empleando el Sistema de Mediciones Internacional: cabe medio campo de fútbol en el suelo y otro medio campo de fútbol puesto de pie.

¿Y cómo es posible que un edificio de tan formidable tamaño haya sobrevivido casi 20 siglos sin apenas deterioro? Pues esencialmente por el material y el sistema constructivo.

El hormigón, al ser un material líquido, cuando fragua, convierte cualquier construcción en monolítica. Aunque lógicamente se fue vertiendo por tongadas, hace que el Panteón sea un edificio básicamente de una sola pieza. No hay juntas que puedan abrirse ni fragmentos que puedan desprenderse de la estructura; todo es uno. Esto convierte al Panteón en la edificación de hormigón en masa más grande del mundo.

Pero además, el edificio emplea un sistema muy eficaz para aligerar el peso. De entrada, la grava que se usa en el hormigón de la cúpula ya no es de travertino, como en los cimientos, sino de cascote volcánico, mucho más ligera. De igual manera, aparece toda una serie de elementos que contribuyen a disminuir y a reconducir los esfuerzos; desde los propios arcos de descarga, construidos de ladrillo y embebidos en el muro del tambor, hasta los propios huecos y nichos de la pared.

E incluso los casetones, esos vaciados cuadrados que vemos en el intradós de la bóveda y que creemos decorativos, en realidad tienen una función principalmente estructural: reducir la sección de la pared. Una sección que va menguando su espesor por sí misma a medida que asciende, desde los cinco metros de la base hasta apenas un metro en la cúspide, alrededor del hueco circular de nueve metros de diámetro que, sin cerrar, cierra el edificio.

El óculo. El que dijo Brunelleschi no entender por qué no se caía. Lo que no sabía el arquitecto renacentista es que precisamente es la existencia de ese hueco, que deja pasar la luz y la lluvia, la que evita el colapso del edificio. Si estuviese tapado, la cubierta entraría en tracción en la cúspide y el hormigón no está preparado para resistir ese tipo de esfuerzo. […]

Font: Pedro Torrijos. Jot Down

21 de nov. 2013

Artemisia Gentileschi. Miguel Mora

Susana y los viejos. A. Gentileschi
Artemisia Gentileschi, primogénita del maestro toscano de la pintura barroca Orazio Gentileschi, nació en Roma el 8 de julio de 1593. Tiempo de contrarreforma y de peste, de mecenas cultivados, de venenos papales y de dagas. Difícil ser pintora en una época como aquella. Pero Artemisia era una romana libre. Pasó una infancia feliz, siempre en los aledaños de la plaza de Spagna, hasta que en 1605, su madre, Prudenzia Montoni, murió en su séptimo parto a los 30 años. Artemisia tenía 12. En vez de ser virgen, esposa, religiosa o prostituta (los cuatro roles atribuidos a las mujeres de entonces), decidió ser artista. Como su padre. Como aquel genio salvaje llamado Caravaggio, cuya pintura, según dicen sus biógrafos, le volvía loca.

[…] El año de la muerte de Caravaggio (1610), Artemisia, que entonces contaba 17 años, firmó su primer cuadro. Se titula Susana y los viejos, y su mirada delicada, colorista y rebelde a la vez, asoma ya en esa escena viva, inmensa, en la que dos ancianos de mirada torva intentan seducir a una muchacha. Meses después, Artemisia fue violada por Agostino Tassi, un pintor que ayudaba a Orazio a decorar la casa del cardenal Scipione Borghese. Tassi se comprometió a casarse con la joven y a vivir con ella nueve meses. Pero Orazio le denunció ante el papa Pablo V. Toda Roma se enteró de la deshonra, pero a Artemisa no le importó. Se sometió a un proceso público que duró varios meses.

Tras ser condenado a cinco años de exilio y galeras pontificias su agresor -penas que nunca cumplió-, Artemisia se casa con el florentino Pierantonio Stiattesi, hijo de un zapatero, y se marcha a Florencia. En la corte del gran duque de Toscana, Cosme de Médicis, vivía Galileo Galilei: bajo su influjo y amistad, la pintora se inscribe en la legendaria Academia del Dibujo. Tiene 23 años, y es la primera mujer de la historia que entra en ese Olimpo. En 1617, Artemisia es madre de tres hijos, pinta asiduamente para los Médicis y tiene un amante noble e intelectual, Francesco Maria Maringhi. Pero el marido se endeuda hasta las cejas y la pareja huye a Prato.

Desde allí, vuelta a Roma, donde Artemisia vive entre 1620 y 1626 en una casa cercana a la plaza del Popolo que un visitante describe como “digna de un gentilhombre”. Dos de sus tres hijos han muerto, y en 1622 el marido es acusado de haber herido en la cara a un español que cantaba una serenata bajo el balcón de la artista. Pronto se separarán. Ella se irá a Venecia y vivirá tres años de éxito entre los canales libertinos, antes de marcharse a Nápoles para ponerse al servicio de otro admirador de su pintura, el virrey español Fernando Enríquez Afán de Ribera, duque de Alcalá.

Cleopatra. A. Gentileschi
En el centro de Nápoles abre un taller en el que trabajan una docena de ayudantes y aprendices. Se hace amiga de Onofrio Palumbo, gran artista partenopeo, y durante 20 años forma a los mejores pintores del futuro, Cavallino, Spardaro, Guarino... Su fama cruzó fronteras, y el rey Carlos I de Inglaterra ordenó contratarla. Pasó dos años en Londres, donde su padre era considerado el mayor maestro de su tiempo, hasta su muerte en 1639. Las crónicas dicen que el funeral de Orazio en Londres estuvo a la altura de los de Rafael y Miguel Ángel.

Mientras sus coetáneos pintaban iglesias y capillas, Artemisia trabajó sobre todo para coleccionistas privados: el duque de Módena, los Médicis, los D’Este y el conde de Amberes, banqueros, nobles y príncipes europeos. Sus numerosas cartas y facturas atestiguan que fue una de las firmas más cotizadas de su tiempo. Los aristócratas se rifaban sus cuadros, casi todos de figuras femeninas, muchas veces desnudas y siempre llenas de fuerza. Algunas son de un erotismo dulcísimo. Otras son intensas, impetuosas y dramáticas. No hay una sola escena casera. Hay músicas, pensadoras, y muchos homenajes a mujeres bravas: Cleopatra, Diana, la Galatea, María Magdalena, Judith, Dalila, Betsabé…

En 1649 andaba terminando su maravilloso autorretrato: parece una mujer de ahora mismo, con los labios pintados y el pelo corto. Según su biógrafa Alexandra Lapierre, “Artemisia rompió todas las leyes sociales y solo perteneció a su tiempo. A la conquista de su gloria y su libertad, con su talento y su fuerza creadora se convirtió en una de las pintoras más celebres de su época y en una de las más grandes artistas de todos los tiempos”.

Font: El País. Miguel Mora. Al principio estuvo Artemisia

2 de nov. 2013

Paolo Uccello. Marcel Schwob. Vidas imaginarias

Uccello. Battle of San Romano. 1450 (detail)
Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccello, o sea: Pablo el Pájaro, a causa del gran número de pájaros figurados y de animales pintados que llenaban su casa; pues era demasiado pobre para poder adquirir y sostener animales vivos. Hasta se dice que hubo de ejecutar, en Padua. un fresco de los cuatro elementos, en el que dio por atributo al aire la imagen del camaleón. Pero, como jamás había visto ninguno, lo representó como un camello panzudo con las fauces abiertas. (Ahora bien, explica Vasari, el camaleón es semejante a un lagarto pequeño y enjuto, en tanto que el camello es un animal grande y desgarbado.) Pero Uccello no se preocupaba de la realidad de las cosas, sino de su multiplicidad y del infinito de las líneas; de suerte que pintaba campos azules, y ciudades carmesíes, y jinetes revestidos de negras armaduras sobre caballos de color de ébano y belfo llameante, blandiendo lanzas proyectadas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Solía también dibujar mazzocchi, que son círculos de madera forrados de paño que se colocan sobre la cabeza de manera que los pliegues de la tela, echada hacia atrás, caen rodeando el rostro. Uccello los imaginó de todas formas, cuadrados, puntiagudos, piramidales, cónicos, romboidales, según las apariencias todas de la perspectiva, de manera que las distintas combinaciones del mazzocchio le suministraban un mundo de combinaciones. Y el escultor Donatello le decía: «Ah, Paolo; dejas la sustancia por la sombra!»

Uccello. Perspective Study of a Mazzocchio
Pero el Pájaro proseguía su obra paciente, entrecruzando líneas y círculos, sumando ángulos, dividiendo polígonos y examinando a todas las criaturas bajo todos sus aspectos. Con frecuencia visitaba a su amigo el matemático Giovanni Manetti para preguntarle la interpretación de los problemas de Euclides; luego, se encerraba en su casa, y cubría sus tablas y vitelas de figuras geométricas. Trabajaba con ahínco en el estudio de la arquitectura, haciéndose ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no era con la intención de construir. Limitábase a observar las direcciones de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y el modo en que las bóvedas y los arcos descansaban en sus claves, y el escorzo en abanico de las vigas maestras en ciertas construcciones. Representaba también todos los animales y sus movimientos, y los ademanes y gestos de los hombres, a fin de reducirlos a sus líneas esenciales.

Luego, semejante al alquimista que se inclina sobre sus crisoles en persecución de la piedra filosofal, Uccello vertía todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía y combinaba y fundía y refundía, a fin de obtener su transmutación en la forma simple, esencial, de que dependen todas las demás. Tal era la razón de que Paolo Uccello viviera como un alquimista en el fondo de su casucha. Creyó que podría transmutar todas las líneas en un solo aspecto ideal. Intentó concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve brotar todas las figuras de un centro complejo. En torno de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, todos ellos orgullosos y en posesión de su arte, haciendo burla del infeliz Uccello y de su locura de la perspectiva, compadeciendo su casa llena de arañas y exenta de provisiones. Pero Uccello los superaba con mucho en ambición y en soberbia. A cada nueva combinación de líneas, esperaba haber descubierto el secreto de crear. La meta a que propendía su esfuerzo no era la imitación, sino la capacidad de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de tocas que trazaba le parecía más reveladora que las espléndidas figuras de mármol del gran Donatello.

Uccello. Battle of San Romano. 1450 (detail)
Así vivía el Pájaro, semejante en todo a un ermitaño, absorto, sin casi darse cuenta de lo que comía y bebía, saliendo apenas de su casa, y cuando lo hacía, tan sólo para vagar por los contornos de la ciudad, observando el zigzag de los pájaros en el cielo y el juego inextricable de las frondas. Un atardecer, paseando por una pradera solitaria, junto a un círculo de viejas piedras hundidas en la hierba, vio de repente a una doncellita que reía, la frente ceñida de una corona de flores silvestres. Llevaba una túnica hasta los pies, de color delicado, sujeta al talle por una cinta de seda, y sus movimientos eran flexibles como los tallos de las flores que sus dedos entretejían en guirnalda. Su nombre era Selvaggia, y sus labios sonrieron suavemente a Uccello. Éste anotó maquinalmente la inflexión de su sonrisa. Y, cuando ella lo miró, observó las menudas líneas curvas de sus pestañas, y el redondel de sus pupilas, y la comba de sus párpados, y la trama sutil de sus cabellos, e hizo describir en su imaginación a la corona que le ceñía la frente un sinfín de posiciones. Pero Selvaggia nada supo de ello, pues tan sólo tenía trece años. Casi sin saber lo que hacía, tomó a Uccello de la mano, y lo amó. Era hija de un tintorero de Florencia, y huérfana de madre. Una segunda mujer vino a la casa, y trató con crueldad a Selvaggia, llegando hasta pegarle. Uccello la condujo consigo a su taller.

Uccello. Battle of San Romano. 1450 (detail)
Selvaggia se pasaba el día acurrucada ante el muro sobre el que Uccello trazaba, infatigablemente, las formas universales. Jamás comprendió que Uccello pudiera preferir perderse en aquel laberinto de líneas rectas y curvas a contemplar el tierno rostro que se levantaba hacia él. Por la noche, cuando Brunelleschi o Manetti venían a estudiar con Uccello, ella se dormía, al pie de las líneas entrecruzadas, en la zona de sombra que dejaba a su alrededor la luz de la lámpara. Al amanecer, se despertaba antes que Uccello, y se regocijaba de sentirse rodeada por todos aquellos pájaros y animales pintados. Uccello dibujó sus labios y sus ojos, y sus cabellos, y sus manos, y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como solían hacer los otros pintores cuando amaban a una mujer. Pues el Pájaro no conocía el goce de limitarse a la persona individual; no permanecía en un solo lugar; antes bien quería cernirse, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas en el crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales, y las líneas de las plantas y las piedras, y los rayos de la luz, y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y, sin acordarse para nada de Selvaggia, Uccello parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.

Mientras tanto, no había qué comer en casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decirlo a Donatello ni a los demás. Calló, y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo, y la unión de sus manitos descarnadas, y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, del mismo modo que no había sabido que estaba viva. Pero arrojó estas nuevas formas entre todas las que hasta entonces recogiera.

Uccello. Battle of San Romano. 1450 (detail)
El Pájaro envejeció, y nadie comprendía ya sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. No se reconocían ya, en aquella maraña, ni hombres, ni plantas, ni animales, ni nada que proviniese de la tierra. Desde hacía muchos años trabajaba en su obra suprema, que escondía celosamente a todas las miradas. Debía abarcar todas sus investigaciones, cuya imagen visible sería según su concepción. Era Santo Tomás incrédulo palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Mandó, entonces, llamar a Donatello, y lo descubrió reverentemente ante él. Y Donatello exclamó: «¡Oh Paolo, vuelve a cubrir tu cuadro!». El Pájaro interrogó al gran escultor; pero éste no quiso decir nada más. De suerte que Uccello comprendió que había realizado el milagro. Pero la verdad es que Donatello no había visto sino un confuso amasijo de líneas.

Pocos años después, encontraron a Paolo Uccello muerto de inanición sobre su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos, fijos en el misterio revelado. En el puño, apretado con fuerza, se encontró un redondelito de pergamino cubierto de líneas entrelazadas, que iban del centro a la circunferencia, y volvían de la circunferencia al centro.

Font: Marcel Schwob. Vidas imaginarias. Ediciones Siruela, 1997. Traducción Ricardo Baeza.