10 de des. 2013

Friedrich. El paisaje romántico. Rafael Argullol

Friedrich. Monk by the Sea
[...] El paisajismo romántico, lejos de ser una genérica «pintura de paisaje», es primordialmente la representación artística de una determinada comprensión -y aprehensión- de la Naturaleza. En otras palabras, la Naturaleza, tal como la ven o, mejor dicho, la interpretan y expresan los pintores románticos, no es puramente un marco físico al que se accede mediante una descripción de su corteza, de su epidermis, sino, al contrario, es un espacio omnicomprensivo, profundo, esencial, con valor cósmico mas, asimismo, con valor civilizatorio. Por ello, el paisaje en la pintura romántica deviene un escenario en el que se confrontan Naturaleza y hombre, y en el que éste advierte la dramática nostalgia que le invade al constatar su ostracismo con respecto a aquélla. Por ello, también, el hombre –romántico- ansía reconciliarse con la Naturaleza, reencontrar sus señas de identidad en una infinitud que se muestra ante él como un abismo deseado e inalcanzable. Y este abismo le provoca terror, pero, al mismo tiempo, una ineludible atracción.

[...] El monje se halla absorto. Su breve silueta es, apenas, un minúsculo accidente que no llega a turbar el predominio de los tres reinos. Tierra, mar, cielo, tres franjas infinitas empequeñecen la presencia del solitario; posiblemente, también el gran ruido del silencio le anonada. La inmensidad le causa una nostalgia indescriptible y, asimismo, un vacío asfixiante. La antigua grandeza, perdida en el horizonte, le es retornada en forma de angustia: el mar se abre a sus pies como un fruto dulce y amargo.

Friedrich. Riesengebirge Landscape with Rising Fog
Cuando Caspar David Friedrich, entre 1808 y 1809, pinta El monje contemplando el mar confirma la desantropomorfización del paisaje. El hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad con la Naturaleza. Tras la gran aventura del Renacimiento y de las Luces, vencido Dios por la Razón, ahora el hombre percibe una nueva angustia, más desmesurada y más titánica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su temeridad, se la ha procurado.

Atrás queda el optimismo antropocéntrico, atrás la frescura fecundísima de aquella Florencia que engendra, como un ser prodigioso, al hombre moderno. Dante, al emprender el viaje a un infierno todavía medieval, demuestra ya el talante de este nuevo hombre. En Santa Maria della Arena de Padua, Giotto lo pinta y, entre sus atributos, el principal de ellos es su predominio, es su autoridad, es ser alter deus erigiendo su trono en un primer plano, arropado pero nunca eclipsado por la Naturaleza.

Friedrich. Morning in the Riesengebirge
El monje de Friedrich sufre su minimización en la inmensidad crepuscular. De ningún artista del Quattrocento puede surgir esta imagen desolada. La dignidad cósmica del hombre-microcosmos proclamado por Pico della Mirandola no tiene quizá equivalencia en la Historia. En la revolución renacentista, los hermosos paisajes toscanos son delicados tapices en los que se proyecta el creciente poder humano.

Piero della Francesca, al modular con vigor sin precedentes la armonía de los cuerpos, no olvida trazar el paisaje de su tierra. Pero éste, aunque tiene un gran valor en sí mismo, con la utilización matemática de la perspectiva, se halla siempre supeditado al objetivo prioritario de representar la vida del hombre. Algo semejante puede decirse de toda la pléyade genial de pintores que durante el siglo xv llena de sus obras las iglesias y los palacios del norte de Italia. Por ejemplo, Benozzo Gozzoli, en el que el paisaje forma parte activa del ornamento de los grupos humanos. O Paolo Uccello, para el que la representación pictórica de la Naturaleza es el escenario en el que se sintetiza y realza la dinámica guerrera de los hombres.

Friedrich. The Riesengebirge
Frente a esta concepción, en la pintura romántica el paisaje deja de entender como necesaria la presencia del hombre. El paisaje se autonomiza y, casi siempre desprovisto de figuras, se convierte en protagonista; un protagonista que causa en quien lo contempla una doble sensación de melancolía y terror. El monje de Friedrich siente sobre sí el peso de un abrumador Weltschmerz, de un pesar cósmico tanto más doloroso cuanto que es indefinido e inaprehensible. Por un lado siente el magnetismo de un infinito parasensual que incita al viaje y a la audacia; por otro, el vacío lacerante de un infinito negativo y abismal en el que la subjetividad se rompe en mil pedazos. Como Leopardi ante el doble sentimiento del Dolor Cósmico y de la Belleza Esencial, el desamparado contemplador del cuadro de Friedrich siente tanto la voluptuosidad de un naufragar dulcísimo como el horror de una inmensidad que desborda su mente.

Friedrich. Morning in the Mountains
En el Romanticismo, el paisaje se hace trágico porque reconoce desmesuradamente la escisión entre la Naturaleza y el hombre. Frente al jardín rococó, mesurado y pastoril, las proporciones se dilatan a través de un vértigo asimétrico. Frente al escenario limitado y tranquilizador, los horizontes se abren hacia el Todo y hacia la Nada con la abrupta alternativa de una sinfonía heroica. En el paisaje romántico, el artista celebra titánicamente la ceremonia de la desposesión.

Sin embargo, esta desposesión, esta pérdida de centralidad por parte del hombre, esta conciencia de la autominimización, el Romanticismo la recibe del propio Renacimiento. Tras la muerte de Rafael, culminada y quebrada la armonía del Quattrocento con el clasicismo apolíneo, el artista renacentista comprende cada vez con mayor dramatismo el verdadero significado de su época. Los cruciales descubrimientos de Colón y Copérnico le han demostrado el enorme poder del nuevo espíritu que ha sabido liberar las ocultas potencias del hombre. En un solo siglo el mundo se ha ensanchado mucho más que en los diez anteriores. El hombre se ha descubierto a sí mismo, ha descubierto su poder. Pero lenta, inconscientemente, embriagado en el brillante torbellino de los hallazgos, el hombre ha debido descubrir su pequeñez, su soledad, su impotencia. Así, el «gran mar del ser» que adelanta Dante implica simultáneamente el poder y la impotencia. Al lado de la Luz, al lado de la fulgurante belleza del espíritu florentino que se corona en el pincel de Rafael Sanzio, se incuba la oscuridad, la distorsión de la forma, la terribilità. Al lado de la concordia, surge la fuerza creativa de la discordia. La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre, entre el macrocosmos y el microcosmos mirandolianos, invade el arte, y el artista pierde la espléndida confianza de un Leon Battista Alberti, convencido de que la representación de la realidad es al mismo tiempo creación y celebración, para sumergirse en la búsqueda manierista de la Idea interior. Il Parmigianino, Tin-toretto, Brueghel o El Greco indican el camino, ya místico, ya apocalíptico, hacia la subjetividad. El mismo camino que ensaya Giordano Bruno con su concepción mágica del devenir o Michel de Montaigne con su prédica del «viaje interior», el mismo que Shakespeare muestra: la tragedia del humanismo renacentista ya despojado de la primitiva ilusión.

Friedrich. The Watzmann
En el paisaje romántico, la Naturaleza es la inabitata piaggia de que habla Torquato Tasso: el hombre la siente exteriorizada, enajenada, alejada. Ha sido expulsado de ella, o más bien se ha autoexpulsado, y ahora se siente como un náufrago errante en su seno. Si comparamos los cuadros de un Antonio Pollaiuolo o un Botticelli, en los que la Naturaleza acaricia y resguarda solidariamente la obra de los hombres, con los desolados panoramas de Riesengebirge pintados por Friedrich, tendremos un testimonio fehaciente del cambio desgarrador acaecido en el sentimiento del hombre moderno. En las visiones del pintor alemán, las profundas perspectivas devastadoras se pierden en una lejanía huidiza e indiferente. Una bruma perpetuamente crepuscular es la única respuesta de las cumbres montañosas al espectador; una bruma que se hará cada vez más densa a medida que avanza la obra de Friedrich y que se hará totalmente insoportable en los últimos cuadros del otro genial paisajista romántico, William Turner.

La conciencia de la escisión entre la Naturaleza y el hombre que atormenta a los manieristas se convierte en definitivamente irreparable para los románticos. Estos desean el retorno al Espíritu de la Naturaleza, porque en él reconocen a aquel dios que en la anhelada e inexistente Edad de Oro alentaba la unión de Belleza, Libertad y Verdad. Desean, como Anteo, retornar a esta Naturaleza saturniana, a esta Madre en cuyo seno reconocen su ansia de plenitud. Mas, en su conciencia trágica, perciben claramente que este camino de retorno se halla obstaculizado por el temible rayo de la impotencia. Junto a la Naturaleza saturniana y liberadora se halla una Naturaleza jupiterina y exterminadora que destruye cualquier proyecto de totalidad. De ahí que sea completamente errónea una interpretación «bucólica» del paisajismo romántico, pues en éste se halla siempre presente una doble faz, consoladora y desposeedora. Por eso, como veremos, en la pintura del Romanticismo son indeslindables el «deseo de retorno» al Espíritu de la Naturaleza y la conciencia de la fatal aniquilación que este deseo comporta.

Font: Rafael Argullol. La atracción del abismo. Editorial El acantilado

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