14 de juny 2013

Morandi. Antonio Muñoz Molina

Cuando Giorgio Morandi murió, el 18 de junio de 1964, en el caballete de su estudio se encontró su última obra, pulcra y terminada, un lienzo de formato pequeño, como casi todos los suyos, con una firma nítida en el ángulo inferior izquierdo, "Morandi", escrita con una caligrafía algo escolar, la firma de alguien acostumbrado a escribir con letra grande y clara en una pizarra. Morandi, que apenas salió de Bolonia y vivió siempre en el mismo apartamento familiar, se ganó la vida muchos años dando clases de dibujo en escuelas primarias. [...]

Durante mucho tiempo se preparó él mismo los colores; se complacía en las tareas manuales, en tensar el lienzo sobre el bastidor, en disponer sobre la mesa del estudio los objetos que iba a pintar. Giorgio de Chirico dijo de él que vivía sumergido en la astronomía de las cosas: las más cercanas y vulgares, botellas, latas panzudas de aceite, jarras, tazas de porcelana, tarros de alimentos, cajas. [...]

Giorgio Morandi, después de un periodo juvenil excepcionalmente corto de incertidumbre y tanteo, se convirtió muy pronto en lo que ya iba a ser siempre, pero en esa fidelidad a sí mismo no hay ni un rastro de autoindulgencia, igual que no hay repetición ni receta en el laconismo visual de su mundo: dos o tres autorretratos, algunos paisajes, una astronomía de objetos dispuestos sobre una mesa más frugal todavía que las de nuestro Sánchez Cotán. Umberto Eco ha comparado las naturalezas muertas de Morandi a las variaciones inagotables que Bach establece a partir de temas muy sencillos. Como en El arte de la fuga o en las variaciones Goldberg, la sensación que tenemos al mirar uno tras otro los cuadros de Morandi es la de una familiaridad construida a base de reiteraciones que están hechas de cambios muy sutiles, como los que observamos en las formas de la naturaleza, en la perpetua transformación y novedad de lo mismo. [...]

Morandi, Still Life. 1964. Último cuadro
El último cuadro de Morandi lo he visto en el Metropolitan de Nueva York, una mañana de noviembre, de niebla y llovizna, una niebla que atenuaba los colores y preparaba la pupila para las tonalidades de una pintura hecha de tenues amarillos y azules, de grises, de blancos de porcelana y nácar de conchas, de ocres y marrones que se parecen a los de la tierra otoñal y a los de las hojas empapadas de lluvia. El cuadro, como casi todos, se llama Natura morta, y desprende una serenidad que se va volviendo más misteriosa según me voy dejando atraer por él. Las pinceladas son amplias y ligeras: se ve muy clara su caligrafía, el modo en que el pincel ha rozado la superficie del lienzo sin llenarlo de materia cremosa. Es la mano de un hombre de 74 años al que le queda muy poco tiempo de vida, al que la vista le viene fallando desde hace mucho tiempo. Una franja horizontal sin volumen ha de ser la mesa; el fondo es otra franja más ancha, marrón claro. En el centro hay tres objetos, formas rotundas que sin embargo tienen la más sumaria indicación de volumen, una especie de ancha botella cónica, una caja vertical junto a ella, de un color azul claro, y delante un pequeño objeto casi esférico que puede ser un cascabel o quizás algún tipo de molde de repostería. Las tres mismas cosas aparecen en otros cuadros de Morandi, y también en las fotografías que se conservan de su estudio, que parecía más bien una celda, la de un monje o la de un recluso voluntario, el cuarto con la cama estrecha que hace de sofá y que tal vez es la misma en la que este hombre durmió de niño, en el principio de su vida quieta, de su carrera de funcionario menor en una capital de provincia. [...]

"Mi única ambición", dijo una vez, "es disfrutar la calma que necesito para trabajar". Tenía la paciencia de dejar que el polvo fuera cubriendo sus botellas y tazones, amortiguando su brillo, que la luz gastara los colores de las cajas. Botellas, jarras, cajas, adquirían el perfil de las torres de las ciudades medievales italianas o de los minaretes y cúpulas de un Oriente inventado. Por la ventana del estudio entraría una luz nublada de patio interior. Sus gafas de concha de observador absorto eran el telescopio de examinar las galaxias que caben en una alacena. [...] 

Font: Antonio Muñoz Molina. Astronomía de Morandi. El País, 15 de noviembre de 2008

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