9 de des. 2015

Morandi. Antonio Muñoz Molina

[...] Las historias de artistas y escritores, desde el Romanticismo, suelen acentuar el heroísmo de la desmesura: la vida de Morandi, igual que su pintura, parece la búsqueda obstinada del mayor grado posible de limitación. No solo vivió en Bolonia toda su vida sino que además no cambió de domicilio desde que era niño. El mayor viaje formativo de su juventud lo hizo a Florencia, que estaba a poco más de una hora de tren. Probablemente la mayor influencia moderna que recibió fue la de Cézanne, pero la primera vez que viajó a París, ese destino obligatorio de cualquier artista de entonces, tenía sesenta y seis años. En Florencia, los volúmenes austeros y los colores amortiguados de los frescos de Giotto y Masaccio le dejaron una influencia que iba a durarle toda la vida. Muchas veces, pintado al óleo, Morandi elige tonos tenues, incluso apagados, que se parecen a los de los frescos deteriorados por los siglos en las iglesias de Florencia. Y esas botellas, esas aceiteras y jarras, se yerguen en un espacio despojado como santos de Giotto, como figuras cubiertas por mantos y togas en los frescos de Masaccio y de Piero della Francesca.

[...] Decía el físico Richard Feynman que no hay nada que mirado con algo de atención no pueda resultar apasionante. Como un científico que ahonda durante muchos años en un ámbito muy reducido de la experimentación, o un músico que explora las posibilidades de un tema musical breve y muy simple, Morandi resume el mundo no ya en su ciudad natal o en la casa donde ha vivido siempre, sino, más limitadamente aún, en una mesa común de cocina, sobre la que se agrupan, se separan, se cambian de disposición, unos cuantos objetos. El efecto es como el de ese gusano o esa abeja o mariposa que en un poema breve de Emily Dickinson comprime todo el espectáculo de la naturaleza. En una foto célebre se ve a Morandi, ya viejo, vestido con formalidad, observando algo con las gafas levantadas sobre la frente, con una expresión absorta y un aire como de asombro y de capitulación, como reconociendo que después de tantas tentativas, de tantas horas, de tantos años, el misterio de la presencia visual de las cosas siguiera siendo inabordable.

[...] Con los años, Morandi se fue emancipando de la rotundidad de Cézanne, o más bien se aproximó a lo que había hecho Cézanne con las acuarelas y los dibujos. Las figuras primero se despojan de peso y luego van perdiendo el volumen, igual que el espacio ya no ofrece la ilusión de la profundidad. La mesa no es una superficie plana y definitiva, sobre la cual se asientan firmemente las cosas, sino una franja de color o un horizonte brumoso. Eso tan cercano es una gran lejanía. Lo concreto y tangible se disuelve en veladuras como sombras, en extensiones delicadas de materia que le hacen a uno pensar en otro místico y otro recluso, Mark Rothko. Pero lo contenido de la escala lo mantiene todo a ras de tierra, en el ámbito atemperado de lo familiar y de los saberes prácticos y poéticos del oficio. [...]

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