13 d’abr. 2016

Degas. Monotipos. Antonio Muñoz Molina

[...] El monotipo es una técnica de grabado en la que se produce una sola copia: se dibuja en negativo y con tinta negra sobre una plancha de cobre o de zinc a la que se adhiere una hoja de papel, y la plancha y el papel se aplastan juntos en una prensa. Al no usar un buril que hienda el metal con las líneas del dibujo, el monotipo no facilita la precisión, sino más bien la fluidez y la mancha, el trazo expresivo, volúmenes y sombras. Su rapidez de ejecución es tentadora y arriesgada: no hay manera de remediar un error.

[...] Degas, que era muy aficionado a explorar nuevas técnicas y nuevos materiales, en una época en la que la revolución industrial estaba ya deshaciendo las seguridades académicas del arte, descubrió el monotipo hacia 1880 y se dedicó a él con un entusiasmo obsesivo que a sus amigos les parecía alarmante, una manía, una locura. Untaba la tinta directamente con los dedos sobre el metal liso, o con una espátula, o con un trapo cualquiera que estaba a mano en el estudio. Había tenido una formación ortodoxa como dibujante, grabador y pintor, y empezó reverenciando a Ingres y a Rembrandt. Pero quería atrapar el espectáculo de resplandor y fugacidad, de vulgaridad extrema y rara belleza de la gran ciudad contemporánea, ser el pintor de la vida moderna que había reclamado Baudelaire, un equivalente visual de las rápidas estampas escritas del Spleen de París. En esas páginas, publicadas en otro producto moderno de la tecnología, el periódico de difusión masiva, Baudelaire había querido contar lo que todavía era tan nuevo que apenas había sido tratado por el arte: la gran novedad urbana de los bulevares anchos y rectos, flanqueados no por monumentos históricos, sino por grandes cafés, teatros de variedades, galerías comerciales; y no la luz solar de la gran pintura mitológica o heroica o los claroscuros tenebristas de los cuadros religiosos, sino el fulgor todavía reciente de la iluminación artificial que transformaba la noche, los globos amarillentos de los faroles de gas en las calles y en los escaparates de las tiendas; y no mucho después, cuando Baudelaire ya había muerto, pero Degas todavía era un hombre en su plenitud, la transformación todavía más radical que trajo consigo la luz eléctrica.

Era preciso inventar otros colores que revelaran el nuevo aspecto de las figuras humanas y de los objetos. Hacía falta un arte que fuera igual de rápido y entrecortado que los espectáculos que ahora decía representar. El grabado y la fotografía multiplicaban industrialmente el catálogo de las imágenes posibles. La pintura, el dibujo, tenían que sugerir lo fugitivo y lo inacabado, lo visto y no visto, un rostro desconocido en una calle o en un café, un perfil en la ventanilla de un ómnibus, un coche de caballos lanzado al galope por una avenida, el salto de un trapecista bajo los globos de gas en un circo, la cara empolvada y con los labios maquillados de rojo de una cantante de cabaret, iluminada desde abajo por las luces del escenario.

Durante años, en largas temporadas febriles, el monotipo fue la técnica preferida de Degas. Satisfacía su fascinación doble por la inmediatez del dibujo y los efectos de la tecnología. El primer impulso del que mira esas obras es quedarse sobrecogido por su temeridad formal, su originalidad absoluta. No se parecen a casi nada anterior o contemporáneo a ellas. Y dan la impresión de saltar en el tiempo hasta muy avanzado el próximo siglo, como ciertas sonatas de piano y largos pasajes de los cuartetos últimos de Beethoven. [...]

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