25 de juny 2016

El Bosco. Antonio Muñoz Molina

El Bosco. Extracción de la piedra de la locura
[...] Es muy probable que una parte de lo que distingue a El Bosco no sea su modernidad, sino precisamente su relativo anacronismo. Nació después que Piero della Francesca y es más o menos contemporáneo de Durero y Leonardo da Vinci. Pero, si comparamos su mundo visual con el de ellos, nos da la sensación de que El Bosco pertenece a una época bastante anterior. Y no se trata de la diferencia cultural entre Italia y los Países Bajos. El Bosco también parece anterior a pintores holandeses que en realidad vivieron antes que él, Van der Weyden, Van Eyck. Los cánones renacentistas de la perspectiva geométrica rigurosa le son ajenos. Y en sus obras conservadas no hay rastro de una de las grandes invenciones de la pintura holandesa e italiana de su tiempo: el protagonismo de la individualidad en el retrato. Es una ausencia estética, pero también social, de mercado y clientela. El Bosco no recibe encargos de patronos interesados en perpetuar y en publicitar en primer plano sus rasgos personales. Cuando retrata a un cliente, lo hace a la manera antigua, piadosamente arrodillado en el margen de una obra votiva, a una escala más pequeña que las figuras principales. El Bosco, aunque trabajó a veces para grandes patronos, pertenecía a un mundo relativamente provinciano, a una ciudad próspera pero no hegemónica, a una forma de entender la vida y el oficio de la pintura muy anclada en las tradiciones tardomedievales. 

Ser pintor no era una elección personal, sino un destino de artesano. Igual que otros nacían en familias de tintoreros o de carpinteros, El Bosco había nacido en una familia de pintores. Su casa y probablemente su taller estaban en la misma plaza en la que se celebraban los mercados. Desde muy pronto perteneció a una de esas fraternidades a la vez cívicas y religiosas que eran uno de los ejes de la vida comunitaria. Y su imaginación y su religiosidad estaban arraigadas en rituales colectivos y sistemas de creencias populares que nos resultan mucho más exóticos porque no han quedado muchos registros de ellos en la tradición cultural: las procesiones en las que se mezclaba lo litúrgico y lo pagano, la poesía oral, las atracciones de feria, los sermones apocalípticos de los predicadores, los desfiles y las máscaras de carnaval, los refranes y dichos, las celebraciones del calendario agrícola, la imaginería de los juegos de naipes, las estampas devotas o grotescas que empezaba a difundir la imprenta.

Como atestiguó Mijaíl Bajtín, la cultura visual y literaria del Renacimiento impuso en las artes una separación jerárquica entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo cultivado y lo vulgar, que hasta entonces no había existido. El Bosco nos desconcierta y nos seduce porque su mundo es todavía el de la gran sobreabundancia medieval, el de la simultaneidad y la yuxtaposición de todo. Al cuerpo idealizado y heroico del Renacimiento contrapone el cuerpo terrenal, imperfecto, vulnerable o grotesco, el cuerpo trastornado por la bebida o por la lujuria, el que orina y defeca, el que sirve igual para el éxtasis que para los tormentos infernales. El Bosco retrata el caos pavoroso y el júbilo descontrolado del mundo y a la vez su inapelable orden sagrado, regido por la caída y la condenación. 


En los cuadros renacentistas, los personajes se organizan como estatuas o como figuras de danza en la cuadrícula inteligible del espacio. En El Bosco se arremolinan, se estrujan, se amontonan, como en la bulla sudorosa de una fiesta popular. Junto a la cara serena y pensativa de Cristo se acumulan los ceños feroces de los sayones que lo martirizan y lo despojan. A un lado de un panel está el Niño Jesús que juega con un molinillo y empuja un andador; en su reverso, el Cristo adulto se derrumba bajo la cruz en el camino hacia el Gólgota mientras unos soldados flagelan al mal ladrón y un fraile confiesa al bueno. La Creación y el Jardín del Edén y la Expulsión de Adán y Eva y el Juicio Final y los fuegos del Infierno suceden a lo largo de los tres paneles de un retablo con la circularidad de una danza de la Muerte. El origen del mundo y el final de los tiempos ocurren a cada momento. Mientras los Reyes Magos adoran a Jesús recién nacido en una cabaña que sería tan familiar en el paisaje para los contemporáneos de El Bosco como para nosotros una gasolinera, desde la penumbra del interior se asoma con una media sonrisa el Anticristo del Apocalipsis. Los pájaros y los peces tan exactos como ilustraciones de un naturalista parecen por eso más fantásticos, en medio del torbellino de El jardín de las delicias, que las torres de pórfido rosa o las criaturas infernales. San José pone a secar los pañales del recién nacido cobijado junto a una hoguera y mientras tanto, al fondo, un hombre se dirige a un prostíbulo tirando de un burro sobre el que va sentado un mono. […]

17 de maig 2016

Ramón Gaya. De pintor a pintor

Ramón Gaya. Puente de la Academia con lluvia. 1953

                  De pintor a pintor
            "El atardecer es la hora de la Pintura”. Tiziano

    Pintar no es ordenar, ir disponiendo,
    sobre una superficie, un juego vano,
    colocar unas sombras sobre un plano,
    empeñarte en tapar, en ir cubriendo;

    pintar es tantear –atardeciendo-
    la orilla de un abismo con tu mano,
    temeroso adentrarte en lo lejano,
    temerario tocar lo que vas viendo.

    Pintar es asomarte a un precipicio,
    entrar en una cueva, hablarle a un pozo
    y que el agua responda desde abajo.

    Pintura no es hacer, es sacrificio,
    es quitar, desnudar, y trozo a trozo,
    el alma irá acudiendo sin trabajo.

                                             Ramón Gaya

Ramón Gaya. Tramonto en Venecia. 1953

10 de maig 2016

Pavelló alemany. Museu Guggenheim. Fernández Galiano. Conferències Fundación March

Mies van der Rohe. Pavelló alemany
(Cliqueu sobre la imatge) 

Gehry. Museu Guggenheim de Bilbao
(Cliqueu sobre la imatge)

26 d’abr. 2016

Juan Claudio de Ramón. ¿A qué llamamos arte?

Duchamp. Fountain. 1917, replica 1964
[...] Desde que Marcel Duchamp introdujo un urinario en un museo, se cerró el hiato que separaba el objeto cotidiano del objeto de arte: todo puede ser arte. Poco importa que el propio Duchamp, presintiendo que su gesto conducía al arte a un callejón sin salida, dijera que nunca hubiera esperado que alguien se tomara en serio su travesura. En serio se la tomó Joseph Kosuth, teórico del arte conceptual, que fue quien extrajo, en su ensayo Art after philosophy de 1967, la consecuencia lógica del ready-made: el arte nada tiene que ver con la estética. Desde entonces, desasidos del deber de causar en el espectador una impresión, de belleza o de zozobra, los artistas, orgullosos, han tirado por un lado y el público, desobediente, por otro. La enésima muestra de Velázquez o de un impresionista congrega miles de visitantes, en contraste con las semidesérticas salas de arte contemporáneo y sus instalaciones, solitarias como ermitaños.

Borrell del Caso. Huyendo de la crítica, 1874
Naturalmente, los callejones sin salida tienen una salida: por donde se ha entrado. Para reflotar un arte encallado, confinado en un fortín elitista, se ha de iniciar el camino de regreso. A la belleza, a la representación -como decía Matisse, no existe arte abstracto o todo el arte lo es-, al trabajo bien hecho. Sencillamente, el gusto no es infinitamente elástico. Frente al derrotismo cognitivo que afirma que el arte no puede definirse, lo cierto es que todos tenemos un conocimiento preteórico de lo que merece el calificativo de artístico. Lo explica Dennis Dutton en su importante libro El instinto del arte: llamamos arte a aquello que reúne todas o algunas de estas propiedades arracimadas: es fuente de placer, exige una ejecución habilidosa, obedece a un estilo, es original y capaz de sorprender, se deja comentar por un lenguaje crítico, provoca una emoción, representa o imita experiencias, expresa una personalidad individual, presenta un desafío intelectual, obtiene su identidad del diálogo con la tradición, ocurre en la imaginación y -sobre todo- queda excluido de la vida cotidiana y por lo mismo requiere una atención especial.

[…] Y yo añadiría un atributo más: el arte ilumina una parte de la realidad que estaba en penumbra.

13 d’abr. 2016

Degas. Monotipos. Antonio Muñoz Molina

[...] El monotipo es una técnica de grabado en la que se produce una sola copia: se dibuja en negativo y con tinta negra sobre una plancha de cobre o de zinc a la que se adhiere una hoja de papel, y la plancha y el papel se aplastan juntos en una prensa. Al no usar un buril que hienda el metal con las líneas del dibujo, el monotipo no facilita la precisión, sino más bien la fluidez y la mancha, el trazo expresivo, volúmenes y sombras. Su rapidez de ejecución es tentadora y arriesgada: no hay manera de remediar un error.

[...] Degas, que era muy aficionado a explorar nuevas técnicas y nuevos materiales, en una época en la que la revolución industrial estaba ya deshaciendo las seguridades académicas del arte, descubrió el monotipo hacia 1880 y se dedicó a él con un entusiasmo obsesivo que a sus amigos les parecía alarmante, una manía, una locura. Untaba la tinta directamente con los dedos sobre el metal liso, o con una espátula, o con un trapo cualquiera que estaba a mano en el estudio. Había tenido una formación ortodoxa como dibujante, grabador y pintor, y empezó reverenciando a Ingres y a Rembrandt. Pero quería atrapar el espectáculo de resplandor y fugacidad, de vulgaridad extrema y rara belleza de la gran ciudad contemporánea, ser el pintor de la vida moderna que había reclamado Baudelaire, un equivalente visual de las rápidas estampas escritas del Spleen de París. En esas páginas, publicadas en otro producto moderno de la tecnología, el periódico de difusión masiva, Baudelaire había querido contar lo que todavía era tan nuevo que apenas había sido tratado por el arte: la gran novedad urbana de los bulevares anchos y rectos, flanqueados no por monumentos históricos, sino por grandes cafés, teatros de variedades, galerías comerciales; y no la luz solar de la gran pintura mitológica o heroica o los claroscuros tenebristas de los cuadros religiosos, sino el fulgor todavía reciente de la iluminación artificial que transformaba la noche, los globos amarillentos de los faroles de gas en las calles y en los escaparates de las tiendas; y no mucho después, cuando Baudelaire ya había muerto, pero Degas todavía era un hombre en su plenitud, la transformación todavía más radical que trajo consigo la luz eléctrica.

Era preciso inventar otros colores que revelaran el nuevo aspecto de las figuras humanas y de los objetos. Hacía falta un arte que fuera igual de rápido y entrecortado que los espectáculos que ahora decía representar. El grabado y la fotografía multiplicaban industrialmente el catálogo de las imágenes posibles. La pintura, el dibujo, tenían que sugerir lo fugitivo y lo inacabado, lo visto y no visto, un rostro desconocido en una calle o en un café, un perfil en la ventanilla de un ómnibus, un coche de caballos lanzado al galope por una avenida, el salto de un trapecista bajo los globos de gas en un circo, la cara empolvada y con los labios maquillados de rojo de una cantante de cabaret, iluminada desde abajo por las luces del escenario.

Durante años, en largas temporadas febriles, el monotipo fue la técnica preferida de Degas. Satisfacía su fascinación doble por la inmediatez del dibujo y los efectos de la tecnología. El primer impulso del que mira esas obras es quedarse sobrecogido por su temeridad formal, su originalidad absoluta. No se parecen a casi nada anterior o contemporáneo a ellas. Y dan la impresión de saltar en el tiempo hasta muy avanzado el próximo siglo, como ciertas sonatas de piano y largos pasajes de los cuartetos últimos de Beethoven. [...]

22 de març 2016

Brunelleschi. Los secretos de la cúpula del Duomo de Florencia



La cúpula de la catedral de Florencia fue construida hace 600 años por Brunelleschi utilizando una técnica constructiva tan ingeniosa e innnovadora que aún hoy sigue sorprendiéndonos.

19 de març 2016

El Bosco. El jardín de las delicias. Museo del Prado


El Bosco. El jardín de las delicias. Hacia 1500-1510, óleo sobre tabla, 220 x 389 cm