14 de febr. 2015

Rubens. Aquiles en el gineceo. Javier Gomá

Rubens. Aquiles descubierto por Ulises. 1618
Quien visite el Museo del Prado podrá contemplar un hermoso y enigmático cuadro de amplio formato resultado de la colaboración de un Rubens maduro y su discípulo Van Dyck, quien en 1618, cuando el cuadro fue pintado, era sólo un adolescente en el taller de su maestro. ¿Qué tema escogieron para su colaboración y cómo lo ejecutaron estos dos artistas eminentes, cada uno en una etapa distinta del camino de la vida, uno en el apogeo de su capacidad y de su fama, el otro un muchacho que ya destaca en su oficio, rebosante de promesas y de incierta emoción? El título del lienzo es Aquiles descubierto por Ulises y muestra a un Aquiles adolescente, de rostro afeminado, vestido como una doncella, que, en el centro de la escena, rodeado de mujeres y frente a dos griegos, uno de ellos el astuto Ulises, blande una espada con ademán furioso. ¿Qué hace de aquella guisa, travestido de mujer, en tan insólita compañía, el más grande guerrero de la Antigüedad, el que con razón fue llamado el mejor de los griegos, el héroe excelso de la guerra de Troya, cuyas hazañas fueron cantadas por Homero? La cuestión es sobremanera intrigante. Obsérvese además que el mito de Aquiles ha sido un tema poco frecuente en la historia de la pintura, y todavía menos las escenas de su época anterior a sus aventuras y lances del ciclo troyano, las de su infancia y juventud, de las que Homero prescindió deliberadamente en su epopeya. Que no fue un hallazgo de la casualidad lo demuestra que el mismo Rubens dedicó a la vida de Aquiles unos años más tarde, entre 1630 y 1635, una serie entera de ocho maravillosos tapices. ¿Qué pudo atraer a los dos artistas de un tema semejante, tan insólito, tan centrado en un contraste a primera vista pintoresco, exagerado?

El mito cuenta que Tetis, la madre de Aquiles, fue alertada de que éste, aunque, como hijo de diosa, era inmortal, no sólo estaría expuesto a la muerte sino que de hecho moriría si participaba en la guerra de Troya. Ahora bien, el interés de los griegos en que Aquiles se sumara a la armada griega era máximo porque, a su vez, habían sido avisados por el oráculo de que sólo si se aseguraban esa participación del hijo de Tetis obtendrían la victoria militar contra los troyanos. La diosa, indiferente al resultado de la guerra y preocupada tan sólo de la vida de su hijo, ocultó al joven Aquiles donde a nadie se le ocurriría buscarlo, en el gineceo de la corte de Licomedes en Esciros. Allí, escondido entre las doncellas como una más de ellas, el futuro héroe pasó los años de su adolescencia meditando sobre su extraño destino: una vida corta con gloria o larga sin ella; permanecer en Esciros para siempre, quizá sin personalidad definida, sin nombre, sin hazañas y sin fama, más bien cuidando de no destacar en nada para no ser descubierto, insolidario con la causa de los griegos, pero con larga vida o aun eterno como un dios; o bien salir del gineceo, ir a Troya, pelear contra los bárbaros asiáticos, contribuir decisivamente a la victoria, descollar entre los demás héroes griegos y merecer gran gloria, pero morir, como un hombre más, y además morir joven, en la primavera de su vida.

Al final, Aquiles decide ir a Troya aun a precio de ser mortal. La pregunta es obvia: ¿por qué? En efecto, ¿por qué un hijo de diosa, inmortal como ella, decide renunciar a su rango, ser tan mortal como los demás hombres y compartir con ellos su fatal destino? ¿Qué impulsó a Aquiles a abandonar ese privilegiado lugar, ese Olimpo terrenal, con rumbo a una Troya que será para él un camposanto? […]

El cuadro del Prado muestra precisamente el momento de la decisión trascendental de Aquiles, inducida por Ulises. Éste ha llegado a conocer dónde se oculta el joven héroe y, mientras la armada griega espera expectante, idea un plan para burlar la vigilancia y poder entrar en el gineceo, vestido de mercader. Una vez dentro, las alhajas que extiende sobre una manta atraen la atención de las mujeres que, excitadas, corren a rodearlo, seguidas del hijo de Tetis, momento que el astuto Ulises aprovecha para hacer sonar una trompeta llamándole a la guerra. Ésa es la escena del cuadro, cuando Aquiles, dominado por un ardor bélico irresistible, empuña la espada, descubriendo su identidad al mismo tiempo que resolviendo el dilema a favor de una vida breve con gloria, a favor, en suma, de la finitud. Deidamía, la hija del rey y señora del gineceo, que en el cuadro aparece embarazada de Aquiles, comprende al instante que ha perdido a su enamorado para siempre, y por eso es representada pálida y abatida, con la mirada baja y asistida en su desolación por otras damas, sin que el gesto de su mano izquierda, que amaga un intento de retenerlo, sea otra cosa que un reflejo que ella misma sabe inútil.

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