15 d’abr. 2012

Abstracto Félix de Azúa


ABSTRACTO. Vasili Kandinsky entró en su taller de Munich, como de costumbre, a última hora de la tarde, tras una jornada de duro trabajo. Un resto de luz mortecina iluminaba vagamente el recinto. En la esquina más alejada de la puerta, llamó su atención una pintura de escalofriante belleza. Avanzó con cautela tratando de recordar cuándo había pintado aquella obra maestra y qué había querido representar en ella, pero a sus ojos sólo llegaba una confusa tempestad cromática desprovista del menor significado. Él mismo lo cuenta en sus memorias tituladas Mirando hacia el pasado:

Era una pintura de inaudita belleza, de la que emanaba un fulgor íntimo. Permanecí unos minutos extático y luego avancé a zancadas hacia aquella misteriosa tela sobre la que sólo alcanzaba a ver formas y colores sin motivo ni tema. De pronto se resolvió el enigma: era uno de mis últimos trabajos, pero no estaba derecho; había quedado apoyado contra la pared sobre uno de los lados.

A la mañana siguiente intentó recuperar el estremecimiento del día anterior, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Ahora reconocía los objetos pintados sobre la tela, las cosas, los personajes, y su presencia le turbaba. Kandinsky acababa de descubrir la esencia misma del arte abstracto, a saber, que a la pintura le incomodan los objetos.

Ya lo había sospechado, tiempo atrás, peleándose contra su propia incapacidad para ver los colores en sí mismos. Si veía un verde, o bien era el de un cuenco de guisantes, o bien el de las botellas de vino, o el de las ranas cazadas durante los veraneos infantiles. Si veía un azul intenso y pastoso, se le aparecía una lejana pariente de la familia que utilizaba afeites bizantinos sobre los párpados. Y así sucesivamente. Kandinsky vivía en el perpetuo desasosiego de que entre su ojo y el color siempre se interpusiera un objeto, un ente sólido, una cosa concreta.

Lo cual era doblemente grave porque, para él, cada uno de los colores poseía una personalidad tan acusada como la que distingue a los animales entre sí. Del mismo modo que el lince avanza con una suave ondulación elástica y el grillo a saltos espasmódicos, diferencia evidente para todo el mundo, así también el comportamiento del verde veronés se distinguía del comportamiento (e incluso de la moralidad) del amarillo girasol con total claridad en la aguda percepción del pintor ruso. Es un testimonio escrito en De lo espiritual en el arte:

Las sensaciones que me proporcionan los colores sobre la paleta o en los tubos, los cuales se asemejan a hombrecillos de irrelevante apariencia pero poderoso intelecto, capaces de mostrar su fuerza oculta cuando es preciso, esas sensaciones, digo, son puras experiencias espirituales.

En los tubos de su caja de pinturas, veía Kandinsky una reunión de diminutos caballeros, como una tertulia de café moscovita. Pero aquellos hombrecillos de aspecto inane eran capaces, si la época lo propiciaba, de convertirse en el Estado Mayor del partido bolchevique. Simplemente, estaban esperando su hora.

Tras la desconcertante experiencia del cuadro mal apoyado, en 1910 y a sus cuarenta y cuatro años de edad, pintó Kandinsky su primera obra «abstracta». Que sean los colores, ellos mismos, y sus caprichosas formaciones, lo que se manifieste en la pintura; que el alma de los colores se revele; que se desoculten las luces teñidas que yacen tras las cosas disfrazándose de objeto. Eso pretendía Kandinsky: liberar el espíritu cromático esclavizado en los entes del mundo y que los colores se agitaran fuera de cualquier sustento. Un disparate. [...]

Font: Félix de Azúa. Diccionario de las artes. Editorial Debate

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